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Una buena noticia para los pobres[1]Se resume en este artículo dos colaboraciones de Rufino aparecidas en las revistas Sinite, 1988, pp.11-20, y Pastoral Misionera, 1982, pp. 69-79.
Una mala noticia para los ricos
La buena noticia de Jesús
No podemos olvidar, al hablar de evangelización, que «Evangelio» significa Buena Noticia, la Buena Noticia proclamada por Jesús como «el primero y más grande evangelizador».
Y esta Buena Noticia consiste básicamente, como es sabido, en que el Reino de Dios se acerca, y se acerca como promesa y fuente de felicidad y de liberación total para el hombre. Ahora bien, sobre esta gozosa Noticia conviene anotar estas dos cosas:
Que es una Buena Noticia para los pobres y una mala noticia para los ricos (Lc 6, 20 y 24). Es decir, se trata de una Buena Noticia que solo se hace real partiendo de los pobres en orden a una nueva fraternidad entre los hombres que nos descubra a todos el sentido de la verdadera felicidad. En las condiciones reales de nuestro «mundo», la Buena Noticia del Reino subvierte de forma radical el «orden presente», y trata de inaugurar, en contra de ese orden, una «tierra nueva».
Evangelizar implica fundamentalmente estas tres cosas: el anuncio, el testimonio y la praxis. Y el gran mérito de la Evangelii Nuntiandi consiste en haber colocado estas tres cosas en su verdadero orden:
Lo primero es la praxis transformadora de la realidad según las exigencias del Evangelio (nn. 18 y 19). Esta praxis implica unas opciones, una forma de vida entregada, una lucha incondicional contra todos los obstáculos que se oponen a la liberación del pueblo. Sin esto, tanto el testimonio como el anuncio se quedan en el vacío, carentes de toda consistencia real.
Lo segundo es el testimonio, que redunda espontáneamente de la praxis, que es frecuentemente el «testimonio sin palabras», «proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz» (n. 21), y del cual recibe el anuncio toda su fuerza y todo su poder de convicción.
Y lo tercero es el anuncio que, en cuanto enraizado en la praxis y en el testimonio, es también imprescindible como explicitación necesaria del sentido último de lo que se está queriendo expresar con ambos (n.22).
Mucho me temo que nuestra evangelización carece muchas veces de la fuerza real del Evangelio porque nos hemos acostumbrado en la Iglesia a una inflación del aspecto de anuncio verbal y doctrinal de la fe cristiana, desatendiendo los aspectos fundamentales y primordialmente decisivos: la praxis y el testimonio.
La buena noticia de Jesús en el ámbito de los pobres
En el tema de la evangelización es donde aparece en toda su importancia eso que se va haciendo ya conciencia común en la Iglesia: la «opción preferencial por los pobres».
En el Vaticano II quedó ya recogida con toda claridad esta exigencia: «La Iglesia reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y sufriente». Por tanto, «como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación».
Y en la Nota que la Comisión episcopal para la doctrina de la fe, de la Conferencia episcopal española, escribió no hace mucho «sobre algunas cuestiones eclesiológicas», se dice expresamente, referido al ministerio episcopal: «Como siervo, el ministro de la Iglesia ha de tener en el centro de su servicio de comunión la preocupación por los pobres».
La conciencia está clara. Y no hay que minusvalorar la importancia de los cambios de conciencia en ningún grupo humano, tampoco en la Iglesia. Esto ha contribuido a que hayan ido produciéndose, en buena medida, cambios notables en el «anuncio» del Evangelio, incluso en las instancias oficiales de la Iglesia, como acabamos de ver.
Pero queda mucho camino por recorrer en los aspectos más exigentes de la evangelización: la praxis y el testimonio. Es decir, en lo que la evangelización comporta de conversión, de desinstalación, de encamación en los ambientes a que debería dirigirse prioritariamente la acción evangelizadora. No deja de ser preocupante la constatación de que «los grandes ámbitos humanos en los que la Iglesia está particularmente ausente» sean precisamente aquéllos en que debería estar particularmente presente, algo así como el centro de operaciones de la Iglesia desde el que irradiar a otros lugares su actividad evangelizadora.
Hay que preguntarse, ante todo esto, dónde están situadas nuestras curias episcopales, y las principales fuerzas de la Iglesia. Cristo «acampó entre nosotros», pero su primera acampada fue un pesebre, durante toda su vida acampó entre los pobres, para terminar, acampando «fuera del campamento» judío, en el «lugar del oprobio», como se nos dice patéticamente al final de la Carta a los Hebreos (Hbr 13, 11-14).
Pienso que el problema de la evangelización obliga a romper no pocos esquemas. Evangelizar es el asunto de Dios que nos traemos entre manos en la Iglesia, y este asunto se ventila en medio de las cosas temporales donde se decide la suerte de los hombres. No hay cosa más sagrada para los cristianos que la evangelización de los pobres, desde la opción por los pobres y la identificación con ellos que marcó el ministerio de Jesús. Nada más peligroso aquí que la distinción entre diferentes órdenes de personas en la Iglesia o la demarcación de diversos ámbitos. Lo decisivo en esta cuestión va por otro camino: por debajo de todo eso, nadie puede escapar a las exigencias profundas del momento de encamación que implica la evangelización. Si este momento se olvida, se corre el grave riesgo de desfigurar radicalmente los dos elementos constitutivos más importantes de la evangelización: la praxis y el testimonio.
Y estos elementos ponen a prueba, evidentemente, a todo ministerio eclesial, también al episcopal y presbiteral. Es lo que afirmaba con toda claridad la Nota de los obispos «sobre algunas cuestiones eclesiológicas», a que ya nos hemos referido, a propósito del ministerio episcopal: «la mejor prueba de fidelidad al ministerio recibido» será precisamente «su presencia pobre entre los pobres». Y, desde ahí, podrán dedicarse con toda seriedad a esta tarea que les señala el Concilio: «consagrarse totalmente a los que, de alguna manera, perdieron el camino de la verdad o desconocen el Evangelio».
Una Iglesia que anuncia el evangelio debe elegir ser pobre
Un presupuesto básico para dar con la verdadera Iglesia consiste en no escamotear las cuestiones fundamentales. Y el presente título alude al punto de partida necesario para ir a la raíz de un problema que ha sacudido a la Iglesia en todos sus momentos cruciales.
La primera cuestión, por tanto, que habría que dilucidar, es la siguiente: una Iglesia fiel a Jesucristo debe leer lo de «¡bienaventurados los pobres!» como algo dirigido, ante todo, a ella misma.
Parece claro, según los entendidos, que las bienaventuranzas de Jesús, tal como aparecen en el Evangelio de Mateo, hay que leerlas como dirigidas primariamente a su grupo, como expresión de sus pretensiones fundamentales sobre el mismo, de modo que en ellas queda sintetizado lo que el grupo tiene que ser, desde qué opciones se constituye como tal.
La primera cuestión, por tanto, que habría que dilucidar, es la siguiente: una Iglesia fiel a Jesucristo debe leer lo de «¡bienaventurados los pobres!» como algo dirigido, ante todo, a ella misma.
Se trata, antes que nada, de una interpelación a la Iglesia misma en algo de que depende radicalmente su fidelidad a Jesucristo. Elegir ser pobre es para la Iglesia el primer paso en el seguimiento de Jesús, que, si lo da mal, le hará caminar toda entera en una dirección equivocada.
Pues bien, la cuestión que nos ocupa alude a un modo muy particular de conversión, al cambio más profundo y más radical exigido a la Iglesia en nuestro tiempo: su cambio de lugar social. Y esto no por razones de acomodación a un momento histórico determinado, sino a causa de su fidelidad a Jesucristo.
Si la Iglesia de Jesús tiene que elegir ser pobre quiere decir, al mismo tiempo, que debe evitar a toda costa la contradicción de configurarse como Iglesia que habla a los pobres y les llama sus preferidos, pero desde fuera de ellos. Se trata de un problema previo de identificación con los pobres para construirse como Iglesia desde ellos, desde su sufrimiento y desde su situación subyugada, de modo que fuera de esa relación jamás podrá identificarse como Iglesia. Una Iglesia así no necesitará decir que va a los pobres, que es para los pobres, o que sus preferidos son los pobres, porque será una Iglesia que viene de los pobres, y desde ellos se verá obligada, en el seguimiento de Jesús, a identificarse como pobre.
Por eso quisiera recordar aquí, finalmente, que elegir ser pobre es para la Iglesia el camino obligado para experimentar el gozo de sentir en su propio centro, de saber que está en condiciones de poder cumplir su misión fundamental de recrear el mundo desde esa fuerza desconcertante y provocativa para el mundo que irrumpe en las bienaventuranzas.
Sólo desde esa elección podrá saber, sin ambigüedades y sin contradicciones, para qué ha sido elegida por Dios, y decir «¡bienaventurados los pobres!» con la convicción de quien se sabe, por propia experiencia, incluida en ese ámbito de felicidad verdadera.
Cuando la Iglesia se concentra en este núcleo vivo de su fe está dispuesta a revisar sin temores, y con todos los despojamientos necesarios, su propia organización, su ordenamiento institucional, su forma de autoridad, los medios que está empleando en su praxis pastoral, etc., de modo que se vea con claridad que todo eso es asumido solo en la medida en que es un servicio a la causa de los pobres, y es rechazado sin miramientos en la medida en que se vuelve un obstáculo contra ella.
Una Iglesia capaz de proclamar “¡ay de vosotros, los ricos!”
Yo creo que topamos aquí con un problema para la Iglesia actual más grave aún que el anterior. Si somos sinceros, tendremos que reconocer que nos encontramos en una Iglesia que, desde tiempo inmemorial, ha admitido tranquilamente a los ricos en su seno; y los ha admitido acríticamente, es decir, sin que el hecho de incorporarse a la Iglesia entrara para nada en conflicto con su condición de ricos.
En una Iglesia así no ha habido más remedio que relegar muy a segundo plano, o tergiversar, y, desde luego, no considerar como dirigidas a la Iglesia misma, palabras de Jesús tan importantes como estas: «ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo!” (Lc 6,24). Que es como decir: ya tenéis la felicidad que da el dinero, y que incapacita radicalmente para experimentar la felicidad que viene de Dios. «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!… Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios» (Mc 10, 23-25).
Nos encontramos, efectivamente, ante un texto en el que se expresa con toda su fuerza la radicalidad del Evangelio, pero que es a la vez un punto clave desde el que hay que medir constantemente nuestra identidad cristiana.
El caso es que, en la actual situación de la Iglesia, lo que aparece más bien es que a los ricos les resulta fácil estar en ella, y a los pobres se les ponen las cosas difíciles. Acaso la tragedia mayor de la Iglesia desde la revolución industrial, como se ha reconocido ya expresamente, consista en el hecho patente de que las clases pobres se le han ido de las manos por estar ella colocada en otra parte.
Las consecuencias de esto han sido numerosas y bien graves, algunas tan importantes como estas:
a) Dar curso libre a un tipo de «pobreza de espíritu» que ha servido para tranquilizar la conciencia de los ricos, pudiendo asegurar su salvación sin que eso entre en colisión con sus riquezas.
b) Dejarse utilizar como Iglesia para legitimar religiosamente las injusticias sociales. Cuando se está del lado de los ricos y de los poderosos, y en alianza con ellos, es fácil encubrir esta realidad sangrante que está a la base de nuestra sociedad injusta: que la riqueza de los ricos no es inocente, sino lograda estructuralmente a base de empobrecer a otros, y de colocar a amplias mayorías en condiciones de inferioridad social.
c) Haber llegado a enseñar que el que haya ricos y pobres es de ley natural, predicando en consecuencia la resignación de los pobres en su pobreza, porque justamente así son los preferidos de Dios, y justamente así se refiere a ellos lo de «¡bienaventurados los pobres!». Con esta terrible contrarréplica: el aprovechamiento por parte de los ricos de esta resignación de los pobres para una mayor explotación social.
d) Perder de vista el significado profundo de la comunión eclesial. Decir que la Iglesia es una «comunión» alude muy directamente a entenderla y construirla entre todos como una familia de hermanos, donde toda desigualdad profunda entre unos y otros, incluida la desigualdad económica, y no digamos toda explotación o todo enriquecimiento de unos a costa del empobrecimiento de otros, se desenmascare llamándolo con su verdadero nombre: un insulto intolerable a la familia, y una destrucción de la familia.
e) Y otra consecuencia importante, para terminar: volver irrelevante el signo más expresivo de la verdadera Iglesia, la celebración eucarística. Pienso que la causa principal de deformación de la Eucaristía ha sido configurarla de tal manera que quepan en ella pobres y ricos, explotados y explotadores, sin que eso haga problema, es decir, perdiendo de vista por completo que esa es la cuestión central que debería ventilarse en toda celebración eucarística.
En resumen: dos cosas más urgentes se desprenden de aquí para una Iglesia que quiere ser fiel a Jesucristo. La primera, sentirse interpelada profundamente ella misma por las palabras de Jesús: «jay de vosotros, los ricos!». La segunda, someter a discernimiento la presencia de los ricos en su seno, de manera que no permanezcan en ella sin conversión, es decir, sin pasar por el ojo de la aguja. Nada más urgente ahora mismo para la identidad eclesial que el que los ricos no dispuestos a este tipo de conversión, es decir, no dispuestos a elegir ser pobres, se sientan prácticamente excluidos de una Iglesia que camina claramente en otra dirección.
Notas
↑1 | Se resume en este artículo dos colaboraciones de Rufino aparecidas en las revistas Sinite, 1988, pp.11-20, y Pastoral Misionera, 1982, pp. 69-79. |
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