martes, octubre 15, 2024
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¿Quién fue el primer profeta que enseñó a amar a los enemigos?

El miembro que faltaba

Durante casi toda su historia, las tribus israelitas se agruparon en dos reinos distintos. Uno más grande y poderoso, al norte del país, era conocido como el Reino de Israel; estaba formado por la mayoría de las tribus (diez, de las doce), y su capital era Samaria. El otro, ubicado al sur del país, era el Reino de Judá, más pequeño, integrado solo por dos tribus; su capital era Jerusalén.

Estos dos reinos, a pesar de sus diferentes nombres, eran reinos hermanos. Sin embargo, durante siglos mantuvieron constantes enfrentamientos bélicos que tiñeron de sangre los campos de Palestina. El más doloroso tuvo lugar en el año 735 a.C. ¿Cuál fue el motivo de la guerra?

En aquel tiempo, el cercano Oriente se hallaba dominado por Asiria, la gran potencia internacional de la época. Los pequeños reinos vecinos le estaban sometidos, y debían pagar pesados tributos anuales, una medida agobiante, que asfixiaba sus economías y los obligaba a llevar una vida empobrecida. En el año 735 a.C. algunos de estos reinos decidieron sublevarse, y crearon una liga para enfrentar a la poderosa Asiria. Poco a poco se fueron sumando Damasco, Tiro, Filistea, Edom, y hasta el reino de Israel, por medio del monarca Pécaj. Solo faltaba un reino de la región, para que la alianza quedara completa: el reino de Judá.

Bautizada por los agresores

¿Quién fue el primer profeta?Lamentablemente para los amotinados, el rey Ajaz de Judá no quiso integrar la coalición. Desde su trono de Jerusalén, comprendió que era una locura semejante empresa. Asiria era un vigoroso imperio, con una maquinaria de guerra bien organizada, mientras que los pequeños reinos rebeldes apenas si contaban con hombres y armamentos suficientes para enfrentar al gigante de Oriente. Cualquier intento de insurrección sería un desastre. Por eso Ajaz comunicó a los embajadores, llegados con la propuesta, que él no participaría de la liga.

Al ver el rey de Israel, Pecaj, que era imposible la alianza antiasiria sin Judá, decidió invadir Jerusalén y deponer a Ajaz, colocando en su lugar a alguien favorable a la revuelta. Y con ayuda del reino vecino de Damasco, marchó contra Jerusalén.

Cuando estaban entrando en Samaria les salió al encuentro un profeta llamado Oded

Este conflicto es tradicionalmente conocido como la “guerra siro-efraimita”, por el nombre de los dos atacantes: los sirios (el reino de Damasco) y los efraimitas (el reino de Israel, cuya tribu principal era Efraím). Los detalles de la contienda están contados en tres lugares de la Biblia: 2 Re 15,27-16,19; Is 7-8; y 2 Cro 28. Pero solo este último alude al episodio del profeta que nos interesa.

Muchos muertos en un minuto

Israel y Damasco llegaron juntos a Jerusalén y sitiaron la ciudad (2 Re 16,6). El temor se apoderó de la población, que se apiñó en su interior tratando de resistir (Is 7,2). Pero los invasores no pudieron conquistarla, y levantaron el sitio de Jerusalén, dedicándose a arrasar aldeas y pueblos de los alrededores, y capturando prisioneros.

Según la Biblia, como resultado de esta incursión, el rey de Israel, Pecaj, “mató en Judá en un solo día a 120.000 hombres, todos ellos valientes guerreros” (2 Cro 28,6). Entre los caídos en la batalla figuran tres personajes con altos cargos: Maasías, hijo del rey; Azricam, jefe de palacio; y Elcaná, segundo en importancia después del monarca (2 Cro 28,7). Aparte de esta masacre, “los israelitas se llevaron 200.000 prisioneros, entre mujeres, niños y niñas”. Y por si esto fuera poco, “se apoderaron de un enorme botín, que llevaron a Samaria” (2 Cro 28,8).

Las cifras de muertos y prisioneros son ciertamente exageradas, en un esfuerzo del autor bíblico por recalcar lo desastroso de esa guerra fratricida. El dato mismo de los 120.000 hombres muertos “en un solo día”, es algo inaceptable. Equivale a decir que mataron 250 personas por minuto, con los recursos militares modestos de aquel tiempo. Pero más allá de estas ampliaciones, está claro que la irrupción siro-efraimita significó una verdadera desgracia para el pequeño reino de Judá.

Un desafío impensado

Terminada la invasión, el ejército de Israel regresó a Samaria, su capital, con los rehenes judaítas. Estos esperaban un futuro sombrío. Los cautivos de guerra solían ser vendidos como esclavos, llevados a regiones muy distantes, y obligados a realizar trabajos insalubres.

Entonces tuvo lugar un episodio sorprendente. Según el 2º Libro de las Crónicas, cuando estaban entrando en Samaria les salió al encuentro un profeta llamado Oded; y al contemplar el brutal espectáculo de prisioneros y heridos encadenados y arrastrados a los golpes, levantó su voz y fustigó a los israelitas por la crueldad con la que estaban obrando, y por el salvajismo que habían demostrado en el campo de batalla (2 Cro 28,9-10).

Las palabras de Oded cayeron como un balde de agua fría. Que un profeta se atreviera a enfrentar a los jefes del ejército y cuestionara su actuación en la guerra, precisamente cuando volvían como vencedores, era una falta de respeto a la autoridad militar. Sobre todo, porque el profeta samaritano criticaba al ejército de su propio país, poniéndose de parte de los enemigos.

Para despertar las mentes

Pero Oded no se detuvo aquí. Exigió a los soldados que liberaran inmediatamente a los prisioneros: “Escúchenme. Estos prisioneros son sus hermanos. Déjenlos libres, antes de que Dios se enoje con ustedes y los castigue” (2 Cro 28,11).

Resulta llamativo que Oded emplee el término “hermanos” para referirse a unos enemigos. Reconoce, así, que Israel y Judá son reinos emparentados y que la toma de cautivos no ha sido bien vista por Dios.

Pero Oded no emplea el término “hermanos” solo por razones sentimentales. Según la ley de Moisés, si bien un hebreo podía tener esclavos, prohibía absolutamente que estos fueran hebreos, precisamente porque eran sus hermanos (Lv 25,46). Más aún, la legislación castigaba con la pena de muerte al hebreo que esclavizaba a un compatriota (Dt 24,7). Quizás el entusiasmo de la victoria, o el hecho de que los prisioneros fueran de otro reino, habían hecho olvidar a los israelitas la legislación mosaica sobre la guerra. Por eso el profeta Oded, con voz de trueno, se alzó en medio del ejército para recordarle su obligación, y advertirle que estaba ofendiendo a Dios y a Moisés.

Los soldados israelitas escucharon atónitos el discurso de Oded, y se miraron entre ellos sin saber qué hacer. Quien les hablaba era un hombre de Dios. Pero ellos solo recibían órdenes de sus superiores.

Las disculpas de la culpa

Entonces cuatro gobernantes de la ciudad, que habían salido a recibir a las tropas, conmovidos por lo que acababan de escuchar, se acercaron a los soldados y les pidieron que obedecieran al profeta. Estos acataron la orden y liberaron a los prisioneros judaítas (2 Cro 28,12-13).

Pero fueron más lejos aún. Mediante un gesto admirable tomaron el botín que habían robado y las demás posesiones del saqueo de Judá y las devolvieron a los prisioneros (2 Cro 28,14). Además, improvisando un hospital de campaña, se pusieron a atender a los heridos, reanimándolos, curando sus lastimaduras y vendando sus llagas. Luego tomaron algunas prendas del botín y con ellas vistieron a los desnudos, proporcionándoles ropa y calzado (2 Cro 28,15). Debió de haber sido un espectáculo impresionante ver a los antiguos triunfadores, ahora arrojados a los pies de sus enemigos calzándolos y vistiéndolos. Sobre todo, porque en aquel tiempo todos los prisioneros eran transportados desnudos y descalzos (Is 20,2-4). A continuación, les dieron de comer y beber, y los ungieron con aceite para terminar de aliviar sus heridas y perfumarlos. Finalmente, a los más débiles los montaron en asnos y los llevaron a Jericó, ciudad fronteriza entre los dos reinos de Israel y Judá, para que fueran repatriados a sus hogares (2 Cro 28,15).

Con los dientes destrozados

La actitud de Oded es increíble. Haberse animado a predicar el amor a una nación considerada políticamente enemiga es por demás sorprendente. Todos los profetas del Antiguo Testamento habían predicado y deseado el mal a sus enemigos. Es que el pueblo de Israel había sufrido tanto a manos de sus vecinos, que pensaba que la justicia divina en algún momento debía castigarlos de manera ejemplar. Por eso, Isaías tiene palabras muy duras contra Babilonia y Asiria (Is 21,1-10; 14,24-27), Jeremías contra Egipto y Arabia (Jr 25,19; 25,24), Ezequiel contra Tiro y Sidón (Ez 28,1-19; 28,20-23), Amós contra Filistea (Am 1,6-8), Joel contra Fenicia (Jl 4,4-8), Abdías contra Edom (2-15), Nahum contra Nínive (2-3) y Sofonías contra Etiopía (2,12).

Incluso los salmos, las más bellas oraciones de la religiosidad israelita, incluyen duras frases contra los enemigos. El salmo 137, por ejemplo, dice: “¡Ciudad de Babilonia, feliz el que tome a tus hijos y los estrelle contra la roca!” (v.8-9). En el salmo 109 se pide para el enemigo: “Que se muera joven. Que otro ocupe su cargo. Que sus hijos queden huérfanos. Que su mujer quede viuda. Que sus hijos tengan que pedir limosna. Que un acreedor le quite todos sus bienes. Que entren ladrones en su casa. Que sus descendientes sean exterminados” (v.8-13). Y el salmo 58 reza: “Dios mío, rómpeles los dientes de su boca, arráncales esos colmillos de leones. Que desaparezcan como el agua que se escurre. Que se pudran como la hierba que se pisa. Que sean como un niño abortado que nunca vio la luz” (v.7-9).

Resulta admirable la actitud de Oded, predicando el amor a unos enemigos luego de un sangriento combate

Hasta el profeta Jeremías suplica el mal para quienes intentaron matarlo: “Señor, haz que sus hijos sufran hambre, y mueran desangrados por la espada; que sus mujeres queden sin hijos y viudas; que sus maridos sean asesinados (Jr 18,21).

Muy virtuoso para ser falso

Era la mentalidad normal del antiguo Oriente, compartida también por el pueblo de Israel. Por eso resulta admirable la actitud de Oded, predicando el amor a unos enemigos luego de un sangriento combate. Oded fue capaz de ver en aquellos judaítas desnudos, heridos y esclavizados, algo más que un botín de guerra. Percibió en ellos el semblante de unos hermanos queridos que suplicaban dignidad. Por eso, desafiando a las autoridades del ejército, a la práctica de la guerra, y a la mentalidad de la época, alzó su voz para reclamar de sus compatriotas el amor y la misericordia con esos pobres desdichados. Oded se convirtió, así, en un predicador revolucionario y único en la historia del profetismo.

El incidente de Oded difícilmente pudo haber sido inventado. Porque el autor de las Crónicas es muy crítico cuando habla del Reino de Israel y de los samaritanos. Y si, aun así, se atrevió a contar un episodio destacando la bondad y el perdón de los samaritanos hacia sus enemigos, es porque el hecho realmente había sucedido.

Un sucesor más famoso

Después de este suceso, el profeta Oded desapareció de la Biblia. Nunca más se supo de él. Sin embargo, ocho siglos más tarde Jesús de Nazaret rescató su historia en una de sus más extraordinarias parábolas: la del buen samaritano.

Lucas es el único evangelista que la relata. Dice que, en cierta oportunidad, Jesús le contó a un doctor de la Ley esta historia, que todos conocemos. Un hombre viajaba de Jerusalén a Jericó, cuando fue atacado por unos ladrones, que lo golpearon y robaron todo, dejándolo medio muerto. Casualmente viajaba por allí un sacerdote, que, al ver al herido, lo dejó tirado. Lo mismo hizo un levita que pasaba por el lugar. Pero un samaritano lo vio, y apiadándose de él se acercó, vendó sus heridas, echó en ellas aceite y vino, lo montó en su cabalgadura y lo llevó a una posada donde lo atendió personalmente. Luego lo dejó al cuidado del posadero, pagando por adelantado los gastos (Lc 10,30-37).

Muchos biblistas piensan que la narración de Jesús está basada en el episodio de Oded, por las numerosas semejanzas que hay entre ambos textos. En efecto:

1) En la historia de Oded, las víctimas eran judías (2 Cro 28,6). En la parábola de Jesús, la víctima es un judío (Lc 10,30).

2) En la historia de Oded, los hombres fueron heridos y despojados de sus bienes (2 Cro 28,15). En la parábola de Jesús, el hombre fue herido y despojado de sus bienes (Lc 10,30).

3) En la historia de Oded, las autoridades (militares) no tuvieron compasión de los heridos (2 Cro 28,9). En la parábola de Jesús, las autoridades (religiosos) no se apiadaron del herido (Lc 10,31-32).

Rescatando las enseñanzas

4) En la historia de Oded, quien se compadece es un samaritano, enemigo de las víctimas (2 Cro 28,9). En la parábola de Jesús, quien se compadece es un samaritano, enemigo de la víctima (Lc 10,33).

5) En la historia de Oded, los samaritanos ungieron con aceite a los heridos (2 Cro 28,15). En la parábola de Jesús, el samaritano unge con aceite al herido (Lc 10,34).

6) En la historia de Oded, los samaritanos montaron a los heridos en cabalgaduras (2 Cro 28,15). En la parábola de Jesús, el samaritano monta al herido en su cabalgadura (Lc 10,34).

7) En la historia de Oded, los samaritanos los llevaron hasta Jericó (2 Cro 28,15). En la parábola de Jesús, el samaritano lo llevó a Jericó (Lc 10,30).

8) En la historia de Oded, los samaritanos se hicieron cargo de los gastos (2 Cro 28,15). En la parábola de Jesús, el samaritano se hace cargo de los gastos (Lc 10,30).

9) En la historia de Oded, los enemigos son llamados tres veces “hermanos” (2 Cro 28,8.11.15). En la parábola de Jesús los enemigos son llamados tres veces “prójimo” (Lc 10,27.29.36).

10) En la historia de Oded, los samaritanos cumplieron la voluntad de Dios con un acto de caridad (sin necesidad del Templo). En la parábola de Jesús, el samaritano cumple la voluntad de Dios con un acto de caridad (sin necesidad del Templo).

Actualmente Oded resulta casi un desconocido. Sin embargo, gracias a Jesús, hoy existe un samaritano sumamente famoso que recuperó para siempre la enseñanza de aquel extraordinario profeta de la solidaridad.

Liberar al prisionero

Oded es una de las figuras más entrañables del antiguo Israel. Fue el único profeta que se animó a proponer el amor y la compasión por los enemigos, y nada menos que a los militares de su tiempo, luego de un conflicto bélico. Pero su mensaje revolucionario pronto fue olvidado. Por eso, siglos más tarde, los judíos seguían enseñando: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo” (Mt 5,43).

liberar al prisioneroJesús de Nazaret decidió reflotar aquella enseñanza. No se cansó de repetir: “Yo les digo: amen a sus enemigos, hagan el bien a quienes los odien, bendigan a los que los maldigan, y recen por los que los difamen” (Lc 6,28). Y lo ilustró con la parábola del buen samaritano.

Sin embargo, para muchos cristianos esta sigue siendo una propuesta utópica, por no decir impracticable. Porque creen que perdonar es señal de debilidad, de sumisión, de humillación. Creen que perdonando se está dando la razón al enemigo. Pero no es así. Perdonar a quien nos ha ofendido es el comienzo de la sanación interior. Es señal de fortaleza, de vitalidad, de querer recuperar la libertad interior.

En cierta oportunidad, dos antiguos presos de la Segunda Guerra Mundial conversaban sobre los días compartidos en el campo de concentración; rememoraban las torturas, el frío, el hambre, el aislamiento padecido, y la muerte de tantos conocidos suyos. Uno de ellos preguntó: “¿Recuerdas a aquel guardia de la cárcel que nos maltrataba, golpeaba y humillaba permanentemente?”. “Sí”, contestó el otro con lágrimas. “¿Pudiste perdonarlo?”, preguntó el primero. “No. No lo hice, y jamás lo haré”. Su amigo replicó: “Entonces todavía sigues en prisión”.

El rencor encarcela, enferma, limita. Nos hace vivir en el pasado. Nos envenena de a poco, haciéndonos sentir una y mil veces el mismo dolor. Nos hace resentidos, llenando de tristeza y rabia el cuerpo y el alma. No hay ninguna ventaja en la falta de perdón. En cambio, cuando uno perdona, pone en libertad a un prisionero. Ese prisionero es uno mismo.

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