Escrito por
Ex106 (nov.-dic-2010)
– Autor: Gonzalo de la Torre –
Ningún ser humano es ajeno al tema de la resurrección. Todas las culturas nos hablan de la vida que supera la muerte y nos proponen algún tipo concreto de supervivencia. Resucitar es sobrevivir, es seguir teniendo la posibilidad de relacionarnos con los demás, de hacer que los amores vividos permanezcan, crezcan y se fortalezcan. Creemos que la muerte afecta a nuestra corporalidad, pero no a nuestro espíritu: somos capaces de convertir la presencia de un cadáver en motivo de esperanza. Nos indigna el hecho de pensar irrealizable lo que en algún momento nos ilusionó como posible; esto hace que la idea de resurrección deje de ser esperanza y se convierta en tortura. Desengañarnos de la vida nos conduce a vivir cercanos a algún tipo de suicidio. Por eso, aceptar o negar la resurrección es un desafío a la esperanza. Aceptarla ciegamente nos conduce a ese modelo de fe que hoy brilla y mañana se desvanece. Aceptarla con argumentos nos lleva a hacer de ella algo más que una fantasía. Sabemos que somos fruto de una evolución, cuya finalidad es humanizarnos. Por eso trataremos de concebir la resurrección como la mejor forma de ser más plenamente humanos.
1. LA HERMOSA Y CONTRADICTORIA REALIDAD HUMANA
La Biblia habla de que somos una realidad sexuada, parecida a los animales por tener una materia común (la tierra), pero diferente a ellos por poseer la misma vida de Dios (Gn 1,24- 27; 2,7.19). Hemos sido colocados en un mundo fundamentalmente bueno para hacer el bien (Gn 1,4.10.12.18.21.25.31), aunque podemos elegir hacer el mal de acuerdo a nuestros intereses (Gn 3), y entonces asesinamos, explotamos, excluimos y empobrecemos a los demás…
La ciencia, por su parte, nos dice que el ser humano, al ser fruto de la evolución, tiene tendencias animales (los instintos, cuyo reino son los cerebros reptílico y límbico) y tendencias humanas (la razón, cuyo reino es nuestro tercer cerebro, llamado “neocortex”). En conclusión: nuestra conciencia se construye sobre una base animal. Y es precisamente la conciencia, colocada frente a la realidad de la muerte, la que nos lleva a percibirnos inmortales y a concretar dicha inmortalidad en una resurrección que nos permita seguir siendo humanos después de la muerte, en una dimensión superior a la de nuestro cuerpo mortal. Intuir una resurrección no realizable sería poseer un diseño defectuoso, lo cual sería un fracaso tanto para el ser humano como para su diseñador, que es Dios. La idea de fracaso desaparece cuando entendemos que lo evolutivo funciona a base de paciencia histórica.
2. ESTAMOS LLAMADOS A CONSTRUIR LO HUMANO, SIN DESTRUIR LO INSTINTIVO
El don de la inmortalidad (y por ende de la resurrección) no es un don para unos pocos, sino un don universal que pertenece a la esencia del ser humano, construido en forma evolutiva, con la capacidad de transformar materia en espíritu (partículas en hondas, nos diría la ciencia cuántica). Ciencia y teología coinciden en concebir al ser humano como un ser en permanente proceso de crecimiento. Esta transformación comenzó con la evolución cósmica hace unos 15.000 millones de años; prosiguió con la evolución biológica, hace unos 3.800 millones de años; continuó con la evolución de los primates, hace unos 60 millones de años; y se reorientó hacia la aparición de los homínidos, hace unos 7 millones de años.
El proceso de crecimiento humano no puede terminar con la muerte, pues se trata de una energía inteligente, y este tipo de seres continúan siempre evolucionando, transformándose. Nuestra experiencia humana nos lo dice: durante nuestra vida producimos y acumulamos energías que superan nuestros procesos biológicos. Creamos amor, justicia, verdad, fidelidad, solidaridad, igualdad, fraternidad… Estas energías, parte de nuestro proceso humano, están destinadas a crecer con nosotros después de nuestra muerte. El más allá y la resurrección que lo concreta son la forma de responder a nuestra misión de humanizarnos.
3. LOS QUE SIENDO HUMANOS SE PORTAN COMO FIERAS
La resurrección corporal es una de las formas posibles de ser inmortal, pero en la historia de las culturas no siempre ha sido la más obvia. En Israel la idea de la resurrección se aviva a partir del destierro, frente a la masacre causada por los babilonios en la destrucción de Judá, de Jerusalén y del templo: “Entre ruinas han quedado mis hijos, porque pudo más el enemigo que nosotros” (Lm 1,16).
De esta realidad injusta de muerte y de dolor va a brotar el concepto de resurrección. La muerte de aquellos que no debían morir y que son asesinados por su fe será el detonante final: “Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo nos resucitará a una vida eterna, a nosotros que morimos por sus leyes” (2 M 7,9.14). Al asesino que destruye la corporalidad hay que responderle con una corporalidad resucitada.
4. ¿QUÉ HACER CON NUESTRA CORPORALIDAD?
El cuerpo es parte esencial del proceso humano: es mediación de relación y de humanización. Esto lo logramos cuando, sin destruir nuestros instintos, construimos procesos humanizadores. Para nuestra humanización contamos con tres cerebros, en un proceso en el que lo instintivo puede ser transformado en energías superiores de amor y de justicia, llevando siempre la impronta de cada sujeto: su masculinidad o su feminidad. De esta manera, las cualidades de nuestro cuerpo mortal son asumidas por la energía que él mismo va produciendo. Es la primera forma de comenzar a ser inmortal, pues estas energías nunca mueren. Hay quienes enseñan que las energías que creamos quedan acumuladas o en nuestra conciencia, o en nuestra alma, o en nuestro espíritu, o en el cuerpo astral que nos envuelve… Dichas energías creadas por nosotros mismos, en compañía del Dios que nos inhabita, serían las encargadas de tomar la guía de nuestro ser, después de la muerte. Resucitar sería organizar todas estas energías en forma de un nuevo cuerpo, y así seguir relacionándose en una nueva dimensión. San Pablo lo concreta así: lo que primero aparece es lo animal, luego lo espiritual… Y a esto Dios le da el cuerpo apropiado… (cf. 1 Cor 15,46.38). Nada de lo vivido en el primer cuerpo se pierde, todo estará orientado a proseguir el proceso de humanización ya inaugurado.
Uno de los frutos de nuestra humanización es construir memoria, parte de la cual nos la llevamos y parte se queda en aquellos con los que hemos convivido. Esta es la conexión que nos seguirá uniendo a este mundo… Nuestra limitación humana suele convertir dicha memoria o en liberación, o en un prolongado llanto de soledad…
Llegamos a la resurrección a través de un largo proceso de cambios, en el que cabe la posibilidad del sufrimiento. Ser consciente de su significado nos facilita llegar a una mayor justicia, hasta disfrutar de ese Mayor y definitivo amor que es Dios. La torturadora idea del purgatorio se humaniza frente a esta realidad. Si comprendemos a fondo nuestro proceso de resurrección, estamos resucitando y purificándonos desde niños, entre procesos placenteros y cambios dolorosos.
5. EL GOZO DE INTUIR LA RESURRECCIÓN DE CRISTO Y NUESTRA PROPIA RESURRECCIÓN
a) Los relatos de la resurrección y de las apariciones de Jesús resucitado suelen tener muchas objeciones. Se llama la atención sobre el hecho de que los evangelios se escriben muchos años después de su muerte. ¿Estamos frente a relatos de verdaderas apariciones o frente a constataciones de fe que se quieren apoyar en la memoria del Maestro? Además, el hecho de ser perseguidos avivó en los cristianos y en las generaciones posteriores el deseo de recuperar por la resurrección el cuerpo injustamente asesinado… Así mismo, probar la resurrección desde el sepulcro vacío, desde los lienzos plegados o desde la ausencia del cadáver, termina probando nada…