Escrito por
Éxodo 119 (may.-jun.) 2013
– Autor: José Antonio Pérez Tapias –
Los ciudadanos de la Unión Europea, sobre cuyas sociedades se ceba la crisis inmisericorde que nos han echado encima, estamos como aquel personaje de la obra de Italo Calvino, El vizconde demediado, que andaba atónito por los campos tras las distintas mitades de su tío Medardo: ora tras la mitad mala del vizconde, la del Malvado, que por doquier pasaba destruyendo, ora tras la mitad benévola, la del vizconde Bueno que hacía el bien a todo el que se encontraba. Hay que recordar, por si no se tuviera presente, que el vizconde en cuestión quedó partido en dos mitades cuando fue desde Italia a Centroeuropa a la guerra contra los turcos y una certera bomba de estos le alcanzó, partiéndole justo por el medio. Cada mitad se las compuso como pudo, pero ambas decidieron volver a su lugar de origen. Después de todo, era el mismo vizconde añorando sus dominios.
NEGACIÓN DEL PUEBLO POR UN SOBERANO DEMEDIADO
Al soberano de nuestros Estados, como quiera que se lo conciba, aunque no puede entenderse de cualquier manera, le ha pasado como al vizconde del relato de Calvino. Se ha visto metido en una guerra, dura guerra por más que sea económica –ya dejó dicho Benedetti, con su certera palabra de poeta, que “las guerras nuevas no tienen semblante/ salvo el rostro sutil de las finanzas”–, y la metralla le ha partido por la mitad. Se le puede echar la culpa a la insuperable debilidad que arrastra todo ejército fragmentado, y no otra cosa es una Unión Europea solo superficialmente unida, como se puede apuntar también la escasa defensa que supone una moneda aparentemente fuerte, pero realmente muy volátil: el euro. Pero el caso es que esas causas de la desbandada de un ejército en retirada mal consuelo son para un soberano alcanzado de lleno en la batalla y partido en dos, con pocas posibilidades de que sus escindidas mitades vuelvan a reunirse armoniosamente.
Cuando la ciudadanía de esos Estados ve a sus respectivos soberanos tan dañados, trabajo le cuesta, primero, creer que quien parecía estar dotado de tanto poder como aparentaba esté ahora reducido a la más humillante impotencia; y, segundo, constatado lo anterior, ciudadanas y ciudadanos no hacen sino poner en solfa los pretendidos atributos de soberanía que la realidad se encarga de desmentir. Estados que se tenían por soberanos se hallan sutil o descaradamente intervenidos, con sus decisiones constantemente escrutadas desde instancias ajenas con escasa legitimidad democrática –como la Comisión europea– o con ninguna –como el FMI o un Banco Central Europeo en verdad sometido al control remoto del Bundesbank alemán–.
El pueblo, esa ciudadanía que se creía demos, por haber asumido que era sujeto de derechos que no solo habían de ser respetados, sino además ejercidos, especialmente los tenidos por derechos políticos de participación democrática, ha visto cómo su Estado pretendidamente soberano se ha ido quedando desnudo, como el famosísimo emperador de Andersen. La cuestión es que esa desnudez no induce ninguna conmiseración, sino, de entrada, un fuerte desapego, es más, una ácida crítica hacia los mecanismos de poder que ha dejado a la vista el despojo de los ropajes de la soberanía. Cuando a eso se le llama desafección hacia la política todavía responde al lenguaje del poder que se creía soberano, que siente cómo los ciudadanos no sólo le retiran el afecto, sino que le pierden el respeto. Es, por ello, más que desafección: es crítica sin contemplaciones.
No obstante, el pueblo, en medio de la lucha diaria por la supervivencia, todavía no se ha percatado lo suficiente del perverso juego que ha empezado a practicar con cada una de sus mitades un soberano demediado. Estas, dedicadas a tareas asumidas como propias en una guerra cruel en la que al pueblo, en nombre de los sacrificios que toda contienda bélica exige y que se ponen bajo la engañosa bandera de la “austeridad” –falseada para conseguir el engaño de las multitudes–, se presentan en su contraposición como tareas necesarias, insoslayables, para salvar a la sociedad de caer en el abismo. Así, se utilizan remedos de aquel lema que adornaba los cuarteles y con el que antaño todos los ciudadanos se topaban en cualquier rincón de su localidad, el “todo por la patria”, sin extraer las debidas conclusiones del hecho de que en esta guerra donde se nos ha metido de hoz y coz, esos ciudadanos hemos aprendido de una vez que el capital, que siempre aspira a vencedor, no tiene patria.
Así, el pueblo, en trance de verse liquidado como tal en lo que es más un democidio que lo que confusamente se quiere llamar austericidio, comprueba los alardes de cinismo de que son capaces los que detentan el mencionado poder soberano, venido a menos a fuer de su tremenda bipartición. Cuando ya nada se espera –los poetas, ¿dónde están los poetas, que bien harían en ejercer como profetas con sus insobornables denuncias?– de un poder desmentido en sus pretensiones por los hechos, a este parece no quedarle más camino que el de la mentira generalizada, el de la contradicción sin miramientos o el de una orwelliana neolengua absolutamente desvergonzada –o todo eso a la vez–. Todos los papeles están al descubierto, incluso los de un tal Bárcenas, tirando de la manta que tapaba las miserias de décadas de financiación irregular del partido hegemónico de la derecha española y españolista. Nada falta, pues, para que en respuesta al cinismo, el pueblo se instale en el descreimiento, resultado de un escepticismo que conduce a los bordes del nihilismo, sin muchas veces más trinchera para resistir que la agudeza de la ironía que a todas horas nos aprestamos a practicar.
Así, el pueblo, poco a poco, a golpe de injusto sufrimiento por los sucesivos ajustes que sobre él recaen, toma conciencia cada vez con más fuerza de lo que supone un soberano demediado, es decir, un Estado radicalmente menguado en sus funciones políticas a expensas del mercado que le domina, como se acusa sobre todo en la impotencia del gobierno de turno, incapaz de ir más allá de aplicar los mandatos explícitos e implícitos que los poderes financieros imponen. De este lado, el pueblo comprueba sobre sus doloridas espaldas cómo el soberano demediado actúa al modo del vizconde en su mitad malvada: recortes sociales y derechos ciudadanos amputados desde la despiadada ortodoxia neoliberal de un poder político, en verdad político a medias a lo más, pues sólo se limita a gestionar el avance hacia el abismo, es decir, la gran regresión a la que nos está llevando la gran depresión en la que nos han metido.
De otro lado, el pueblo también constata cómo el poder soberano reducido a la mitad, siendo generosos en la consideración, viendo que todo se hunde y el pueblo no levanta cabeza, sino todo lo contrario, trata de amortiguar el golpe desplazando a la beneficencia lo que eran políticas sociales de bienestar, así como dejando para la caridad lo que era objeto de la responsabilidad de los poderes públicos en la atención a derechos y necesidades de la ciudadanía. No escapa a la mirada de ésta, cada vez más avezada en descubrir los trucos del perverso juego de complementariedades en que las dos mitades de un Estado escindido se han embarcado, el hecho de cómo, desde el aparato estatal, desdoblado en esas dos vertientes de la más infausta Maldad y la más falsa Bondad, se reparten las funciones entre neoliberales y neoconservadores para ser unos y otros los encargados de las tareas más acomodadas a sus respectivos perfiles. Lo que la mitad maléfica destruye, la mitad benefactora trata de compensarlo, en hechos y dichos, como corresponde a una derecha que tiene claros los intereses sociales que defiende y la complementariedad de acciones y discursos que tiene que llevar a cabo para no perder pie en la lucha de clases –reactivada en tiempos de recursos escasos–, incluida la lucha ideológica, tan necesaria para el control social.
La ciudadanía, como pueblo al que ya no se le engaña, viendo la fatal esquizofrenia del Estado en el juego con cartas marcadas en el que está enfrascado –unas, del palo del Dr. Jekyll; otras, del palo de Mr. Hyde–, indaga atónita a lo largo y ancho de sus instituciones por donde pasa esa divisoria del soberano demediado. Con especial interés detiene la mirada allí donde la teoría, con su destilación en dogmas, dice que reside la soberanía nacional, la soberanía, por tanto, de ese mismo pueblo en tanto que delegada en sus representantes democráticamente elegidos, es decir, en el parlamento –o en los parlamentos, contando también los de las comunidades autónomas–. Afinando la vista, aunque sin necesidad de mucho esfuerzo, esa ciudadanía ha levantado acta de lo lejos que se van esos representantes respecto de quienes les votan, de manera que resulta francamente difícil reconocerlos como tales. Ese cuestionamiento de la representación política –no tanto en los principios, sino en su facticidad– no empece para que se perciba en quienes han sido elegidos para desempeñar ese reparto de funciones en la doble vertiente de lo claramente calificado como maligno –un proceder político impasible ante la injusticia en aras del control del déficit y la estabilidad financiera–, y lo amablemente describible, no ya como benigno, sino como ingenua bondad de una oposición atenazada. No todo se reduce a eso, pero el soberano demediado ha desencadenado tales dinámicas que esos dos polos vienen a engullir el bipartidismo y sus restos, dejando en medio el vacío de una amplia zona del espectro político donde se instalan nuevos protagonistas.
En definitiva, si puede hablarse de la impotencia resultante de esa partición a la que ha sido sometido un poder soberano que ha dejado de serlo, lo que se impone ineludiblemente es la constatación de la “furia demediadora” –como era el caso en la historia del vizconde demediado– del lado malo del poder partido, la cual, queriendo aparentar el poder que ya no tiene asume la destructiva lógica de un poder arrogante que conduce las instituciones a un autoritarismo postdemocrático –punto machaconamente subrayado, y con toda razón, por el comentarista Josep Ramoneda en muchos de sus artículos–. La ciudadanía, por tanto, incrédula respecto de doctrinas schumpeterianas sobre “destrucción creativa”, así como muy escaldada para aceptar prosaicos lemas apelando a hacer de la crisis una oportunidad, ha sacado la conclusión de que vamos por el camino equivocado de una destrucción que no deja de ser redundantemente destructora de todo un país.
El soberano demediado, en medio de la destrucción que no solo permite, sino que hasta promueve, ni siquiera respeta al pueblo a quien en su retórica considera a su vez fuente de su soberanía, es decir, soberano a su vez. Si el Estado y sus poderes ya no son en verdad soberanos, de tan intervenidos como están –soberanos e intervenidos, como magistralmente los ha vuelto a describir Joan Garcés–, y lo que les queda de soberanía se dirige negativamente hacia el pueblo ciudadano, es decir, para actuar negadoramente sobre los restos de soberanía que pudiera aún ejercer, ¿por qué seguir engañándonos con la soberanía, con lo que pensamos y decimos de ella y, peor aún, con lo que se hace con lo que de ella queda?
NECESARIA DESMITIFICACIÓN: CONTRA UNA SOBERANÍA SACRALIZADA
Visto lo visto, sorprende la mayoritaria y casi unánime posición fideísta que respecto a la soberanía se mantiene. Es cierto que de siempre, aunque de hecho no se diera en abundancia, cualquiera podía asombrarse de cómo desde los Estados y sus respectivos gobiernos, así como desde los partidos de su espectro político o, en general, desde los representantes de sus élites, se ha reivindicado con vehemencia la soberanía nacional. Pero eso que hasta podía verse como normal es lo que hoy resulta singularmente chocante. ¿Qué soberanía pueden reivindicar aquellos que consienten en que estemos intervenidos? Hace falta, ante una mirada tan patológicamente desiderativa, una doble cura: de humildad y de realismo. Para ambas cosas la terapia ha de incluir por fuerza una buena dosis de desmitificación del concepto mismo de soberanía.
Relativizar la noción de soberanía, desmitificándola o, si se prefiere, consumando respecto a ella la desacralización de la misma que se quedó a medias es lo que hay que hacer para sanear una vida política muy distorsionada por visiones del Estado apoyadas en una idea insostenible de soberanía nacional. Es de ella de donde arranca ese doble quehacer perverso que nos ha mostrado el análisis del soberano demediado: sometido a poderes económicos transnacionales –no soberano, por tanto– y crecido ante el propio pueblo al que se le roba una soberanía que, de suyo, habría de ejercerse en su nombre –un Estado impotente que abusa de su soberanía residual aplastando a quien debía ser pueblo soberano–.
El dogma de la soberanía nacional es la piedra angular que sostiene la correlación entre nación y Estado –hay que decir de camino que se constituye en piedra de tropiezo para pensar y poner en práctica un Estado plurinacional como el que en España necesitamos–. Aparte la urgencia que tenemos de revisar esa noción de soberanía para impulsar un federalismo pluralista, que ha de construirse a partir de la descentralización de un Estado que era unitario, la crítica hay que llevarla al punto en que se plantea la cuestión radical de la soberanía. Eso supone revisar el dogma, tal como lo recoge la Constitución de 1978, que dice que “la soberanía nacional reside en el pueblo español” (art. 1.2) –correlativo al que enuncia que “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” (art. 2)–. Tal dogmática, que por lo demás tiene el horizonte de vigencia que pueda tener el Estado español en la forma actual, que es lo que aparece cuestionado en su perdurabilidad –a no ser que la fórmula del federalismo pluralista se abra paso–, es absolutamente cuestionable, y debe ser cuestionada.
Tal idea de soberanía, que en el caso del Estado español se afirma y se traslada a la norma fundamental de la mano de un nacionalismo españolista hegemónico, es la que no se sostiene, ni por el cuestionamiento al que la someten los hechos, ni tampoco desde un punto de vista teórico. No obstante, puede pensarse que prescindir totalmente del concepto de soberanía nos acarrearía problemas indeseables, pues todavía lo necesitamos de alguna forma para pensar el Estado. Aunque el Estadonación está sometido a fuertes tensiones –rebasado y muchos casos reducido a la impotencia en el contexto de la actual globalización económica, como estamos viendo en la terrible crisis que padecemos, pero también instrumentalizado en esa misma situación para políticas de resurgimientos nacionalistas, de tipo reactivo y compensatorio en múltiples direcciones–, el Estado no es prescindible. Es esa necesidad respecto a él lo que parece que obliga a mantener el concepto de soberanía como necesario “resto” jurídico-político, lo cual impone manejar esa soberanía sabiendo, como indica lúcidamente el filósofo catalán Rubert de Ventós hacia el final de su libro Nacionalismos, que “ninguna soberanía tendrá todos los atributos de la soberanía”. Es decir, puestos a mantener la idea de soberanía, procede hacerlo pasándola por el filtro de una crítica seria que nos la devuelva desmitificada y secularizada y, por tanto, apta para un uso relativizado de la misma.
Mientras no se consiga esa secularización definitiva de la noción de soberanía, ella estará lastrando, con su carga mítica, las posibilidades mismas de reinvención del Estado, quedando atrapado éste en las redes del nacionalismo que trata de monopolizarlo. La soberanía esgrimida por cualquier nacionalismo, que en este caso actúa servilmente hacia poderes económicos o instancias externas y autoritariamente hacia dentro, tiene mucho del fondo teológico monoteísta del que procede. Por ello una soberanía mitificada funciona en un discurso monológico, con afán monopólico e interpretada de modo compacto como indivisible, cual correspondiente al uno, ya no divino, pero sí el uno que es Estado unitario que con la soberanía también se eleva a mito –el “mito del Estado” que ya abordó Ernst Cassirer–.
Hay, pues, que empezar afrontando ese lastre de mítica heredad en moldes teológicos que sigue arrastrando la idea de soberanía, la cual, tal como venía del mundo de la religión y de las monarquías a las que pasó desde aquél, comportaba –como analiza Georges Bataille en la obra que dedicó a esclarecer “lo que entiende por soberanía”– una alienación o enajenación de lo que de suyo debía ser la soberanía de todos y cada uno de los individuos, pero que no lo era en tanto vivían en condiciones de servidumbre desde la que trasponían su soberanía al dios o al rey que los “representaba”. Una apreciación como esa da pie para aceptar la parte de razón que llevaba Carl Schmitt en su polémica Teología política al afirmar –no era el único– que “todos los conceptos centrales de la teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”, mas para alejarnos de inmediato de la “teología política” schmittiana. Ésta venía a sostener la idea de soberanía como secularización de la soberanía divina transferida al monarca absoluto y luego al Estado –operación tematizada por Hobbes, de quien Schmitt se sentía próximo, a diferencia de su distancia respecto al demócrata republicano Rousseau, que culmina el movimiento haciendo radicar la soberanía en el pueblo como conjunto de ciudadanos–. Lo malo es que Schmitt se aferraba a ese fondo de sacralidad, redundando en la mitificación, lo cual le hacía defender la soberanía como el poder total, no solo capaz de fundar el orden jurídico del Estado, sino de dejar en suspenso ese orden cuando discrecionalmente –arbitrariamente– lo considerara oportuno mediante el estado de excepción, poniendo entre paréntesis la misma legalidad establecida por el soberano: “soberano –era su definición– es quien decide sobre el estado de excepción”. Puesto así, lo grave que la realidad obliga a reconocer, con Walter Benjamin en sus Tesis de filosofía de la historia (8), es que el juego trucado del poder soberano hace que la regla misma acabe siendo el “estado de excepción en el que vivimos”, desde el momento en que la ley se ve constantemente traicionada desde el mismo poder que la promulga.
Los nacionalismos fascistas evidenciaron su apego al pensamiento de Schmitt, y aunque los nacionalismos de cuño liberal no manifiestan tal querencia, lo cierto es que en éstos últimos se sigue cultivando una noción de soberanía cargada de connotaciones provenientes de ese pasado teológico, no suficientemente depuradas, dando lugar en ese caso a una idea de soberanía, como hemos dicho, malamente secularizada, al menos por estarlo a medias. La ideología nacionalista se nutre de ese fondo donde arraiga una mitificación de la soberanía que, por lo demás, entronca con otras mitificaciones con las que se construye el imaginario nacionalista, tanto si es de legitimación, en el caso de nacionalismos mayoritarios e instalados en el poder de un Estado, como si es de carácter reivindicativo, como es en los nacionalismos minoritarios, aspirantes en muchos casos a Estado propio. El caso es, con todo, que tanto en unos como en otros la soberanía que a ellos se asocia, por muy mitificada que esté la idea, no deja de ser una soberanía mitificada, metida en tramposos equilibrios compensatorios entre sus dos mitades. Lo que se sigue, sobre todo por el lado de la soberanía falsamente encumbrada por el lado del nacionalismo dominante, aferrado a la obsoleta ecuación una nación, un Estado, es la ridícula pretensión –ridícula por no creíble– de pretenderse independiente, como corresponde a la soberanía defendida cual si fuera la de un “dios celoso”, pero siendo en realidad lo contrario. Esto es lo que se constata ahora en el mismo seno de una Unión Europea en la que se ha pasado de supuestas cesiones de soberanía para constituir espacios comunes de poder, a ver cómo de hecho se trata, al menos para los países periféricos del sur, de soberanía que nos es robada en procesos que se dan al margen de los procedimientos establecidos por la misma normativa de la Unión.
DEMOCRACIA O PODER CIUDADANO: ¿SOBERANÍA SIN MITOS?
No es el momento de adentrarnos por derroteros de filosofía política que nos llevarían excesivamente lejos, pero sí lo es de reparar en que, además de razones pragmáticas que invitan a flexibilizar, secularizar y relativizar un concepto de soberanía trasnochado, también hay razones de profundo calado teórico que nos dicen que la idea de soberanía que en medio de todo esto aparece una y otra vez es una idea del todo obsoleta. Una fina operación de desmontaje de un concepto de soberanía que se pretende sostener sobre unos cimientos desmoronados es la que lleva a cabo, por ejemplo, el constitucionalista italiano Luigi Ferrajoli, el cual, en un magnífico texto de 1997 sobre “La soberanía en el mundo moderno”, tomando pie de la herencia del jurista Hans Kelsen –con quien polemizaba Schmitt–, pone de relieve las contradicciones con las que carga el concepto y quien se apunte a mantenerlo inconmovible. En el Estado constitucional y democrático de derecho, el concepto de soberanía, como soberanía interna –del Estado hacia dentro– pierde su razón de ser. En este punto merecen ser transcritas estas líneas de la obra Derechos y garantías. La ley del más débil (Ed. Trotta, Madrid, 2009, pp. 138-139) del profesor italiano:
“División de poderes, principio de legalidad y derechos fundamentales constituyen, en efecto, limitaciones y en último término negaciones de la soberanía interna. Gracias a estos principios, la relación entre Estado y ciudadano deja de ser una relación entre soberano y súbdito, y se convierte en una relación entre dos sujetos que tienen una soberanía limitada. En particular, el principio de legalidad en los nuevos sistemas parlamentarios cambia la estructura del sujeto soberano vinculándolo no sólo a la ley sino también al principio de las mayorías y a los derechos fundamentales –por tanto, al pueblo y a los individuos– y transformando los poderes públicos de potestades absolutas en potestades funcionales. Desde esta perspectiva el modelo del Estado de derecho, en virtud del cual todos los poderes quedan subordinados a la ley, equivale a la negación de la soberanía, resultando excluidos aquellos sujetos o poderes que se encuentran legibus solutus; de esta forma la doctrina liberal del Estado de derecho y de los límites de su actividad se convierte también en una doctrina que rechaza la soberanía”.
En lo que respecta a la soberanía externa, también la rea – lidad actual de los Estados hace insostenible que se predique tal cual, puesto que los tratados internacionales y, más aún, la adhesión a las declaraciones de Naciones Unidas sobre Derechos Humanos que los Estados incorporan a sus constituciones como derechos fundamentales implican un límite tal a la soberanía que, en verdad, sólo se mantiene como concepto pertinente en tanto que el orden internacional sigue siendo un hobbesiano estado de naturaleza, sólo mitigado por dichos tratados y la pertenencia a organizaciones supranacionales, respecto a las cuales, no obstante, se siguen manteniendo reservas de soberanía –que en la mayor parte de los casos apenas supone capacidad alguna de ejercerla–. Con todo, es contradictoria con esa noción de soberanía hacia fuera, en las relaciones internacionales o interestatales, un concepto de ciudadanía que remite a derechos de los individuos como sujetos políticos, que de suyo implica obligaciones y responsabilidades de los Estados respecto a los ciudadanos –y no sólo sus ciudadanos, otrora súbditos– que trascienden límites fronterizos y, por tanto, delimitaciones según categorías vinculadas al concepto de soberanía externa. Junto a eso, si queda como “resto” la soberanía popular es –dice Ferrajoli– cual “un simple homenaje al carácter democrático-representativo de los ordenamientos actuales”, dado que éstos, en tanto tienen ese carácter, dejaron atrás los ribetes absolutistas que, aun secularizados, han acompañado a la idea de soberanía, incluso en la versión que quiso darle Schmitt de concepto- límite. Por tanto, con un enfoque como el ofrecido tan sugerentemente por Luigi Ferrajoli, la secularizada relativización de la idea de soberanía, su desmitificación, y con ella, la desmitificación de lo nacional-estatal, es paso obligado para salir de los falsos encantamientos políticos y laborar a favor de una política verdaderamente profana –así, la reivindicaba con acierto el politólogo francés Daniel Bensaïd–, lejos de los tintes funcionalmente religiosos que sigue presentando una política que no cesa de pedir sacrificios a los individuos o de proceder directamente a inmolarlos, sea en el culto a Leviatán, sea en el altar de Moloch.
En tanto que un pueblo agredido, como lo estamos siendo los ciudadanos en la actual crisis del sistema en el que estamos inmersos, toma conciencia de sí, de su dignidad, y es capaz de convertir su indignación en energía política transformadora, podrá poner en su sitio a los “poderes salvajes” que desde fuera y desde dentro del Estado liquidan, utilizando abusivamente los mismos poderes del soberano, lo que de soberanía le pudiera quedar a una ciudadanía expoliada y humillada. Ésta no necesita nuevos mitos, sino acopio de eso que Ernst Bloch llamaba “energías utópicas” para administrar desde la resistencia su capacidad de movilización social e innovación política, con las miras puestas en una participación democrática que sea cauce de una humilde, pero efectiva, soberanía en ejercicio desde la libertad, en igualdad y tras objetivos de justicia.