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En este artículo proponemos abordar dos ámbitos de los derechos humanos, uno determinado por un bien material y otro determinado por un sujeto colectivo, y que escogemos precisamente por su trascendencia en los últimos años y, más aún, en el último periodo atravesado por una pandemia mundial, sus consecuencias concretas en el ámbito nacional y su afectación a una inmensa mayoría social: el Derecho a la vivienda y los Derechos Humanos de las personas migrantes, con especial mirada al ámbito laboral. Son ejemplos prácticos de la distancia existente entre un derecho declarado y un derecho garantizado y exigible, e incluso reclamable procesalmente ante su falta de garantía y respeto.
1. El Derecho a una Vivienda Digna, Adecuada y Asequible
La Declaración universal de los Derechos Humanos establece, en su artículo 25.1:
“Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez y otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad”.
En el ámbito jurídico europeo, la Carta Social Europea establece unos derechos y libertades, así como un mecanismo de supervisión que garantiza su respeto por los Estados parte. Tras su revisión, la Carta Social Europea revisada de 1996, que entró en vigor en 1999, está sustituyendo gradualmente el tratado inicial de 1961, que fue ratificado por España en 1980. El Comité Europeo de Derechos Sociales determina si los países han cumplido las obligaciones contraídas bajo la Carta (artículo 24 de la Carta, enmendada por el Protocolo de Turín de 1991).
El resumen del articulado de la Carta, a los efectos del derecho a la vivienda, y por tanto concernientes a todas las personas en su vida cotidiana, es:
Acceso a una vivienda adecuada y asequible; reducción del número de personas sin hogar; política de vivienda orientada a todas las categorías desfavorecidas; procedimientos para limitar el desalojo forzoso; igualdad de acceso para los no nacionales a la vivienda social y a subvenciones para el pago de la vivienda, y; construcción de viviendas y subvenciones para el pago de la vivienda en función de las necesidades familiares.
Nuestro ordenamiento jurídico consagra en la Constitución Española, en su artículo 47:
“Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos”.
La aplicación práctica de los derechos constitucionales, y más aún de aquellos que no se enmarcan en los especialmente protegidos como derechos fundamentales, según la doctrina del Tribunal Constitucional, conlleva, en primer lugar, la imposibilidad de ser invocados y reclamados de manera directa por el sujeto de ese derecho, en este caso, “todos los españoles”. En segundo lugar, de la simple lectura observamos que el nudo gordiano es el emplazamiento a los poderes públicos para promover las condiciones necesarias y las normas que hagan efectivo este derecho.
Después de 43 años de la promulgación de dicha declaración, y a la vista de la gestión de la crisis del 2008, del estallido de la negada burbuja inmobiliaria, de nuestra particular gestión política pro “libertad de mercado” y “derecho de la propiedad” de un bien de primera necesidad como es la vivienda; de nuestro particular diseño de economía “productiva” y de la corrupción asociada al ladrillo y a los denominados “pelotazos urbanísticos”, el resultado práctico no ha sido solo la nula promoción y salvaguarda del derecho de todos a “disfrutar de una vivienda digna y adecuada”, sino por el contrario, la privación de un bien básico para el desarrollo de la vida en mínimas condiciones de dignidad, que además es indispensable para el ejercicio de otros derechos.
En España se ha permitido la confiscación de la vivienda habitual de miles y miles de familias, sin ningún tipo de solución habitacional
Este derecho no sólo ha carecido de políticas públicas y legislación acorde a su concepción como bien de primera necesidad y derecho básico para la vida de cualquier ser humano, sino que ha sido sometido, o para ser más exactos, abandonado a su suerte ante las fauces de las leyes no escritas del libre mercado, a una legislación hipotecaria nada garantista con los hipotecados y absolutamente permisiva y vehicular de las prácticas abusivas de un sistema bancario y financiero que no duda en hacer negocio de los derechos básicos y fundamentales. Y que ha encontrado en la legislación sustantiva y procesal, el campo perfecto para garantizar la ejecución de usureros contratos impuestos unilateralmente, sin ningún control de oficio por nuestros tribunales.
Ha tenido que ser el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, quién, a través del trabajo incansable y de profundo valor jurídico al servicio de la defensa de los afectados, ponga en evidencia esos abusos y llame la atención a nuestro Estado por no articular los mecanismos de protección necesarios y haber abandonado a nacionales y extranjeros afectados.
En España, a pesar de haber rubricado la Declaración Universal de derechos humanos, la Carta Social Europea y consagrar esos derechos en su propia Constitución, no sólo no se han implementado los mecanismos jurídicos de protección y regulación de un bien de primera necesidad, sino que se ha permitido la confiscación de la vivienda habitual de miles y miles de familias, sin ningún tipo de solución habitacional, para aumentar el parque inmobiliario de bancos y entramados financieros y empresariales, en su inmensa mayoría parque cerrado a cal y canto, en una evidente actividad de acaparamiento injustificable y dejando con deudas cuasi perpetuas a esas familias desahuciadas.
Hoy la situación, fruto de este trabajo incansable de juristas y afectados, se ha ido revirtiendo; gracias también a una gestión política de las consecuencias de la crisis sanitaria totalmente distinta a la gestión de la crisis del 2008.
El que la vivienda es un bien indispensable pone sobre la mesa la necesidad de una Ley de vivienda estatal
Pero el grado de concienciación de que la vivienda es un bien indispensable que nos ha evidenciado la pandemia y las medidas de confinamiento, pone sobre la mesa la necesidad de una Ley de vivienda estatal que desarrolle y garantice la aplicación práctica del artículo 47 de la CE y demás normas de legal y concordante aplicación, situando a los poderes públicos en la obligación de dotar de un marco garantista y proteccionista que ponga freno a los intereses privados y especulativos de los poderes económicos, y que prime la aplicación de los derechos humanos y del artículo 128 de la Constitución, (el sometimiento de la propiedad privada al interés general), frente al concepto sacrosanto del derecho de la propiedad como definidor del resto de derechos, que acaba suponiendo en la práctica que sea el único que parece ser reconocido, en un sistema judicial determinado a la postre por ser sustento de un sistema económico nada social ni democrático de derecho.
En ese objetivo y ardua tarea hemos de implicarnos también las y los juristas, como lo hemos venido haciendo y más aún si cabe, para evitar que más generaciones se vean sometidas a la negación práctica de los derechos indispensables para el desarrollo integral del ser humano.
2. El derecho de las personas migrantes al reconocimiento de sus derechos humanos
Por lo que respecta a los derechos humanos en nuestro país y en nuestro entorno político jurídico de las personas migrantes, conviene volver a recordar que la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada por Naciones Unidas en el año 1948 y constituye uno de los principales hitos de lo que se ha dado en llamar “consensos de posguerra”. En evidente diálogo con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano impulsada por los revolucionarios franceses en 1789, establece una serie de principios cuyo objetivo principal es el de salvaguardar la dignidad humana y, hacerlo además, por encima de fronteras y épocas.
En las últimas décadas, los DDHH han ido formando el núcleo principal de un sistema ético universal que actúa, entre otras cosas, como el principal medio para juzgar la legitimidad del ejercicio del poder en el marco de cualquier régimen político; su reconocimiento y aplicación representa, además, la frontera que separa los regímenes democráticos de los totalitarios.
Retomando nuestro texto constitucional, en su Título I, donde se recogen los Derechos y Deberes fundamentales de los y las ciudadanas, en su artículo 10.2 se dice lo siguiente:
“Las normas relativas a derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España.”
Respecto de las personas extranjeras, de forma muy somera, en su artículo 13, establece que gozarán de las mismas libertades públicas (con la salvedad del sufragio activo y pasivo) que los españoles en los términos establecidos por la ley y los tratados. Es decir, la Constitución vigente consigna la tarea de elaborar una legislación específica sobre los extranjeros en España. Más allá de algunas normas dispersas por el ordenamiento jurídico que tratan de atajar la xenofobia y la discriminación, esa legislación específica es la Ley Orgánica 4/2000 de 11 de enero, popularmente conocida como “Ley de Extranjería”.
En esta norma, de entrada, se codifican los derechos de las personas extranjeras en pie de igualdad respecto de los nacionales; el acceso a la cobertura y los servicios públicos o derechos laborales básicos, como el de sindicarse o declararse en huelga, quedan aquí sancionados. No obstante, la ley traza una divisoria clara: son los extranjeros en situación regular quienes puedan ejercer estos derechos, mientras que aquellos que, por carecer de permiso de residencia en España, se encuentren en situación irregular, ven sensiblemente reducido el ámbito de sus derechos, no gozando de más cobertura social que la estrictamente básica o no optando a la defensa jurídica gratuita más que en los procesos administrativos que puedan implicar la denegación de su entrada en el país o la devolución al país de origen.
La «ilegalidad» de cualquier congénere supone el campo de abono para la explotación, la exclusión social
La contradicción de limitar el ejercicio de determinados derechos supuestamente universales resulta, pues, evidente. Para hacer justicia, no se trata de una tensión limitada solo a España; en el conjunto de la Unión Europea y en los países llamados “desarrollados” en general, se está produciendo ese choque entre las leyes de Extranjería, de enfoque localista y que pretenden frenar los flujos migratorios, y la aplicación, el respeto y el ejercicio de Derechos fundamentales de naturaleza intrínsecamente universal.
Además, y tras la pandemia de COVID 19 con especial recrudecimiento, vivimos un momento en que los Derechos Humanos, como eje principal de nuestras democracias, están siendo cuestionados y siendo reclamado por algunos sectores políticos y sociales reaccionarios el endurecimiento de las leyes de extranjería nacionales, lo que a nuestro juicio entra en evidente contradicción con el marco y los consensos teóricos y discursivos de protección de los derechos y la democracia; y por supuesto, son un freno precisamente a las políticas de protección y extensión de los servicios públicos y el fortalecimiento de lo colectivo y del ejercicio real de derechos frente a la expoliación que suponen los privilegios de unos pocos. La crisis sanitaria y las medidas que sirven para dar respuesta real y eficaz a una pandemia lo dejan claro, por si había alguna duda, que es urgente trascender de la declaración y reconocimiento teórico al ejercicio práctico de los derechos. Pero es que además, necesitamos que el ejercicio práctico cuente con mecanismos útiles y eficaces de reclamación efectiva ante los incumplimientos que se produzcan. Porque, en definitiva, no hay derecho si éste no se ejerce de manera real, cotidiana y universal.
Sin embargo, y justo en este momento, no hemos de olvidar que durante las peores semanas y meses de la pandemia, muchas de las personas que integraron el grupo de los que llamábamos trabajadores “esenciales”, comprobamos que se trataba en muchos casos de aquellos empleos y trabajos de poco o nulo reconocimiento social, menor reconocimiento económico aún e, incluso, abonados a la economía sumergida y excluida de garantías y condiciones laborales dignas, compuesto además por muchas personas migrantes, y muchas de ellas mujeres. Y también muchas de ellas en situación irregular, a las que, como sociedad, deberíamos reconocer y evidenciar la urgencia de terminar con una situación injusta y de sobre explotación, en lugar de perseguir y limitar sus derechos; porque, como dice uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, no se ha de dejar a nadie atrás.
Es un hecho constatable que seguir permitiendo y defendiendo la “ilegalidad” de cualquier ser humano, además de conculcar los principios básicos que deben regir cualquier sistema judicial que se precie, pone en peligro a cualquier sociedad, su sostenimiento y su desarrollo integral. La “ilegalidad” de cualquier congénere, supone el campo de abono para la explotación, la exclusión social y nos retrotrae a momentos históricos más cercanos a la esclavitud que a la libertad. La desigualdad coarta la libertad, porque no hay libertad sin derechos reconocidos y reconocibles. Los derechos, libertades y obligaciones de cada persona condicionan inexorablemente los derechos, libertades y obligaciones de las demás. Por eso precisamos también de un sistema judicial integral vinculado a la consecución de objetivos coherentes con sus principios, y no un compendio de declaraciones y acciones inconexas y contradictorias entre sí.
De todas las enseñanzas y aprendizajes que se deben derivar de la crisis sanitaria sufrida, y las consecuentes crisis sociales, económicas y políticas que han venido aparejadas, hay una que nos parece fundamental y que debe conformar la columna vertebral de un sistema judicial avanzado y que dignifica la relación entre lo jurídico y la justicia material: o los derechos son universales y protegidos para todas las personas que convivimos en los diferentes marcos de agrupación (desde el hogar, el pueblo, el barrio, el edificio, los centros de formación, los centros de trabajo, los centros de socialización…), o ningún derecho podrá ser plenamente garantizado y ejercido por ningún ser humano. Esa es la importancia y la centralidad de la defensa de los Derechos Humanos: ser garantizados para cualquier ser humano en cualquier lugar.
Queda mucho por hacer y por construir en el ámbito de la justicia y de la Justicia, con mayúsculas. A esa tarea nos enorgullecemos de intentar contribuir y hacemos un llamamiento a todos los profesionales de la justicia y a todos los ámbitos de la sociedad para ejercer esa reivindicación y convertirla en una realidad.