nº 85 octubre 06
De un tiempo a esta parte estamos asistiendo a un fenómeno creciente de crispación social. Opiniones antagónicas e irreconciliables, debates nada dialécticos donde no se mueve nadie de las posiciones iniciales, descalificaciones personales y de grupo, trifulcas, insultos, etc. La calle, el parlamento y los medios sirven a la vez de fuente y de altavoz a todo esto y van situando a cada persona, a cada colectivo en alguno de los extremos del debate. De este modo, la sociedad se va caldeando, posicionando, crispando, dividiendo. Sin que sean comparables los contextos, si no fuera por los nacionalismos autonómicos, cederíamos fácilmente a la tentación de ver en todo esto otra reedición de las dos Españas de las que hablaba Machado.
En una sociedad cada día más plural y compleja, será siempre muy difícil diagnosticar los verdaderos motivos que explican el fenómeno. Más difícil será aún encontrarle la terapia adecuada… Pero, metodológicamente, se nos antoja mirar todo esto desde esos ventanales mayores que representan las últimas leyes orgánicas o de carácter más social que han ido apareciendo en estos últimos años. ¿Serán esas leyes las verdaderas causas de la actual confusión, de la discordia?
A pesar de su importancia, no creemos que sean estas políticas la causa única de la actual crispación. Tanto más cuanto que, durante el recorrido, todas estas leyes han ido perdiendo peso, se han ido acomodando más a los intereses políticos del legislador que al problema social que trataban de encauzar. Nos referimos a leyes tales como la de los matrimonios homosexuales, la LOE o ley orgánica de Educación, la ley de género o igualdad entre le hombre y la mujer, las políticas de normalización de los inmigrantes, a la ley de la recuperación de la memoria histórica, a la política de pacificación de Euskadi, etc. ¿Son estas leyes causa o excusa para la actual crispación?
No es este el lugar para abordar un asunto realmente tan complejo, pero, más que causa, estas leyes nos parecen un pretexto, una excusa. Nuestra opinión es que la actual situación obedece, más bien, a una estrategia bien montada por unos poderes económico-políticos muy concretos y alimentada y difundida por unos medios poderosos que están al servicio de unos intereses muy particulares. Les podrá resultar acertado o desacertado el envite, pero en ello están invirtiendo muchas energías y creando mucha confusión.
Más al fondo, todo esto es posible por el actual descrédito que se está echando sobre todo lo público colectivo: desde la magistratura a la política, desde la educación a la sanidad, desde los medios de comunicación públicos hasta la misma configuración autonómica del Estado. Y todo esto es peligroso. Se comienza descalificando a los políticos (“todos son iguales, corruptos”, “están ahí para forrarse”), se continua con los partidos (“no buscan más que elpoder”), se desprecia la acción política como servicio a la colectividad y se descalifica la democracia como forma de participación de los ciudadanos. Y es verdad que hay en todo esto mucho criticable, pero ¿es bueno llevarlo hasta el extremo del descrédito? ¿Qué se pretende?
Ha habido épocas en que se ha podido reconocer un cierto paradigma de funcionamiento en las religiones, en las iglesias. Pero, hoy día, dada su organización y funcionamiento piramidal, excluyente y muy poco respetuoso con los derechos de la persona, y dado también su posicionamiento partidista tanto a nivel universal como entre nosotros, en España, parece muy poco lo que estas instituciones pueden inspirar acerca de una práctica sociopolítica justa y equitativa entre los ciudadanos.
Más que una alocada descalificación de toda acción política y eclesial, este número de Éxodo puede llevarte a una reflexión serena y ponderada sobre las actuales mediaciones en que estamos apoyando nuestra ciudadanía, nuestra mundialidad. ¿Qué nos urge reformar, convertir?