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Y, entonces, el relato cambió. Aquel verano, el de 2022, se habían registrado records de temperaturas por doquier. La Agencia Española de Meteorología (AEMET, 2022) había confirmado que el verano meteorológico (junio-agosto) en España había superado en 0.4 grados centígrados al verano más cálido –el de 2003– desde que se había iniciado la serie de registros en 1961. Sí, aquel verano había logrado que ya no fueran necesarios más argumentos para que muchas personas aceptasen que el cambio climático efectivamente estaba ocurriendo. Su experiencia personal les había convencido. Habían vivido la prueba, refugiadas en las burbujas de aire, pegadas a los ventiladores o al borde de sus piscinas. Afortunadas éstas. Muchas otras no lograron superarlo: murieron. Dieciocho personas cada día en España.
El cambio climático se hizo verdad. Siempre lo había sido. Pero no para todo el mundo. Y entonces fue cuando…
¿Qué seremos capaces de hacer para seguir el relato?
¿Por qué no hemos sido capaces de hacer lo que hace tiempo sabemos que precisábamos hacer?
En los años 70s del siglo pasado la cuestión ambiental entró en la agenda pública; en los 80s ya hubo un consenso internacional de que existe el proceso del cambio climático. Y en esa misma década surge el movimiento de justicia ambiental, antecedente directo del movimiento de justicia climática, señalando la desigualdad que hace que el coste del daño climático recaiga más en quien menos contribuye a provocarlo.
¿Por qué hemos tardado décadas en que el problema del cambio climático ocupe la conversación social común? Entre otros factores de este retardo, hay que contar que también en los años 80s los empresarios más poderosos de la industria de los materiales fósiles pusieron en marcha un lobby, un instrumento de divulgación y presión negacionista del cambio climático, para evitar que se hablase de ello y que, si se hablaba, al menos no se creyese (Brulle, 2021), desplegando sofisticadas campañas) para intoxicar la opinión pública (Almirón y Xifra, 2021).
La evidencia y la negación de la evidencia llevan en guerra discursiva y mediática un cuarto de siglo. El cambio climático ocupó por primera vez la primera página de un periódico en 1988, al mismo tiempo que se impulsaba la creación del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC), encargado de recoger y sistematizar toda la investigación científica sobre cambio climático en informes periódicos para tomarlos como base para las decisiones políticas.
¿Pero cómo sacar la discusión fuera de las salas académicas y de los despachos políticos? En la Cumbre de la Tierra en Río, en 1992, ya sonaron voces reconociendo que se necesitaba un esfuerzo comunicativo importante (Eden, 1996). Pero en ese momento el problema comunicativo se concibió como un problema de traslado del mensaje: hacerlo llegar desde el foro de la ciencia al espacio de la ciudadanía.
Se piensa, por tanto, en una acción unidireccional. Y se genera un patrón comunicativo y narrativo que aún perdura, y que en parte explica por qué estamos tardando tanto en adoptar decisiones firmes para frenar el calentamiento. Estos son algunos de los rasgos de ese patrón narrativo:
Visto como problema medioambiental. El estereotipo visual de esta concepción del problema era el humo, las chimeneas industriales, la contaminación del aire. En esta narración, las personas eran las víctimas de un medio ambiente deteriorado que representaba un problema para la salud.
Escenario de catástrofe. Este escenario se adoptó muy pronto y aún persiste. El relato sigue el hilo argumental del miedo. El presupuesto pedagógico que sostiene esta narración es que si la población se asusta, reaccionará. Pero, claro, el miedo es una emoción y la conducta social no transcurre solamente por los senderos del miedo y las emociones, se modela también con programación (educación, leyes, valores, infraestructuras, medios…).
Y además, el público se acostumbró a los mensajes de catástrofes. La imagen del desastre se volvió familiar. Y el sentimiento de impotencia movió a la psique a buscar compensaciones: cuando se siente que nada puede hacerse frente a una amenaza que nos desborda, el espíritu levanta refugios alternativos a la acción. La autocompasión, el cinismo, delegar la responsabilidad en otros, la pasividad complaciente, no hacer nada puesto que nada puede frenar la catástrofe que se avecina, rogar a Dios o, incluso, aceptar la catástrofe resignadamente como castigo divino.
Modelo científista. La narración científica se impuso desde el inicio. De las ciencias físicas y naturales se hereda el empirismo, el método, los códigos expresivos, la epistemología. La ciencia y su imperativo de ser objetiva, de estudiar objetos separados del sujeto que los estudia. Ahora el objeto era el clima y su evolución. Las y los científicos eran la autoridad y debían seguir la premisa de distanciarse de lo estudiado, evitar contaminarlo de su subjetividad. Y a ello había que sumar la garantía científica, la comprobación. Sin prueba, no hay certeza para la ciencia. Son las reglas del código científico.
Pero a la comunicación la guían otras reglas. El cambio climático opera en ciclos largos, no permite observar la cadena causa-efecto en un único día. Los efectos de la acción de hoy, se confirman tres décadas después. La evidencia científica requiere paciencia. La evidencia informativa y mediática no admite demoras. El relato mediático no convence si solo puede ofrecer hoy la foto de la causa y te pide esperar treinta años para mostrarte la foto del efecto. Cuando el periodismo logra la foto, llega tarde a la denuncia y nunca consigue que en la misma imagen aparezcan el destrozo y quien destroza. No logra la evidencia probatoria que exigía el modelo científico.
Y además hereda de la ciencia otro inconveniente: la cascada interminable de gráficos, datos estadísticos y abstracciones. Todo se orientó a explicar, explicar y explicar. La comunicación entendida como una clase magistral impartida a toda la humanidad. Por eso, en 2007, se concede a Al Gore el Premio Nobel de la paz por su “contribución a diseminar –subrayado mío- un mayor conocimiento sobre el cambio climático causado por el hombre…”. Al Gore había recorrido en 2006 numerosos países con su campaña Una verdad incómoda, convirtiendo después su gira en un documental y ganando un óscar de la Academia de Cine. Los gráficos y las imágenes espectaculares de la Tierra llenan el fondo de un gran escenario y el conferenciante experto los explica a dos metros de altura por encima del público. Disemina el saber como el aspersor disemina el agua.
El premio fue compartido con el IPCC pero Al Gore se erige como modelo de referencia. Florecen numerosos seguidores del modelo que se basa en el presupuesto llamado déficit de conocimiento: creencia de que las personas no actúan porque les falta conocimiento del problema.
Así es como se cronifica la forma de entender el problema comunicativo como una cuestión de traslado de un mensaje. Traslado racional y unidireccional.
Poetización de la Naturaleza. A comienzos de la segunda década del siglo xxi ya se reconoció que la comunicación sobre cambio climático constituía un campo académico específico de conocimiento. Y las expertas de este campo alertan de que es preciso implicar al sentimiento en la comunicación. Ante esta llamada, entran en escena una gran variedad de relatos basados en el amor a la Naturaleza, la Madre Naturaleza, la adoración de la Naturaleza y la antropomorfización de la Naturaleza, entre otros. Actrices Como Salma Hayek o Penélope Cruz pusieron sus voces a una campaña en ese sentido.
Vivir en la no-naturaleza elimina el
imperativo ético de tener que cuidar la
naturaleza
Y, en paralelo, las bellas narraciones de las escapadas a la naturaleza. Pero sólo se puede escapar a la naturaleza desde algún lugar que no sea la naturaleza. Así es como este concepto de la escapada a la naturaleza inventa la existencia de la no-naturaleza, como si tal lugar pudiera existir.
No existe, pero es muy útil para contribuir a que todo siga igual: vivir en la no-naturaleza elimina el imperativo ético de tener que cuidar la naturaleza. Nos libera de la responsabilidad de tener que reconocer a cada instante qué es lo que pisamos, tiramos, consumimos, gastamos o derrochamos.
Esa es la funcionalidad de objetivar la naturaleza, de convertirla en un objeto –de deseo, de estudio, de consumo, de admiración, de contemplación, de explotación- separado del sujeto.
Despolitización científica del problema. Lo dicho siempre encierra lo no dicho. Así como la escapada a la naturaleza afirma sin nombrarla a la no-naturaleza, el discurso que explica el cambio climático mediante parámetros abstractos (temperaturas, emisiones, niveles de concentración de gases…) permite eludir la conexión narrativa con la acción de las personas y las instituciones.
Despolitizar un problema consiste en
borrar su vínculo con las decisiones de
las instituciones humanas
Leemos, por ejemplo, en la página oficial de Iberdola: “El cambio climático no solo es una seria amenaza para el planeta y las personas…”. Repasemos esta gramática explicativa: ¿quién daña a quién según esa frase? Otro ejemplo, ahora de la empresa Acciona: “Las emisiones de CO2 han aumentado un 50% desde 1990”. Repasemos el enunciado: ¿acaso las emisiones actúan autónomamente?
En muchos relatos sobre cambio climático encontramos este tipo de villanos –los malos de la película-: el aumento de las temperaturas, los gases de efecto invernado, las emisiones de gases, el aumento del nivel del mar, el deshielo de los polos…
La investigación en comunicación del cambio climático ha confirmado esta despolitización narrativa del fenómeno. Un auténtico agujero negro discursivo que nos hace perder de vista el origen, la causa, un responsable del cambio climático con el que pudiésemos hablar. ¿Cómo decirle a la temperatura que deje de molestarnos subiendo y derritiendo los glaciares? ¿Cómo regañar a los gases invernaderos o denunciarles por ecocidio? Despolitizar un problema consiste en borrar su vínculo con las decisiones de las instituciones humanas. Remitir la solución del problema únicamente a la conducta individual de reciclado de envases, por ejemplo, también es despolitizar. Las infraestructuras comunitarias, el marco legal, el modelo de viviendas o de transporte, son productos políticos y se vinculan directamente con el cambio climático. Sin el cambio en esos productos políticos no se puede frenar ni mitigar el cambio climático.
Negacionismos de segunda generación. La comunicación sobre cambio climático se ha desarrollado desde sus inicios como una comunicación en estado de guerra retórico (Hoffman, 2015). Pero la guerra discursiva no cesa, solo se desplaza. A medida que se hace más difícil negar el cambio climático, se va dejando de discutir su existencia, pero, a cambio, se sigue negando su causa y, sobre todo, se niega la necesidad de decisiones políticas para solucionarlo.
A eso se dedica el negacionismo de segunda generación, a dejar el problema en manos de la industria y el mercado. Niega los límites del crecimiento reconocidos por la ciencia (Meadows, 1972) y los límites del planeta, igualmente ya estimados (Rockström et al., 2009). Niega la escasez energética que ya estamos afrontando y que crecerá; y niega la necesidad de regular esa escasez. Regular, ¿para qué? Para evitar que se reparta de modo desigual e injusto.
Este negacionismo promociona la ilusión de que existen alternativas tecnológicas sustitutorias y suficientes, pero oculta las cuentas de esos otros costes energéticos. Niega que sea preciso reducir el consumo. Niega que sea preciso administrar políticamente la escasez para asegurar que el mínimo vital alcanza a todo el mundo. Propone como solución al mercado, antes que la decisión democrática. La norma del dinero frente a la norma de la razón y la justicia: si la energía escasea, que la disfrute quien pueda pagar. Y quien pueda pagar, que se libre de tener que cuidar la casa común.
Esa casa común – reconoce el Papa Bergoglio en su segunda encíclica (2015, Laudato si´, mi´Signore) es la “hermana con la cual compartimos la existencia”, y respecto a la cual “Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla”, pero causarle daño ecológico a la casa común constituye un pecado, el ecocidio, que el propio Papa ha planteado a los juristas. A la luz, claro, de una nueva sabiduría que precisamos consolidar.
Renovar nuestra sabiduría
En el relato clásico siempre había un sabio, un mago, un hada, un maestro… una figura de autoridad y tutela.
Aquí, tenemos a la ciencia. Representada como voz que fluye en una dirección. Incluso cuando reclamamos Escuchen a la ciencia estamos asumiendo esa unidireccionalidad.
La Cumbre de la Tierra de Río 1992 dijo bajito: esto es un problema comunicativo. Las sucesivas cumbres han ido susurrando: seguimos sin comunicarlo. La COP23 quiso intentar algo: puso en marcha el proceso llamado.
Para convertir el relato en
transformaciones reales, es preciso
que emerja del diálogo
Diálogo de Talanoa. Talanoa es un término adoptado de un concepto tradicional de Fiji y los pueblos indígenas del Pacífico que remite a la práctica de compartir narraciones sobre ideas, experiencias y habilidades para tomar decisiones sabias para el bien común, evitando las luchas de poder en las negociaciones. El proceso se cerró sin grandes progresos.
Pero la deficiencia quedó reconocida. Y la investigación en comunicación anduvo en la cumbre de Glasgow en 2021 replanteándose que el espacio mismo es una herramienta o facilita el diálogo.
Siguiente paso: pensar el espacio del diálogo para la transición cultural y energética. Hay una línea de reflexión-acción comunicativa explorando la forma de pasar de las tarimas a otros espacios, más redondos, más inclusivos, menos unidireccionales. Articular una autoridad epistémica que no solo sea científica. Una institucionalidad académica crítica, mixta, híbrida, compartida, que genere no sólo explicación racional del pasado, sino trayectos sabios de futuro. Y todas las sabidurías están convocadas a la formulación de esa narrativa. Las populares, las de los pueblos originarios, las de la experticia, las del espíritu. Una narrativa que requiere una firma colectiva y que arranca de una premisa: para convertir el relato en transformaciones reales, es preciso que emerja del diálogo, de una ciencia que no sea solo exhibición de conocimiento sino escucha y conversación social.
REFERENCIAS
Brulle, R. J., 2021, «Networks of Opposition: A Structural Analysis of U:S», Climate Change Countermovement Coalitions 1989-2015, Sociological Inquiry 91 (3) 603-624.
Eden, S, 1996, «Public participation in environmental policy: considering scientific, counterscientific and non-scientific contributions», Public Understanding of Science, 5 (3) 83–204.
Hoffman, A. J., 2015, How Culture Shapes the Climate Change Debate, Stanford University Press, Stanford.
Meadows, D. H.; Meadows, D. L.; Raders, J., y Behrens III, W. W, 1972, The Limits to Growth. A Report for the Club of Rome´s Project on the Predicament of Mankind, Universe Books , Nueva York:, 1972.
Met Office, 2022a, A milestone in UK climate history, 22/07/2022.
Rockström, J., et al., 2009, «Planetary Boundaries: Exploring the Safe Operating Space for Humanity», Ecology & Society, 14 (2), art. 32.