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Exodo 108 (marz.-abr.) 2011
– Autor: Pascual Serrano –
Nunca como hasta ahora, conceptos como la libertad de expresión o libertad de prensa habían sido tan recurridos por la derecha política y económica con tanta fruición. Estas libertades se han convertido en magnífica munición contra gobiernos que han intentado salirse, aunque sea mínimamente, de los cánones neoliberales. Es el caso de algunos gobiernos latinoamericanos. Por ejemplo, si el gobierno venezolano no cede el espacio radioeléctrico para una televisión privada y lo reserva para una televisión pública se le acusa de atentar contra la libertad de expresión, si el argentino quiere declarar de interés público el papel prensa para que deje de ser propiedad exclusiva de una empresa se le acusa de atentar contra la libertad de expresión. Y si el boliviano quiere terminar con la impunidad de la información racista y xenófoba en los medios le sucede lo mismo. De ahí la necesidad de retomar los conceptos y, muy importante, analizar hasta qué punto las libertades y los derechos relacionados con la información pueden desarrollarse en el marco del mercado o necesitan de la participación del Estado para su garantía. Y, simultáneamente, estudiar si, bajo el paraguas de la libertad de expresión, se desarrollan elementos que nada tienen que ver con ella, o incluso la obstaculizan.
Lo primero que observamos es que el modelo neoliberal entiende por libertad de expresión y libertad de prensa el uso oligopolístico por parte de quien tiene el potencial financiero suficiente para crear medios de comunicación masivos. Los grandes medios, en virtud de la arbitrariedad de sus propietarios y directivos, se arrogan el derecho de seleccionar los contenidos que consideren oportunos, de modo que los propietarios de un medio de comunicación no sólo tienen el poder de difundir unos contenidos, sino también de vetar otros, los que no son de su interés. De ahí que lo que reivindican las empresas de comunicación como libertad de expresión no es otra cosa que su derecho a la censura. Por ello, lo que desde una lectura progresista debemos reivindicar, más que un derecho a expresarse limitado por las posibilidades económicas y el beneplácito del empresariado mediático, es el derecho ciudadano a informar y estar informados. Es decir, el acceso de los ciudadanos a los medios de comunicación y la garantía de que, a través de éstos, se recibe una información plural y veraz. Es indiscutible que ninguno de esos dos derechos pueden ser garantizados por el mercado de los medios de comunicación sin la participación del Estado. Recordemos que el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) establece el derecho a “recibir informaciones y opiniones”. Sólo desde unos poderes públicos democráticos se pueden crear las condiciones para que los diferentes grupos sociales puedan tener voz en los medios sin depender del criterio de los propietarios. Y sólo mediante una legislación que vele por la veracidad y sancione la mentira, la manipulación, la injuria, la calumnia, el racismo o la xenofobia podremos asegurar que una sociedad puede estar bien informada. Las habituales propuestas de autorregulación generadas desde el lobby mediático empresarial son una falacia, ningún gremio se autorregula sólo sin la vigilancia de la ley y de los poderes públicos. Veamos el caso de los códigos deontológicos para los periodistas. Estas normas éticas no tienen ninguna vinculación para el profesional porque, en última instancia, el poder al que se ven sometidos en los medios privados es el del contratador. En el régimen actual de precarización laboral y despido libre ningún periodista puede apelar a ningún código ético para publicar o no determinada información porque el criterio último será del propietario o directivo que decide si el periodista seguirá trabajando o no para esa empresa.
La veracidad también merece especial atención. Algunas constituciones, como la española, recogen en su articulado el derecho a recibir una información “veraz”. Por lo tanto, si las noticias de nuestros medios no poseen la veracidad ni la calidad necesaria se estará atentando contra un derecho fundamental. Una vez más se requiere la presencia de poderes públicos que garanticen esa veracidad. Su ausencia ha demostrado que se puede crear un sistema con tanta ausencia de derecho a la información como el que pudiese haber en una dictadura. Si un régimen totalitario se caracteriza por proscribir determinadas informaciones mediante la fórmula de la censura, un régimen que se llame democrático y que no vele por la veracidad tendrá como consecuencia la difusión indistinta de verdades y mentiras, de modo que el ciudadano no podrá diferenciarlas, no sabrá, en consecuencia, cuál es la verdad, y terminará en una situación idéntica a la del régimen de una dictadura que censura la información. Durante la anterior legislatura, el Parlamento español, con la complicidad de los dos grandes partidos, abandonó en un cajón el Estatuto del Periodista aprobado en Comisión a iniciativa de Izquierda Unida. En él se establecían garantías para la independencia del periodista ante su empresa, mecanismos de participación democrática en los medios y sistemas de control público para garantizar la veracidad y la pluralidad. Los grandes grupos de comunicación se opusieron con contundencia argumentando que “en una sociedad democrática los periodistas deben quedar fuera de la regulación política”. En realidad se referían a que éstos quedasen fuera del imperio de la ley, sólo ante el imperio empresarial.
Todos los elementos de rigor, pluralidad o veracidad son ignorados por los lobbys empresariales creados en torno a la explotación propagandística del discurso de la libertad de expresión. Grupos como la Sociedad Interamericana de Prensa o Reporteros sin Fronteras siguen aplicando criterios de denuncia nacidos al servicio del empresariado, de ahí que nunca les hayamos escuchado preocuparse por unas condiciones laborales dignas para los periodistas, la denuncia de oligopolios –cuando no monopolios– en las estructuras de la distribución de la prensa o el castigo que sufren las asociaciones sin ánimo de lucro en la nueva Ley General de Comunicación Audiovisual española. El sesgo mercantilista de esta norma se aprecia en que a la hora de abordar los servicios de comunicación audiovisuales comunitarios sin ánimo de lucro, éstos son condenados a la precariedad y la marginalidad al establecer que “sus gastos de explotación anuales no podrán ser superiores a 100.000 euros en el caso de los servicios de comunicación audiovisual televisiva y de 50.000 euros en el caso de los servicios de comunicación audiovisual radiofónica”.
Por último no quiero olvidar la imprescindible relación de la libertad de prensa con los derechos sociales, siempre tan olvidados por los patrones mentales neoliberales. Es obvio que la principal condición para garantizar una adecuada libertad de expresión escrita es que la ciudadanía sepa leer y escribir. Sin embargo, casualmente, los gobiernos que más han sido acusados en América Latina por atacar a esta libertad son los que más se preocuparon por la alfabetización, y los que, conforme a los estudios de la UNESCO, antes lograron garantizarla: Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua. El hecho muestra que quienes dicen defender la libertad de prensa no están interesados en mejorar la cultura y el conocimiento de los ciudadanos, sino en mantener su régimen de oligopolio de la información.
La batalla de la comunicación es fundamental porque la derecha latinoamericana nunca se vio tan atemorizada por la vía electoral como en la última década. Desacreditados su líderes políticos y desveladas las injusticias e insostenibilidad medioambiental de su modelo económico, la lucha en el frente mediático se ha hecho fundamental, puesto que es en ese terreno donde su dominio sigue siendo abrumador. Para ello no han dudado en pulverizar cualquier principio ético de la información y prostituir términos otrora dignos como la libertad de expresión. Hace unos años un profesor venezolano fue preguntado en Madrid sobre si la libertad de expresión estaba en peligro en Venezuela. Respondió lo siguiente: “Sí, es verdad, está en peligro, la tienen secuestrada los medios de comunicación”.
La última cuestión que nos debemos plantear es cuál debe ser el papel de los gobiernos progresistas ante esta situación. Mi opinión es que el gobierno que se limite a indignarse ante las embestidas de la prensa es como el perro que ladra a la Luna, es como si se encolerizase por los ciclones o las lluvias torrenciales que destrozan cultivos y carreteras y no se pusiese a trabajar para paliar o prevenir esos daños. No permitiríamos a un ministro de Sanidad que saliese en público a criticar al germen del paludismo, le exigiríamos que pusiese en marcha las medidas contra la enfermedad. Eso mismo es lo que deben hacer frente a la canalla mediática que todos los días nos golpea: poner en marcha sistemas de exigencia de veracidad de la información, crear medios estatales que garanticen el derecho ciudadano a estar informado y dotar de recursos a las comunidades para que desarrollen sus propias estructuras de comunicación democráticas y alternativas. No se necesitan gobiernos que se quejen, sino que combatan. Del mismo modo, también los pueblos tienen que estar dispuestos a movilizarse en defensa de las medidas gubernamentales que surjan en la búsqueda de un modelo comunicacional democrático y participativo. Porque las libertades, incluida la de expresión, o son de todos y sin necesidad de disponer de dinero, o nunca son libertades.