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Éxodo 118 (marz.-abril) 2013
– Autor: Xabier Pikaza –
La renuncia de Benedicto XVI y los primeros gestos del Papa Francisco han encendido por doquier programas de cambio (reforma o recreación) de la Iglesia, empezando por el Papado. Yo propuse hace algún tiempo un esquema, al final de mi libro Una Roca sobre el Abismo. Historia y Futuro de los Papas (Trotta, Madrid 2006). Aprovecho la ocasión para actualizar aquel esquema en este nuevo contexto de cambio en la continuidad que abre el nuevo Papa. Éstas son sus bases:
DOS BASES
Volver al Evangelio “sine glosa”, es decir, sin añadidos, de un modo claro y decidido, como quería Francisco de Asís, patrono y modelo del nuevo Papa. Se habían multiplicado por entonces (comienzo del siglo XIII) las glosas, comentarios y escolios, sepultando el evangelio bajo un inmenso edificio de interpretaciones legales, económico-sociales y militares. Ahora sucede lo mismo, pero con más intensidad.
El Vaticano es una “glosa”, que dice estar al servicio del Evangelio, pero que en parte lo tapa y oculta. Por eso es necesario borrar la glosa, volver a Jesús, en pobreza y fraternidad (comunión), como quería Francisco. No queremos un Vaticano “al servicio” del Evangelio (como dice estar), sino un Vaticano y una Iglesia que sea Evangelio. Los fines (AMDG: A mayor gloria de Dios) no justifican estos medios vaticanos actuales, como debe saber un Papa que viene de la Compañía de Jesús, formada por Magdalena y Pedro, por Andrés y María… Ciertamente, el Vaticano y la Iglesia quieren estar al servicio del Evangelio, pero algunos de sus medios van en otra línea.
Potenciar un cambio institucional. No se trata de negar y destruir la institución como muchos quieren, sino de repensarla y recrearla “a capo”, desde la raíz del Evangelio. El tema (difícil, pero no imposible) es lograr que el Vaticano y la Iglesia pasen por el ojo de la aguja del Reino, como el camello de la parábola de Mc 10, 25. Los papas anteriores (Juan Pablo II y Benedicto XVI, siendo ambos de inmensa talla humana, han representado un “termidor” eclesial, una reacción de miedo de ley firme frente a los posibles riesgos del Vaticano II, y han puesto su poder al servicio de un control uniforme que va en contra de la libertad del Evangelio, del movimiento de Jesús y de la primera Iglesia.
Juan Pablo II venía de un “anticomunismo” sano, pero no supo entender la novedad del Evangelio en un mundo distinto, y además dejó la Curia vaticana en manos de sí misma y nombró al cardenal Ratzinger censor más que como impulsor de Evangelio. Por su parte, Ratzinger, tomando el nombre de Benito (gran monje), fue incapaz de retomar el impulso de Jesús y no supo aplicar a nuestro tiempo lo que Benito hizo en el suyo. Por eso, tras cincuenta años de Vaticano II negado, debemos volver al Evangelio, pero no de un modo cualquiera, sino proponiendo un nuevo despliegue institucional de la Iglesia. Queramos o no, estamos en un “período instituyente” en el sentido radical del término. El modelo actual de Iglesia no sirve, y debemos recrearlo a fondo, para que el agua de Jesús siga corriendo por los añosos sarmientos de su cepa. En esa línea he querido esbozar ocho reformas.
OCHO REFORMAS
1.Sin poder político. Sin medias tintas, de un modo radical, por exigencia de Evangelio, y no por presión externa, Francisco, obispo de Roma, debe renunciar unilateralmente a su autoridad de Jefe de Estado, quedando así desnudo (sin poder ni dinero, como Francisco de Asís) para expresar y realizar su misión cristiana. Lógicamente, debe “despedir” a todos los funcionarios del Vaticano en cuanto tal (no a los servidores de su Iglesia de Roma), suprimir las nunciaturas (no las delegaciones intereclesiales), convirtiendo el Vaticano en un Museo de historia y cultura, para que surja de nuevo la Iglesia de Roma, en sencillez y amor fraterno, en comunión con todas las iglesias.
Ésta no ha de ser una renuncia negativa (ni impuesta), sino una opción voluntaria, al servicio del Evangelio, en la línea de Jesús. No será una supresión por retirada o cobardía, sino por impulso del Reino. No será dejar un poder para tomar otro (¡que todo cambie, para quedar todo igual!), ni un abandono cobarde tras un fracaso, sino una superación audaz de la estrategia del poder, para que la Iglesia de Roma, en comunión con todas las iglesias, sea presencia y fermento de vida. Sin apoyo de un Estado (o de un poder político) surgió y vivió el cristianismo del principio. Así ha de vivir en el futuro, retornando a las fuentes (a la historia) de Jesús. El Vaticano con su Basílica y Archivos será un espléndido museo, organizado quizá por la Unesco, dejando de ser una hipoteca para la Iglesia, que dará gracias a Dios por haberse liberado de ese peso inútil.
2.Fin del Directorio. El Papa, ayudado por sínodos, congregaciones y comisiones, siguiendo, en última instancia, su “santa” voluntad, dicta documentos normativos (encíclicas, cartas pastorales, exhortaciones apostólicas), como si fuera el único Magisterio real de la Iglesia. De esa forma unifica la doctrina de las comunidades pero lo hace creando un círculo de proposiciones que corren el riesgo de cerrarse en sí mismas, en forma impositiva, desde arriba, sin brotar de la entraña de la vida de los creyentes. Pues bien, el Papa debe abandonar su “directorio”, no por simple abdicación, sino por llamada al diálogo, a la responsabilidad y comunión entre todas las iglesias.
Esta renuncia no implica un relativismo doctrinal, sino todo lo contrario: El obispo de Roma ha de procurar que la doctrina de las iglesias sea signo y fruto de comunión y camino de Reino. El Papa con el Vaticano no puede hablar desde arriba (como “uno” sobre otros), sino desde el interior de la comunión cristiana, recogiendo y compartiendo la múltiple voz de las iglesias, que comparten su “magisterio” al expresar el mensaje de Jesús. Desde ese fondo ha de surgir un modelo distinto de unidad de las Iglesias, no como voz del “uno”, sino como concierto y comunión de muchas voces, vinculadas en conversación y diálogo evangélico, pues “donde estéis vosotros conversando y pidiendo juntos estaré yo” (cf. Mt 18, 19).
3.Palabra de Evangelio. La acción misionera (evangelizadora) pertenece al conjunto de las Iglesias, es decir, a todos los cristianos, pero en la Edad Moderna se ha realizado por expansión política (a través de los reyes de España y Portugal…), y en los últimos siglos a través de la Curia vaticana, que es aún la única institución que puede crear nuevas iglesias, prelaturas y obispados, organizando desde arriba el despliegue de todas las comunidades. Así nacen las iglesias, desde el vértice más alto de Roma, con su modelo de unidad, sin verdadera autonomía.
Ciertamente es buena y necesaria la unidad de misión, pero no por imposición de “uno” (como quiso el Papa “Benito”: Gregorio VII), pues ese modelo no responde al Evangelio. Las iglesias han de nacer por ósmosis de vida y palabra de todos los cristianos, como sabía Pablo y afirmó el Cristo pascual de Mt 28, 16-20. Nos hallamos en un tiempo privilegiado de comunicaciones y es fácil mantener el contacto entre las iglesias, en diálogo de redes (por redes de amor y de vida), sin un centro más alto y único de impulso y dirección. Las mismas iglesias particulares pueden y deben abrir caminos de evangelio, como sucedió al principio de la cristiandad, expandiéndose y dialogando, en gesto real de Nueva Evangelización, desde la múltiple raíz del movimiento de Cristo, que se expandió así, ya a finales del siglo I d. C., desde diversos polos (con Roma como referencia importante de unidad).
4.Sacramentos de vida, comunión de mesa. Los sacramentos provienen de Jesús y son signos de su acción y presencia liberadora y sanadora, en la vida de los creyentes. Pero, de hecho, están hipotecados por ritos y normas que vienen de arriba (¡no de Dios!), y muchas veces parece que el Vaticano, regulando a su estilo las ceremonias, presta más atención a su letra que al despliegue de la vida mesiánica. Los sacramentos han quedado así “sacralizados”, bajo un orden “sacerdotal”, reservado a célibes varones, dirigidos desde arriba (desde el Papa). Por eso, muchas comunidades no pueden celebrar la eucaristía, y hay así cristianos sin “servicios” sacramentales (pues este tipo de organización legal de los ministerios no lo permite).
Aquí se sitúa un reto esencial para las iglesias, que están llamadas a celebrar la fiesta de Jesús (bautismo, reconciliación) y, sobre todo, la comida compartida (eucaristía), como signo y presencia de Reino, pero que no pueden hacerlo, pues necesitan recibir ministros “de fuera”. Éste es un “pecado institucional muy grave”, y hay que denunciarlo sin rubor ni miedo: La Iglesia de Roma prefiere su ley de ministerio y celibato a la vida de los fieles. Aquí se juega el sentido y futuro de la Iglesia, que está matando parte de su riqueza (vida) por mantener pequeñas normas legales que no son cristianas. No bastan, pequeños cambios retóricos (misa en latín, ceremonias fijas). Hay que recuperar y desarrollar la libertad evangélica y la celebración de los signos del Reino.
5.Ministerios evangélicos. Han nacido de la experiencia de Jesús y de la vida de las iglesias, a partir de los “apóstoles” (varones y mujeres), cuando el signo de los Doce (que era sólo para Israel) se abrió a todos los pueblos. Los ministros son servidores de la Palabra y Comunión, sin distinción de varones y mujeres. No son herederos de los sacerdotes judíos o paganos (de tipo sacral o pontificial), sino simples cristianos que ejercen un servicio al Dios de Jesús, a la fraternidad.
Pues bien, desde finales del siglo II d.C., un tipo de iglesia instituida ha reintroducido el culto sacrificial/sacerdotal, excluyendo del ministerio a las mujeres (por razones de cultura judeo-pagana, no cristiana). Esa ley del sacerdocio sacral, que impide el ministerio de las mujeres, es antievangélica y va, además, en contra de la cultura actual. En esa línea, la cultura actual es mucho más evangélica que la antigua. Por eso, para que las mujeres asuman los ministerios de la Iglesia no hace falta cambiar nada, sino dejar que la Iglesia sea comunidad de Jesús. El día en que eso se quiera ver (¡y algunos no quieren verlo!) será normal la “ordenación” de mujeres y varones, por igual, para los ministerios de Jesús, que pueden ser diaconía, presbiterado y episcopado (que no son de sacerdocio, sino de servicio evangélico). Los que quieren un “sacerdocio” especial, fuera del sacerdocio común de los fieles no han entendido de verdad el Evangelio.
6.Amor sobre la ley. Hace falta vincular de nuevo el impulso de Jesús con la experiencia de Pablo (y de los cristianos helenistas) cuando vieron que el Evangelio iba en contra de un tipo de ley exterior, que segrega y separa. Pues bien, tomando la “dirección” de la Iglesia romana, en una historia admirable (pero no cristiana) de “política sacral”, el Papado ha querido regular nuevamente por ley el Evangelio, conforme al “genio romano” (llegando al extremo del horror barroco vaticano ante un posible vacío legal). En esa línea, las normas actuales sobre anticonceptivos, regulación de la natalidad y rechazo de todo divorcio (sin matizaciones) son ley, no evangelio; brotan del miedo y de la represión, no de la libertad.
La solución no es permitir sin más lo prohibido, sino situar el Evangelio en el centro de la vida, con el amor de Dios que acoge y perdona, que impulsa y recrea, dejando que los fieles sean creadores por amor. El Vaticano en este campo no tiene que “regular” nada, sino defender simplemente el primado radical del amor y del despliegue (derecho) a la vida, desde los más pobres, superando las obsesiones actuales, que no viene de Jesús, sino del temor a la libertad y al amor. El Papa no tiene “poder” para permitir o rechazar el uso de anticonceptivos, sino que tiene (con el conjunto de las iglesias) la autoridad de Jesús para promover e impulsar la libertad del amor. No debe legislar, sino ofrecer marcos de inspiración y de vida, para que las mismas comunidades exploren camino de evangelio, en línea de Reino.
7.Homosexualidad y pederastia. En sí mismos, son temas distintos, y quizá menos importantes que los anteriores, pero muchos cristianos y no cristianos los han vinculado, de un modo muy significativo. A la Iglesia oficial le cuesta aceptar la homosexualidad como signo y reconocimiento de la diversidad en el amar y la opción por la vida; ella (la Iglesia) no puede dictar leyes en ese campo, sino invitar a los homosexuales a que sean fieles al amor personal, poniendo su “diferencia” al servicio de la comunión universal, en gratuidad generosa, de manera que sean testigos de otros “valores” humanos (además de la procreación).
En sí mismo, el tema de la pederastia es muy distinto, pues implica una utilización y en general una lesión profunda en la vida personal y afectiva de los menores (del mismo o de distinto sexo). Éste no es un problema exclusivo (ni básico) del clero, pero está poniendo un punto de interrogación sobre ciertos riesgos de un celibato vivido en claves de poder. Para remediarlo, la Iglesia deberá ofrecer la máxima claridad, potenciando espacios de libertad personal y de relación social que “aminoren” el riesgo de pederastia que se da en ciertas personas y grupos cerrados. La “tolerancia cero” frente a la pederastia clerical ha de unirse a una intensa educación (maduración) para el amor. No se trata de negar y cortar, sino de abrir espacios de comunicación evangélica.
8.Dinero para la comunión. Este es un tema no sólo del Vaticano, sino de la Iglesia y de la misma sociedad. Nos hallamos en un momento clave de crisis económica (2013), y las estructuras monetarias que han ido surgiendo en occidente (con la inspiración y ayuda de un tipo de cristianismo) parecen colapsar (o conducir a formas de dictadura económica cada vez más opresora). Se han propuesto soluciones técnicas de diverso tipo, pero los problemas y preguntas han cambiado, de manera que se vuelven necesarias actitudes y compromisos, como sabe Jesús cuando opone a Dios y la Mamona (Mt 6, 24).
Ciertamente, es necesaria la supresión del Vaticano y de su banco (IOR), pero eso no resuelve el tema, pues también otras diócesis y comunidades “particulares” tienen problemas de ese tipo. Aquí es preciso un retorno sin glosa a la raíz del Evangelio de Jesús y del “carisma” de Francisco de Asís, quien era contrario a la propiedad particular de bienes. Jesús y Francisco buscaron la pobreza, no por sí misma, sino como experiencia y proyecto de comunión (al servicio de la fraternidad). La Iglesia no es una simple institución económica, pero, sin un fuerte testimonio de desprendimiento y comunión en el campo de los bienes económicos, ella pierde su sentido.
UNA CONCLUSIÓN. PERÍODO INSTITUYENTE
Me gustaría decir sólo “buscad el Reino de Dios y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). Pero a este nivel de la historia (año 2013) hace falta algo más, hay que abrir un nuevo período instituyente, retomando el espíritu del Vaticano II y, sobre todo, la dinámica del Evangelio. En esa línea ha sido fundamental el gesto de Benedicto XVI con su renuncia, pues ha mostrado que la función del Papa no es de tipo sacral (como un orden más alto), sino que es una “función”, que puede (y debe quizá) ser temporal, como servicio especial de la Iglesia de Roma al conjunto de las iglesias. Ciertamente, queda en el fondo un residuo “mágico” que toma los servicios (ministerios) eclesiales como valores en sí, en la línea de un “ordo ontológico” (de un tipo de nobleza). Pero de hecho el Papa (el Papa Benedicto XVI) ha mostrado con su renuncia que el Papado es un ministerio especial, vinculado por historia al obispo de Roma.
Esas ocho reformas citadas (con otras que podían añadirse) nos sitúan ante la necesidad de intensificar el estado instituyente (con un nuevo Concilio Ecuménico o sin Concilio). Nos hallamos ante la necesidad de reconstruir la “iglesia derrumbada”, como le pidió Dios a Francisco de Asís… y como de manera mucho más original e intensa profetizó Jesús, cuando anunció la caída de aquel templo de Jerusalén (¡cueva de bandidos!) para que la casa de Dios pudiera ser espacio de oración y encuentro para todas las naciones. Ha terminado un período de sacralidad ontológica, que va en contra del Evangelio de Jesús, para comenzar un período nuevo de misión de Reino. Debemos estar preparados para ello, pues el viento sopla donde quiere y como quiere (Jn 2). Podemos y debemos hablar de un nuevo Pentecostés