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Otro horizonte para las relaciones de la Iglesia con el mundo

Éxodo 118 (marz.-abril) 2013
– Autor: Joaquín García Roca –
 
El espíritu, en la imagen que construye el Premio Nobel de literatura LèClecio, es como un centro de fuego que llamea, una especie de célula madre que no deja de dividirse, extenderse, una matriz incesantemente caliente que no deja de trabajar en el mundo. Ese espíritu tiene un cuerpo, no es una idea, es el espacio preciso de la materia del que no puede salir. El movimiento que hace eclosionar nunca termina, nunca se acaba. Todo lo que es pertenece a ese gesto de alumbramiento. Todo es irradiación (2010: 23).

LOS DINAMISMOS CONCILIARES

Ese fuego que llamea e irradia intentó restablecer en el Concilio Vaticano II las relaciones del Evangelio con la realidad social, política y cultural de los tiempos modernos. Lo hizo con nuevas propuestas, discursos y prácticas, que han decaído tras cincuenta años. Sin embargo, permanece aquello que la hermenéutica actual ha llamado su “horizonte”. Todo acontecimiento histórico se despliega en dinamismos que se actualizan en distintos contextos y al actualizarse simultáneamente se superan. El Concilio Vaticano II fue el primer concilio de la Iglesia que tuvo la conciencia histórica de que lo dicho y representado se sometería a los signos de los tiempos. Toda recepción del Concilio supone entrar en la tensión entre lo que fue, el presente y su horizonte (Gadamer, 1960: 372) Esta fusión de horizontes no precisa de saltos en el vacío sino de alcanzar el horizonte histórico de cada momento, que se despliega en transformaciones culturales, revoluciones científicas, mutaciones sociales, imaginarios colectivos y metamorfosis sentimentales.

LAS TERMITAS QUE EROSIONARON EL HORIZONTE

Los dinamismos conciliares se erosionaron al modo como las termitas corroen silenciosamente un edificio y como los topos debilitan abiertamente el subsuelo hasta cambiar los estados de ánimos colectivos, la agenda oculta de una institución y la urdimbre afectiva. Se cumplió de este modo la alegoría que Kafka representaba en aquel animal innominado que obsesionado por la seguridad y temeroso de lo que le esperaba fuera, construye durante toda su vida un refugio subterráneo; sólo consiguió intensificar sus miedos y alimentar las inseguridades (García Roca, 2005).

Aquellas energías en lugar de expandirse, se oxidaron tempranamente y no fueron capaces de impregnar las viejas instituciones ni las prácticas sociales ni los nuevos espacios históricos; unos las neutralizaron sometiéndolas a una presunta hermenéutica de la continuidad, que les vació de toda novedad; otros por considerarlas insuficientes.

A los cincuenta años del Concilio la tarea a realizar es ingente ya que aquellos dinamismos han de explorar nuevos escenarios sociales, culturales y políticos. Ya que de las preocupaciones conciliares sólo quedan ascuas, “¿quién se toma en serio hoy en día, se pregunta Tony Judt, las premisas del marxismo, las certezas de un futuro utópico por modesto que sea? Tales promesas y certezas comenzaron a perder todo interés” (2012: 330). Pero a la vez que se exploran nuevas relaciones, habrá que deshacer las adherencias restauracionistas de las últimas décadas, propiciadas por quienes poco o nada creían en el Concilio. La tarea puede parecer ingente ya que no sólo se sitúa en el plano de las instituciones, discursos y prácticas sociales sino que necesita remover el imaginario colectivo y recrear el capital simbólico. Lo cual sólo se logra a través de lo que Michel de Certeau llamaba “ruptura instauradora”, que incluye recrear el poder de los signos, del lenguaje y de los símbolos que tienen un poder subversivo en la búsqueda y experiencia de lo que nos concierne incondicionalmente (Tillich, 1968).

EL IMAGINARIO COLECTIVO

En tiempos de “ruptura instauradora”, la relación Iglesia-Mundo necesita recrear el universo simbólico que le sostiene. No remover el imaginario colectivo preconciliar fue la mayor derrota del Concilio. Así lo percibieron algunos padres. El cardenal Lercaro en su conferencia sobre Linee per una ricerca su Giovanni XXIII advirtió que las grandes tesis conciliares no estaban conseguidas ni tampoco eran irreversibles, más bien las reacciones conservadoras podían revertirlas e interrumpir su recepción. Y como la transformación era tan radical había que empezar por construir otro imaginario colectivo, y así propuso que fuera proclamado santo Juan XXIII “no sólo como santidad ejemplar –como el resto de santos– sino como santidad programática de una nueva era de la Iglesia”. Lo que había sido una práctica habitual en la historia de la Iglesia, no gustó a Pablo VI (Alberigo, 2005: 132).

Es aquí donde se sitúa el significado profundo del papa Francisco. ¡Cuántas personas al ver los símbolos, gestos y palabras iniciales del Papa Francisco conectaron con Juan XXIII! No es insignificante que el pontificado de Francisco haya empezado emitiendo signos y símbolos que abren otros horizontes, acordes con los hombres y mujeres de hoy. Sólo quienes subestimen el poder de los universos simbólicos, se sentirán hoy exigentes y desconcertados ante los primeros días del Papa Francisco. Por supuesto que tendrán que venir otros pasos, proseguir y recrear los dinamismos conciliares que han sido dinamitados en los últimos años, pero los símbolos no son una sala de espera, sino que prescriben un nuevo horizonte para afrontar la relación con el mundo. Son muchos los ruidos que intentan de nuevo devaluar los símbolos, los gestos y las palabras: quienes cerraron las puertas y dinamitaron los puentes difícilmente estarán en condiciones de abrirlos.

I. AMISTAD CON EL MUNDO

La intención del Concilio fue cerrar un periodo de enfrentamientos y desencuentros entre la Iglesia y el mundo. Se había impuesto la lógica binaria de la confrontación: amigo y enemigo, dentro y fuera, propio y ajeno; quedaban indefectiblemente en oposiciones irrenunciables. El imaginario preconciliar estaba conformado por el dualismo. Los dinamismos conciliares intentaron disolver los dominios del maniqueísmo y la oposición sistemática entre la Iglesia y el mundo. Estableció el horizonte de la humanidad como el escenario común que antecede a los dos, una la humanidad agraciada por Dios en versión religiosa (Iglesia), y en versión secular (mundo). Iglesia y mundo serían sistemas abiertos que indefectiblemente se construirían por ósmosis en constante simbiosis. La superación del dualismo empezaba por socavar la distancia entre ambos a través de la noción de Pueblo de Dios que sitúa unitariamente en el camino hacia la ciudad celeste, en palabras del propio concilio; a la jerarquía no por encima del pueblo, sino en el interior del pueblo de bautizados.

LA CAÍDA EN EL DUALISMO

Decayeron muy pronto las principales tesis de Juan XXIII especialmente sobre el optimismo cristiano, sobre la religiosidad esencial de la Iglesia, sobre el deshielo ideológico, sobre el ecumenismo, o sobre el servicio a la paz mundial. Y el imaginario colectivo volvió, en el posconcilio, a gravitar en torno a la radical oposición entre el bien y el mal, entre nosotros y ellos, entre lo correcto y lo erróneo. A la construcción de este imaginario anticonciliar colaboró intensamente la teología hegemónica que representaba al mundo y a la Iglesia como realidades intemporales y a-históricas. La Iglesia hablaba del mundo pero sin ponerse nunca o casi nunca en situación de mundo; no le ha interesado su actualidad, su tiempo concreto, singular y diferente de todos los demás, sino más bien la condición abstracta y fantasmal de “ser mundo” (Valadier 2013 ). Llegó a interesar más la Vida que los vivientes, más las Familias que las personas que viven en familia. Se repetía cansinamente lo del relativismo, el hedonismo, el individualismo como paisajes sin contextos ni determinaciones. Lo cual servía para defenderse de los huracanes de cada momento a costa de residir en un invernadero. Iglesia y Mundo acabarían configurándose como realidades autosuficientes, separadas y distantes, exhibiendo sus propias reglas, autoridades y legitimidades, que compiten para lograr adhesiones. Unos y otros se relacionarían como expertos, funcionarios, extraños y huéspedes. El distanciamiento definitivo de lo que el Concilio pretendió unir sin confundir, y la vuelta de las posiciones intransigentes se ha realizado a través de la posición maniquea entre la cultura de muerte y la cultura de vida (que esconde la contraposición absoluta entre el bien y el mal). El dualismo aparece bajo otro manto, a través de la contraposición de la cultura de la muerte con la cultura de la vida. La cultura de la muerte, según se ha impuesto en los discursos posconciliares, caracteriza a nuestra sociedad democrática pluralista y relativista que atenta contra la vida humana en sus comienzos y en su final. La enemistad está servida hasta llegar a ser calificada como “totalitaria”.

DE LA AUTORREFERENCIALIDAD A LA CONECTIVIDAD

Hay que remover este imaginario desde los dinamismos conciliares. El Papa Francisco ha empezado a deconstruir este universo simbólico; habla de humanidad más que de mundo: “el Papa, para ejercer el poder, debe… acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres” (19-03 en la Misa de inauguración). La presencia en el mundo no se piensa desde los gestores y funcionarios, ni desde la intermediación que supone la construcción entre realidades ya hechas, sino como inmersión en la realidad como el pastor que huele a oveja. La intermediación sugiere dos partes constituidas autónomamente, mientras la mediación alude a una ósmosis basada en la conectividad. Es en la humanidad donde se crean flujos de intercambio, de conocimiento, de afectos, de redes de interacciones humanas. Las instituciones sociales y políticas y las comunidades cristianas se convierten por lo mismo en un nodo de la red que permitirá mantener viva la conexión, la deliberación y el acompañamiento.

Pero sobre todo, es decisiva su opción por entender el Ministerio de Pedro como un Ministerio Pastoral, que antepone la misericordia a cualquier otra actitud. La pastoral es un arte arriesgado y delicado mientras la teología pretende ser una ciencia. El teólogo puede permitirse ser intransigente, aunque con ello se distancie de los consensos científicos que proceden por tanteo y error. El teólogo estima el aislamiento que culmina en la publicación de un libro; el pastor no renuncia a la escucha y a la misericordia evangélica que culmina en la urgencia de anunciar un mensaje de esperanza y de paz. Mientras el teólogo antepone la fidelidad a los principio aunque le distancien de los creyentes, el pastor antepone el discernimiento espiritual que requiere la complejidad de lo real.

El Ministerio Pastoral no sólo ha de abrir los dinamismos conciliares a nuevos escenarios, a los nuevos problemas de la sociedad sino que sobre todo ha de modificar la mirada que no estará focalizada a los principios. Como se pregunta el jesuita Paul Valadier “¿no es pensable que la creatividad moral, todavía hoy y mañana, será creadora de valores y prácticas más pertinentes a favor de una relaciones sociales vivas y respetuosas de las libertades en sus expectativas de una vida verdaderamente humana y cristiana?” (2013. p. 167)

II. ANATEMA Y DIÁLOGO

Hay un dinamismo conciliar que desautorizó los mecanismos disciplinarios y estimó la comprensión y el diálogo. Se cerraban los tiempos en los que la fortaleza se vinculaba a la firmeza y el control a la extirpación. Se creó un imaginario conciliar que desactivaba la siempre latente hostilidad al mundo moderno, y en su lugar amanecía una determinada manera de vivir la propia humanidad y su fe religiosa como corresponde a hijos de la libertad. Llamó a la Iglesia a una postura de servicio, de diálogo, de conversación con la sociedad. No sólo estimó la jerarquía de las verdades, sino que el enfrentamiento doctrinario daba paso a actitudes pastorales y el afán de expulsar de la comunidad al reconocimiento de la convivencia y de la búsqueda. El compromiso conciliar con la libertad del ciudadano en la construcción política era inequívoco. De forma que acababa con la dependencia de los laicos de la jerarquía para reivindicar una vocación propia y autónoma en materia política y social.

LA CAÍDA EN LA SOSPECHA

Muy pronto una multitud de termitas debilitaron estos dinamismos, hasta horadar la credibilidad de la Iglesia. En el posconcilio se llegó a pensar que el entendimiento y el diálogo eran componendas; se descalificaba el diálogo como cobardía y el compromiso como complicidad con el mal, la infidelidad o la dejación de las convicciones. “Nosotros, los católicos, estamos en peligro de ser conocidos no por la manera en que amamos, sino por la que tenemos de odiar” (Revista América). La autoridad moral se confundía con las posiciones firmes aunque fueran insostenibles. El diálogo llegó a identificarse con la languidez del espíritu y la mediocridad de compromiso. Regresó el afán por expulsar de la comunidad y se achicaron los espacios para el desacuerdo, que se confundía con la traición, y la exclusión de la comunión mediante la sanción se confundía con el mayor servicio a la verdad. Llegaron de este modo tiempos de fidelidades incondicionales a los valores y a los principios, y la intransigencia fue de tal grado que empujaba inevitablemente hacia el sectarismo. Nos visitaron algunas patologías, que fueron advertidas por los grandes teólogos de la época. El férreo control según Rahner es un “terreno abonado para los delatores. Las diferencias de opinión en la teología, en la praxis eclesial, en la relación concreta del cristiano y de la Iglesia con el mundo y con la sociedad profana, etc., se convertían en muros insalvables que impedían vivir, orar o trabajar juntos… y vivimos el riesgo de una polarización estúpida y en definitiva estéril. Y con él nos encontramos hoy”, (Rahner, 1973: 48-49).

Se empezó a acusar al diálogo como forma de acomodación, asimilación y colaboracionismo. Cuando en los primeros años del posconcilio se propuso el acompañamiento como categoría eclesiológica, un teólogo español de raza salió combativamente a neutralizar el intento por considerar que “acompañar es ir al lado y la Iglesia nunca camina al lado” (¡sic!). Dialogar con el socialismo es ser ocupados por sus ideas y sus intereses; Chema Mardones y yo merecimos el título de “teólogos del PSOE”, en la historia de la teología realizada por un obispo español.

Las erosiones posconciliares determinaron las relaciones Iglesia- Mundo; pronto se empezó a dudar si se trataba de organizar la lucha contra el ateísmo o por el contrario de abrir diálogos intelectuales o fomentar acciones conjuntas a favor de la paz como proponía el recién creado Secretariado para los no creyentes. Empezaron a verse con preocupación las iniciativas de apertura de Juan XXIII hacia el mundo comunista que postulaba pasar del anatema al diálogo ya que lo que debería hacerse según algunos era la condena del marxismo. Hasta el final hubo serias dudas si lo que correspondía era la condena, el silencio o el diálogo. Sólo el Secretariado para los no creyentes apostó unívocamente por el diálogo (ver Alberigo, pág. 135).

DEL CONTROL A LA AMABILIDAD

A los 50 años del Concilio, el control, la violencia y la disciplina forman parte de un pasado irrecuperable. Incluso sabemos que produce exactamente lo contrario. Que “no hay intransigencias que no oculten componendas con el mundo”. Ha disminuido la seducción que causaba la disciplinan en todas sus formas; está en vías de desaparición la obediencia ciega y la voluntad de sometimiento; han decaído los mecanismos disciplinarios, al margen de cómo y de quién los utilice. Los valores que no son hijos de la libertad apenas suscitan interés.

Así lo ha entendido el Papa Francisco en sus primeras palabras cuando en lugar de invitar a no tener miedo de los enemigos, invita a no tener miedo de la bondad ni de la ternura. Un obispo español curtido en durezas y faltas de misericordia al oír al Papa Francisco que no tengamos miedo a la bondad y a la ternura comentaba que él siempre había predicado la ternura, eso sí, entre hombre y mujer y dentro del matrimonio, y había predicado la bondad, que lógicamente era sólo de Dios. El Papa Francisco ha de saber que algún obispo norteamericano duda de la salvación eterna de los votantes de Obama, que algún obispo español ha acusado hoy mismo a las instituciones mundiales de genocidio demográfico a causa de las políticas sobre el aborto. En el horizonte hay que vencer las intransigencias que ponen en peligro no sólo el diálogo hacia fuera, sino también el peligro de la libertad cristiana en la Iglesia.

III. LA ERA PLANETARIA

“Arraigar profundamente en el pueblo” era el dinamismo conciliar que formuló el Concilio en el Decreto Ad Gentes, se trataba de implantar la Iglesia en las distintas culturas y hacerlo “con el mismo impulso con que Cristo, por su encarnación, se unió a aquel ambiente social y cultural de los hombres con los que convivió” (n. 10). El evangelio estaba secuestrado por la cultura hegemónica y no había podido incorporar otras culturas y otros estilos de vida que no fueran los occidentales. El Concilio entendió que los seres humanos han de experimentar lo religioso en el espacio y tiempo concreto de una cultura, de una lengua, de una tradición. Se cuestionaba así el imaginario homogéneo de una Iglesia con pretensión de uniformidad. La inculturación se convirtió en un dinamismo que marcaba el horizonte de cristianismo policéntrico y plural. Es un dinamismo que llevaba a abandonar la actitud apologéticadefensiva para estimar positivamente a las demás religiones y sus culturas.

CAMINOS CORTADOS

Llegaron las termitas a través de dos sospechas que erosionaron la pretensión de universalidad. Las más altas instancias se empeñaron en la defensa de la identidad a través de la contraposición entre la hermenéutica de la continuidad y de la discontinuidad; se lanzaba de este modo que los dinamismos conciliares podían destruir la continuidad y se retrasaba impunemente su capacidad para afrontar la historia posterior en razón de la tradición. En el origen del Pontificado de Benedicto XVI la cuestión mayor consistía en someter al Concilio a la hermenéutica de la continuidad ya que fuera de ella sólo había ruptura.

La segunda sospecha recaía sobre la originalidad de un hecho histórico que pretendía ser universal. La pretensión de catolicidad se enfrentaba según ellos a las particularidades de un hecho histórico fundacional. Ponía a prueba la identidad propia. Hablar de ética común estaba proscrito. El recurso a “verdades innegociables” establecido por una de las partes no facilitaba en absoluto la tarea necesaria.

DE LO PROPIO A LO UNIVERSAL

El imaginario de la homogeneidad ha quedado desbordado por un mundo interdependiente que supera fronteras y mezcla lenguas, culturas y religiones. Está en curso un poderoso movimiento de mestizaje y pluralismo constitutivo, de movilidad e intercambios; es necesario descubrir el espíritu capaz de inspirar esta nueva aventura humana. Cuando viajan culturas, civilizaciones y religiones, que traen experiencias valiosas para una vida buena, justa y feliz, se necesita una espiritualidad en el horizonte de una sociedad mundial (García Roca, 2011). La imagen de la encarnación resulta equívoca ya que a la Iglesia no le es dado decidir si quiere unirse al ambiente cultural y social de los hombres, sino que es siempre Iglesia inculturada, que no preexiste a la cultura y a la historia (Metz 2007, p. 240).

El nacimiento de la era planetaria requiere un salto cualitativo, que celebre lo que es común no por disolución sino por metamorfosis; se trata, como sugiere Edgar Morín, no de simples transformaciones que se autodestruyen unas a otras, ni siquiera de meras complementariedades, sino de un proceso simultáneo de autodestrucción y reconstrucción, al modo como la oruga se convierte en mariposa, o las sociedades agrícolas generaron las sociedades industriales y éstas, hoy, la era planetaria (2010). El horizonte es un universo altamente conectado y descentralizado en el que la iglesia y el mundo conforman un conjunto de conexiones que se sostienen sobre una visión sistémica y ecológica de la vida con dinámicas de redes (Capra, 1998: 28-55).

Si se camina hacia un mundo único, construido entre iguales, el Papa Francisco sabe que no es posible convertirse en el único actor, sino volver a identificarse como hizo en sus primeras palabras, “obispo de la Iglesia de Roma, que es la que preside en la caridad a todas las Iglesias” (13-03). Lo que produjo de inmediato el desconcierto de todos los tertulianos que siguen llamándole insistente y beatamente Sumo Pontífice y Vicario de Cristo, cuando él sabe que sólo los pobres son vicarios de Cristo

El desafío hoy no consiste en dirimir la continuidad y la discontinuidad, ni siquiera es una cuestión de interpretación conciliar sino en saber qué y cómo la Iglesia puede contribuir a la gran tradición liberadora, que por vez primera en la historia tiene pretensiones planetarias.

IV. LOS POBRES Y LA OPCIÓN POR LA JUSTICIA“¡

Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!”, dice el Papa Francisco a los periodistas. Conecta de este modo con la voluntad de Juan XXIII al convocar el concilio, con la propuesta del cardenal Lercaro acogida con entusiasmo por los episcopados del planeta de que “la Iglesia de los pobres fuera el elemento de síntesis y el punto de coherencia de todo lo tratado por el Concilio”, con la decisión del cardenal Leger a compartir la vida con los leprosos de África como resultado de la experiencia conciliar, con el clamor que se oyó de Medellín a Aparecida y con la vida de tantas comunidades populares y su espiritualidad de liberación…

LA FRUSTRACIÓN DE LOS ÚLTIMOS

Sin embargo, el epicentro no logró desplazarse hacia los pobres. Había demasiados miedos a remover los sótanos de una Iglesia acomodada en la sociedad de la abundancia; recuerdo la confesión personal que me hizo el mayor teólogo español del siglo XX, el padre Alfaro. Allá por el año 1973, visitó Latinoamérica a conferenciar. A su regreso me reconoció que el día que la Iglesia mirara al sur, ni la teología ni la moral ni la organización superarían la prueba. “Reconozco que la teología que he hecho durante toda mi vida, no servirá en el futuro”.

La empatía que el Vaticano II tuvo con la modernidad se acompañó de manera más inconsciente por el eurocentrismo, la mentalidad burguesa y la visión democristiana de la realidad. Este decaimiento fue advertido por Gustavo Gutiérrez: “La recepción (del concilio) supone una cierta alteridad, que en este caso se da entre el contexto histórico de la Iglesia en América Latina y el mundo europeo, desde el cual parte la mirada universal del Concilio (…). No es posible olvidar, sin embargo, que esa recepción tiene una clara y necesaria mediación. Ella pasa por la aceptación de la exigencia conciliar de estar atentos a los signos de los tiempos. En el caso de la Iglesia latinoamericana, eso supone mirar cara a cara la inhumana situación de la pobreza y opresión en que vive la inmensa mayoría del pueblo de este continente y ser sensible a su aspiración de liberación. Pero esto no podrá ser hecho verdaderamente si esas realidades no son confrontadas con el mensaje del Reino de Dios”.

DEL CENTRO A LAS PERIFERIAS

Cuando el epicentro se desplaza desde las sociedades satisfechas y conquistadoras hacia las tierras conquistadas, y se busca al obispo de Roma en el “último rincón del mundo”, algo importante sucede. ¿Qué puede significar esta fusión de horizontes?

La relación Iglesia-Mundo ya no será una relación entre poderes que miden sus fuerzas en permanente confrontación. Será una relación entre la debilidad del horizonte de cuatro pescadores con la fuerza del poder que presume de su fortaleza, de las fronteras con el dominio del centro. La invocación a los pobres, en este momento, ha de asumir su constitución como sujeto histórico, que fue advertido con feliz formulación por la Congregación General 34 de la Compañía de Jesús (1995). No es casual que un hijo de San Ignacio haya merecido la confianza de proseguir los horizontes conciliares y fusionarlos con las expectativas de nuestro tiempo. “A partir del Concilio, el Espíritu ha conducido a toda la Compañía a…” se lee con frecuencia en los textos de la citada Congregación. Y supo advertir el salto que pide el acercamiento a los pobres en nuestros días: “No puede haber servicio de la fe sin promover la justicia, entrar en las culturas, abrirse a otras experiencias religiosas. No puede haber promoción de la justicia sin comunicar la fe, transformar las culturas, colaborar con otras tradiciones. No puede haber inculturación sin comunicar la fe a otros, dialogar con otras tradiciones, comprometerse con la justicia. No puede haber diálogo religioso sin compartir la fe con otros, valorar las culturas, interesarse por la justicia” (Decreto 2). En dicha Congregación, jesuitas asiáticos y africanos manifestaron sus experiencias de alineación al sentir la escisión entre su propia experiencia cultural y el carácter aún predominantemente occidental de la Iglesia (Haigt, 2007, p. 9-10).

Empieza de este modo una tarea fascinante de exploración de las periferias. Es más transparente el signo de Francisco abrazado al discapacitado en la Plaza de San Pedro, que el abrazo al Presidente del Gobierno en su condición de jefe del Estado vaticano. La adulteración de los signos impedirá cualquier ruptura instituyente.

BIBLIOGRAFÍA CITADA

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