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LA IGLESIA CATÓLICA DE HOY ANTE JESÚS

Escrito por

Ex106 (nov.-dic-2010)
– Autor: Xabier Pikaza –
 
Quiero poner ante Jesús a la Iglesia católica, y de un modo especial a su Jerarquía, desde la perspectiva del Vaticano I (1869/1970), que ha marcado su camino hasta el momento actual. Me fijaré en dos temas básicos (Primado e Infalibilidad), para interpretarlos desde Jesús, como ha de hacerse en teología. No quiero criticar las declaraciones del Concilio, ni decir que estaban equivocadas, sino interpretarlas desde su contexto, y aplicarlas a la actualidad, según el evangelio.

VATICANO I, EL PODER CRISTIANO

Si Jesús viniera y preguntara a la Iglesia por su identidad y su poder, ella podría responder con el Vaticano I, diciendo que el Papa tiene en ella todos los poderes:

«Si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene sólo deber de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en las materias que pertenecen a la fe y costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de la Iglesia difundida por todo el orbe, o que tiene la parte principal, pero no toda la plenitud de esta suprema potestad; o que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata, tanto sobre todas y cada una de las iglesias, como sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles, sea anatema» (Vaticano I, Denz- Hünermann 3064).

El texto dice que el Papa tiene “plena y suprema potestad de jurisdicción”, un poder ordinario e inmediato en toda la Iglesia (potestas ordinaria et immediata in tota Ecclesia). De esa forma asume la teología canónica de la reforma gregoriana del siglo XI (Gregorio VIII), pero que no se aplica ya en clave política (sobre la sociedad civil), sino sólo en clave eclesial (in universam Ecclesiam), es decir, sobre la comunidad de los creyentes, según el evangelio. Tomadas en sentido externo, esas palabras (potestad y jurisdicción) provienen de una práctica jurídico/política fundada en el imperio romano y en el feudalismo germano y en sí mismas son contrarias al evangelio. Por eso, ellas deben reinterpretarse desde la perspectiva de Jesús.

Esa jurisdicción y potestad debe entenderse y ejercerse según la “autoridad” (cf. Mc 10, 35-45; Mt 28, 16-20), es decir, desde Jesús que entrega su vida por los demás. Por eso, cuando se dice que el Papa posee la plena y suprema potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, ha de añadirse que él no tiene poder ninguno en línea de jerarquía ontológica, de sacerdocio judío, política romana o autoridad feudal. Conforme al mensaje de Jesús, siendo cristiano, el Papa sólo tiene poder para entregarse gratuitamente, con los pobres y expulsados del mundo, en nombre de la Iglesia, al servicio del reino (cf. Jn 10, 18): no puede mandar como los ricos, sacerdotes y soldados (con medios coactivos), pues el evangelio sólo le ha dado un poder de gracia al servicio del Reino de Dios.

Además, el Concilio no dice que el Papa tenga potestad sobre (super) sino dentro (in) de la Iglesia, de manera que él aparece como representante de una comunidad que renuncia a todo poder y violencia. Eso significa que, estrictamente hablando, no tiene más potestad que otros cristianos, pues a todos ha dirigido Jesús las palabras esenciales sobre el poder (cf. Mc 9, 33-37 y 10, 35-45 par). Ni la Iglesia, ni el Papa en nombre de ella, pueden ejercer ninguna autoridad contra el evangelio, es decir, en contra del servicio amoroso del Reino de Dios. En esa línea, tener autoridad plena y suprema significa poder servir a todos, sin imponerse sobre nadie, siendo así portavoz y ejemplo de los pobres. Eso significa que esta proposición del Vaticano I ha de entenderse “desde Jesús”, es decir, desde el evangelio, y no desde un derecho imperial o feudal propio del siglo XI, o desde un absolutismo del siglo XIX.

Por eso hay que poner el “poder” de la Iglesia de hoy a la luz del evangelio, como poder de amor, al servicio de la fraternidad, sin privilegio, imposición o ventaja sobre nadie. Éste es el “derecho” del Papa (es decir, de la Iglesia), ésta su autoridad: ser signo de entrega y comunión fraterna, para vincular a los hermanos, no a través de un poder más alto (del que otros carecen), sino renunciando a todo poder. Un Papa que pretendiera tener más potestad que los “simples” creyentes, un Papa que quisiera situarse por encima de los pobres (y no a su servicio) dejaría de ser cristiano.

De esa forma, entendiendo el Vaticano I desde Jesús, como ha de hacerse, podemos afirmar que la autoridad de la Iglesia (Papa, concilios y pueblo cristiano) es “plena, suprema, inmediata”, siempre que sea cristiana, es decir, siempre que renuncie a toda superioridad e imposición, a todo mando y jer-arquía (sea en línea de mon-arquía o de olig-arquía), porque es la autoridad de los pobres, a quienes pertenece el evangelio, es decir, el futuro de la vida.

La Iglesia es, según eso, la comunidad de los excluidos y rechazados, a los que Cristo ha llamado, porque son hijos de Dios para formar una familia donde todos sean hermanos, hermanas y madres, sin que haya un padre humano (patriarcalista) por arriba de los otros (Mc 3, 31-35; Mt 23, 9). Por eso, si un Papa, o algún otro jerarca, pretendiera ser más que el resto de los fieles no sería cristiano. Jesús, Hijo de Dios, no ha reservado nada para sí, sino que ha concedido toda su autoridad a los creyentes. Pues bien, de un modo concordante, podemos añadir que el Papa sólo tiene “potestad plena, suprema e inmediata” en la medida en que la comparta con todos los hombres, dentro de la Iglesia, en una historia de gracia, al servicio del Reino de Dios.

VATICANO I, EL PRINCIPIO DE LA INFALIBILIDAD

En ese contexto podemos hablar de infalibilidad, un tema que para muchos constituye la piedra de tropiezo del papado. Pero, bien pensada, desde la raíz del evangelio, ese “dogma” constituye una fuente de gozo, la certeza de que en el camino de Jesús, en comunión con los pobres, compartiendo la vida con los demás, podemos ser y somos infalibles. Ésta es la formulación conciliar:

«El Romano Pontífice, cuando habla ex cátedra –esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal–, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia (Denz-H., 3074).

El Vaticano I no quiso oponerse a la razón humana (es decir, a la verdad de los hombres y mujeres como tales), sino ofrecer, desde Jesús, verdad más alta, que es la verdad del evangelio, que se expresa en la comunión y el amor al servicio de los más pobres. Sólo de esa forma, al acoger y expresar el don de Dios (es decir, al situarse ante Jesús, en gesto de servicio a los pobres), el Papa/Iglesia es infalible, en materia de fe y costumbres (de fe y vida), cuando expresa y concretiza en su vida la Vida del Evangelio. Este dogma puede resultar y resulta escandaloso si se relaciona con pequeñas declaraciones que el mismo papado ha venido ofreciendo en los últimos tres siglos, sobre temas de política o cultura, de ciencia o vida social. Pero, tomado en sentido profundo, éste es un dogma esencial, porque permite que los cristianos sean conscientes de la firmeza del conocimiento de la fe, es decir, de la vida compartida.

En sentido radical, para los cristianos, sólo es infalible Cristo o, mejor dicho, una vida como la de Cristo, en amor abierto al conjunto de la Iglesia (de la humanidad), partiendo de los pobres. Pues bien, el lugar donde se expresa y cultiva esa infalibilidad es la comunión de los seguidores del evangelio, representados de un modo especial, no exclusivo, por el Papa, cuando asume, según Cristo, la vida del conjunto de la Iglesia, al servicio del evangelio.

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