Escrito por
Éxodo 112 (en.-feb) 2012
– Autor: Demetrio Velasco –
Es una obviedad que Europa y el cristianismo han tenido una historia común tan intensa y compleja que, difícilmente, pueden pensarse aisladamente uno de la otra y viceversa. Pero, también, sería un grave error pensarlos sin tener en cuenta que ambos están imbricados en una trama de tradiciones, aún más compleja, que ha teñido sus raíces culturales, socioeconómicas y políticas, desde sus orígenes hasta nuestros días.
Pretender responder, hoy, a las numerosas preguntas que nos plantea una Europa como la actual, que atraviesa una crisis que podemos denominar como “epocal”, exige saber de dónde venimos. Pretender trabajar en la construcción de una Europa más libre, justa y solidariamente integrada, fiel a sus mejores fundamentos y promesas, precisamente, ahora, cuando padece una grave crisis de identidad, de solidaridad y de representatividad, exige saber reconocer las virtualidades que el cristianismo puede ofrecer en dicho proceso de construcción.
Ni qué decir tiene que Europa como “proceso histórico de construcción social de la realidad que es”, nos obliga a mirar la historia del cristianismo, de las sociedades europeas, de los modelos socioeconómicos que en ellas han estado y siguen vigentes, como frutos de contextos y contingencias que bien podían haber ocurrido de otra forma, y no como expresiones necesarias de una necesidad fatal.
Dado que el objetivo de este número de la Revista Éxodo es pretender responder a la pregunta de cómo es posible que Europa haya llegado a la lamentable situación actual, bajo la hegemonía de un neoliberalismo cada vez más decimonónico (que pretende afirmar su proyecto de gobierno económico global, sin los límites legales y morales que hasta ahora han estado de alguna forma vigentes, y que persigue la liquidación de uno de los mejores logros de la tradición ilustrada: la de los derechos humanos en sus tres generaciones), y de qué papel ha jugado la religión en esta deriva, centraré mi reflexión en los siguientes puntos:
En primer lugar, describiré, de forma esquemática, el papel que ha desempeñado el cristianismo en la construcción de la Europa Moderna en su versión más economicista. Analizaré el ambiguo papel del cristianismo respecto del propietarismo burgués y de su expresión institucionalizada en la historia Europea de los últimos siglos: la del liberalismo doctrinario y del humanismo de las compatibilidades.
En segundo lugar, si queremos hacer eficaces las virtualidades de las religiones, en especial del cristianismo, para construir una Europa más universal y solidaria (inclusiva), es imprescindible levantar las hipotecas de los particularismos excluyentes (económicos, etnoculturales, religiosos) que en ella han estado vigentes desde su creación, y hacer frente al actual “fascismo social” que la amenaza en su supervivencia.
En tercer lugar, hay que ejercitar el diálogo interreligioso y ecuménico. La cuestión del pluralismo religioso y no sólo el de la pluralidad de religiones es básica para que este crisol de la diversidad que es Europa genere sociedades libres e iguales desde su diferencia.
UNA MIRADA HISTÓRICOIDEOLÓGICA AL BINOMIO CRISTIANISMO-ECONOMÍA EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA EUROPA MODERNA
Si ha sido una tesis indiscutida de la teoría sociológica y política contemporáneas que las sociedades europeas han experimentado una progresiva colonización de la vida por la lógica del economicismo, hoy, esta tesis se ha convertido en una evidencia tal, que, si tuviera que mencionar la que es la mayor amenaza para nuestras vidas, diría que es una forma perversa de economicismo: el fascismo financiero. Éste es la expresión más virulenta y peligrosa del fascismo social porque, como dice B. de Sousa Santos, es la más refractaria a cualquier intervención democrática. 1
Creo que la hipoteca de la lógica burguesa, que se ha traducido, desde sus orígenes, como una teoría política y jurídica del individualismo posesivo, ha sido tan determinante en el devenir histórico de la lógica democrática, nacida de las revoluciones liberales y, en concreto, en la construcción de la Europa actual, que hay que concluir que “la liebre liberal parece haber ganado definitivamente la carrera a la tortuga europea” 2. La Unión Europea que, en sus orígenes, tuvo diferentes formas de entender su proyecto de “mercado común”, ha visto cómo sus versiones más próximas a los ideales ilustrados y democráticos (como el de los demócrata-cristianos o el de los socialistas), han sido progresivamente derrotadas por la versión más liberal y economicista, la de los tecnócratas de Bruselas. El proyecto neoliberal de globalización ha encontrado en dicho liberalismo uno de sus mejores aliados, aunque para ello haya sido preciso volver la espalda a la construcción de una Europa democrática y social. Hoy es cada vez más difícil reconocer en el comportamiento de quienes rigen los destinos europeos (los señores del mercado y de la guerra con la connivencia de sus aliados políticos) el rastro de los ideales ilustrados y humanistas. Según un informe del Foro sobre Riesgos Globales (Foro Económico Mundial), la principal amenaza potencial de los próximos diez años es la de una regresión a situaciones propias del capitalismo salvaje. La utopía europea corre peligro de convertirse en la pesadilla de la distopía. 3
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué ha pasado con la utopía europea para que estemos engendrando el monstruo de la “distopía”? ¿Qué responsabilidad ha tenido el cristianismo en esta deriva antihumana y anticristiana? Creo que una mirada retrospectiva a la historia moderna europea puede ayudarnos a comprender nuestra situación.
Si tuviera que dar un nombre a la historia de esa progresiva colonización de las sociedades modernas por el economicismo, a la que me he referido antes, creo que estaría bien definida como la “historia del materialismo histórico reaccionario”, denominación que utilizaron algunos líderes revolucionarios del siglo XIX, como M. Bakunin, para denunciar la forma en que los “liberales doctrinarios”, muchos de ellos inspirados en las doctrinas cristianas, organizaron la sociedad de su tiempo y legitimaron el individualismo propietarista. Su pretendida proclama idealista se reducía a “un materialismo reaccionario revestido de deísmo metafísico y doctrinario”. La misma Iglesia católica acabaría considerando devotos hijos suyos a quienes tenían como vocación de cristianos honorables “enriquecerse a toda costa”, vaciando así de toda virtualidad sociogenética al principio genuinamente cristiano del destino universal de los bienes. No es el momento de extenderme en esta imprescindible referencia históricoideológica para comprender por qué hemos llegado a nuestra situación 4. Baste recordar que alguien tan poco sospechoso de cargar responsabilidades ajenas en el deber del cristianismo, como Juan Pablo II, decía en la Laborem Exercens (n. 13), refiriéndose al error del “economicismo”, que el materialismo práctico de los creyentes estaba en el origen del materialismo teórico de los ateos. Por mi parte, creo que el cristianismo ha sido instrumentalizado impune y secularmente por el liberalismo economicista burgués y que lo sigue siendo todavía por el neoliberalismo y el neoconservadurismo. Quizá convendría recordar, en estos tiempos en los que la prensa financiera anglogermana (WASP) ha abierto la veda contra los “cerditos europeos” católicos (PIGS), que la tradicional lectura weberiana del calvinismo ha sido desmentida en numerosos de sus tópicos por investigaciones solventes.
Personalmente, siempre me ha gustado más la interpretación de Nietzsche o de Leo Köfler, para quienes no fue una forma de espíritu religioso la que empujó al ser humano a la razón adquisitiva, sino que fue, precisamente, la desaparición del espíritu religioso la que liberó en el ser humano el demonio económico. El calvinismo, como una moral para burgueses ateoprácticos (que consideran a Dios como el “socio” de su “negocio”) o como “ascetismo mal situado” (y que sirve para alimentar el corazón de la actividad antiascética por excelencia: la avidez infinita del deseo acumulador tan bien descrita por Hobbes), sirvió y sirve, todavía hoy, para alimentar, aún más, la lógica del individualismo posesivo. Creo que incluso D. Bell, un neoconservador canónico, dijo algo parecido cuando, al hablar de las contradicciones culturales del capitalismo, apuntaba al hedonismo consumista e insolidario como el motor del sistema.
Hemos llegado hasta aquí porque Europa ha vendido su alma cristiana, tanto en su versión protestante como católica, al dios Mamón. Todas las construcciones europeas nacidas con la vocación de encarnar los ideales cristianos han estado lastradas por esta diabólica hipoteca y, con demasiada frecuencia, todas ellas han funcionado con una profunda ambigüedad que, cuando no ha minado gravemente su virtualidad transformadora, las ha esterilizado. La lucidez crítica de algunos pensadores ha expresado plásticamente esta situación. Decía J. Benavente que finalmente el burgués moderno había solucionado el terrible dilema evangélico: creer firmemente que el evangelio lleva razón diciendo que es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que un camello entre por el ojo de una aguja; pero, a la vez, creer más que firmemente en que un camello cargado de oro entra por cualquier sitio. No hay ojo que se le resista. Por fin, como dirá Le Goff, “la bolsa y la vida” juntas. El avaro puede dormir tranquilo. Todo se soluciona con un razonable purgatorio.
La historia del “humanismo de las compatibilidades”, aquel que denunciaba el profesor Tierno Galván, porque “al servir lo mismo para pobres que para ricos” carecía de virtualidad transformadora alguna, es el humanismo con el que, lamentablemente, durante mucho tiempo, se ha identificado el humanismo cristiano. Por eso, su sola proclama ha levantado tanta suspicacia y ha tenido tantos detractores.
Es verdad que no ha sido solo el cristianismo quien se ha convertido en instrumento legitimador del liberalismo burgués, primero, y del neoliberalismo, después, sino que ninguna de las ideologías hegemónicas que se han propuesto como alternativa al capitalismo ha sido capaz de exorcizar el demonio del economicismo. Ni los diversos socialismos, ni la hoy casi difunta socialdemocracia, ni siquiera la misma Doctrina Social de la Iglesia, han sido capaces de levantar dicha hipoteca, y quizá, por ello, seguimos en una deriva cada vez más totalitaria. La amenaza más inminente en nuestros días es la de un fascismo social cuyo rasgo más definitorio es, sin duda alguna, el del fascismo financiero, que encarna como ningún otro lo que significa sacrificar todo al dios Mamón, es decir, al dios Mercado. Significa la quiebra de lo humano, expresada como “dia-bólica”, porque profundiza la sima que separa a pobres y ricos, porque desvertebra las sociedades con la desigualdad, la exclusión, el apartheid y el genocidio, porque su forma de entender la economía poco tiene que ver con la producción y distribución de bienes y servicios orientados a satisfacer las necesidades humanas.
Antes de concluir esta mirada retrospectiva al devenir de la construcción europea, creo imprescindible señalar que no todo ha sido tan negativo, como lo dicho hasta ahora podría hacer creer.
Afortunadamente, no todo es fascismo financiero, ni todo es cristianismo legitimador del liberalismo burgués. Entre las raíces que siguen aportando savia al proyecto de una Europa más integrada, solidaria y universal, tanto el cristianismo como la razón ilustrada crítica, que también tiene su versión como economía crítica, tienen por delante un importante papel que jugar. El hecho de que, hasta ahora, no lo hayan hecho de forma históricamente suficiente, no significa que no lo puedan o no deban hacerlo todavía.
DESAFÍOS Y TAREAS DEL CRISTIANISMO EN LA CONSTRUCCIÓN EUROPEA
Después de lo dicho hasta ahora, parece una obviedad que, si Europa tiene hoy una prioridad, ésta consiste en recuperar su verdadera “alma”, o “naturaleza final”, que diría el clásico, superando inercias históricas y malformaciones casi congénitas, para llegar a ser una sociedad solidaria y democrática. Si hay una lección clara que nos enseña la historia europea y mundial, es que cuando mejor nos ha ido a los europeos ha sido cuando hemos tomado conciencia de lo que nos une, de nuestras mutuas y fecundas solidaridades. Por el contrario, cuando hemos afirmado de forma insolidaria y excluyente nuestros particularismos, socioeconómicos, políticos y religiosos, hemos acabado generando hostilidades y guerras fratricidas de carácter devastador. Esta lección no deberíamos olvidarla nadie, porque a todos nos atañe. También el cristianismo, como las demás religiones, ha desempeñado este ambiguo papel.
Para poder salir de la deriva del “fascismo social”, a la que antes nos hemos referido, es imprescindible, por ejemplo, que superemos la lógica economicista que nos ha llevado a la hegemonía del capitalismo financiero y de su idolatría mercantilista. El cristianismo debe saber hacer una crítica radical de esta “salvación por la economía de mercado” y, para ello, debe encarnar de forma históricamente suficiente su “economía de la salvación”. Pero humanizar la economía de la salvación pasa necesariamente por asumir las contradicciones, conflictos y limitaciones que toda actividad económica conlleva. El pensamiento social cristiano solamente cumplirá adecuadamente su rol cuando se convierte en la “acción crítica, práctica y transformadora” de la realidad social. No basta con apelar a “una nueva economía del don y de la gratuidad”, que las almas buenas deben ejercitar para superar las injusticias, sino que debe proponer como cuestión prioritaria e imprescindible la cuestión de la justicia social, como principio cardinal en el que deben inscribirse las demás virtudes, incluida la más sublime de todas, la caridad. Sabemos que si los cristianos hiciéramos propia esta prioridad difícilmente podríamos seguir legitimando el sistema capitalista, como lo hace buena parte de dicho pensamiento social cristiano, y estaríamos permanentemente con el grupo de los “indignados”, en vez de sentirnos recelosos ante ellos.
Creo, pues, que la aportación más urgente que el cristianismo puede y debe hacer a Europa es la denuncia sin ambigüedad alguna del capitalismo financiero actual, que afirma su hegemonía como una de las expresiones más virulentas del actual “fascismo social”. Pero, para hacerlo, los responsables de las Iglesias cristianas de Europa deben desenmascarar tanto el fundamentalismo tecnocrático y economicista del neoliberalismo como el fundamentalismo teocrático del neoconservadurismo cristiano, que en paradójica connivencia legitiman la actual situación, llegando hasta identificar la “lex mercatoria” y la ley natural. Es lamentable ver cómo el fascismo financiero, tras generar los episodios más siniestros de la crisis, acaba imponiendo sus criterios economicistas, obligando a los gobiernos de los Estados democráticos a cambiar sus constituciones, sus gobiernos, sus sistemas educativos, y, sobre todo, a aplicar ajustes socioeconómicos que bastantes analistas califican, con razón, de “crímenes económicos” y de “genocidio social”, y todo ello, con tal de garantizar la prioridad de sus ilegítimos intereses. Deben denunciar a las instituciones y personajes que, tras autocalificarse sin pudor alguno de cristianos, asisten impávidos a la evolución de la crisis que sus políticas económicas generan, y actuar frente a ellos, como mínimo, con la misma contundencia con la que actúan cuando se trata de afrontar los problemas relacionados con las llamadas “políticas del cuerpo”. Ante el escándalo de la desigualdad, deben hacer creíble que la opción por los pobres no es una consigna doctrinaria más del “humanismo de las compatibilidades”. Pero esto no será posible mientras la Iglesia se sienta cómodamente incardinada en el statu quo europeo y, menos aún, si la más alta jerarquía vaticana reacciona, como lo ha hecho recientemente, censurando una nota publicada por el Pontificio Consejo Justicia y Paz, que critica al actual sistema financiero y propone algunas medidas para cambiarlo. 5 Cuánto se echa de menos la voz profética de los responsables de las Iglesia denunciando tanto fraude fiscal, tanta corrupción, tanta mentira, como la que supone la defensa del actual fascismo social. Particularmente urgente me parece, en las actuales circunstancias, una condena de la instrumentalización que se hace de la virtud de la austeridad para justificar los intereses económicos de los más ricos, aunque sea a costa de los derechos básicos de gran parte de la población.
La prioridad de las Iglesias cristianas debe ser, ciertamente, luchar contra la deriva nihilista y relativista que está tomando Europa. Pero sin errar en el diagnóstico. La causa fundamental de dicha deriva no está, como a menudo se dice, en la pérdida de las raíces cristianas y en la galopante secularización de las sociedades, sino en un capitalismo salvaje que, como ha ocurrido desde el principio ha agostado el alma europea, utilizando incluso la religión para legitimar su lógica de individualismo posesivo y de consumismo nihilista. Hoy, más que nunca, los cristianos deberían dejar claro que la condición de la posibilidad de la fe en Europa pasa por priorizar la opción por la justicia social, luchando contra la injusticia y la desigualdad crecientes. El profesor N. Birnbaum ha escrito no hace mucho lo siguiente: “Confiábamos en aprender de los nuevos modelos sociales de un Viejo Mundo que hasta no hacía mucho tiempo parecía bastante capaz de renovarse.
Lamentablemente, los europeos tienen buenas razones para sentirse defraudados ante sus propias acciones. Curiosamente, la decepción que suscita el éxito del brutal ataque que, desde su propio seno, está sufriendo el modelo social europeo, coincide con un súbito desenterramiento del debate sobre la desigualdad en Estados Unidos. Puede que haya posibilidades fundamentales de colaboración transatlántica entre fuerzas democráticas e igualitaristas partidarias de la renovación económica y social. Pero, por el momento, el nuevo internacionalismo tendrá que esperar a conocer en qué acaban en los próximos años las luchas tan diferentes que se libran en Norteamérica y Europa” 6. Ojalá los cristianos sepamos estar presentes en estas luchas sin equivocarnos una vez más en nuestras opciones.
Otra segunda aportación que deben hacer los cristianos es la crítica a los particularismos, especialmente a los nacionalismos excluyentes, que hacen poco creíble el proyecto de una “casa común” europea. De nuevo, parece como si Europa estuviera condenada a ser rehén de los egoísmos nacionales y a tomar la dirección contraria a la que el sentido común parecería indicar. Siempre que pienso en esto, me viene a la mente el diagnóstico que en 1994 hacía el conocido sociólogo D. Bell, cuando, tras afirmar que la integración económica europea “ha zozobrado en las rocas de las diferencias nacionales”, añadía que “es posible que, hacia final de siglo y en la década posterior, surjan acciones más sostenidas hacia la integración económica europea, aunque lo más probable es una mayor desintegración política” 7.
Es un hecho que, en la medida en que parece imponerse, de la mano de A. Merkel, el proyecto de una “Europa alemana”, de carácter tecnocrático y profundamente desigualitaria, e incluso xenófoba, y los gobiernos de los demás países se resignan al vergonzante papel de cumplimentar con las maniobras tácticas derivadas de las exigencias de “los mercados”, el euroescepticismo e incluso la eurofobia están en alza. Europa se ve abocada a la marginalidad en las cuestiones de gobernanza mundial.
Ante esta situación, las Iglesias cristianas deberían alzar su voz, denunciando las estrategias nacionalistas, especialmente las que tienen efectos tan desigualitarios y excluyentes como las que se están imponiendo ahora. Y para ello deben, sí, recordar el principio de “subsidiariedad” que la Doctrina Social de la Iglesia ha defendido tradicionalmente, pero sin convertirlo en una excusa para legitimar lecturas particularistas de la soberanía política e impedir la construcción de un proyecto europeo más solidario.
En cualquier caso, como decía Duverger en el texto citado, la batalla entre federalistas y nacionalistas “no cesará nunca, porque expresa una contradicción fundamental y exclusiva del Viejo Mundo: arraigada en lo más profundo de su historia, la diversidad de los pueblos que lo componen constituye la riqueza, el dinamismo y el atractivo de sus respectivas civilizaciones. Deben mantenerse en un conjunto cuyas instituciones serían ineficaces si no fueran supranacionales, es decir, capaces de adoptar decisiones que se impongan a todos los gobiernos y no solamente a los que las han aprobado con su voto” 8.
Pero el mapa europeo no sólo es tan diverso por sus realidades nacionales, sino que es cada vez más pluricultural, debido a la presencia de extensas minorías étnicas, fruto de la inmigración. Y bien sabemos que, sobre todo en tiempos de crisis, surgen nacionalismos excluyentes que atizan los sentimientos de xenofobia y racismo y que generan dinámicas profundamente antidemocráticas. El cristianismo debe poner en juego su ADN mestizo para que las peores consecuencias de la crisis no se ceben una vez más en los más pobres.
Si esta compleja realidad europea, que refleja una realidad antropológica y cultural más amplia y profunda, quiere ser fecundamente integrada, necesita combinar identidad y alteridad mediante unos comportamientos éticos y espirituales, tanto personales como institucionales que todavía están por crear. Necesitamos imaginar modelos de integración que sean capaces de hacer plausible esta combinación, y las religiones tienen un papel relevante en este sentido.
EL DIÁLOGO ECUMÉNICO E INTERRELIGIOSO Y LA CONSTRUCCIÓN DE EUROPA
P. Ricoeur escribió en 1992 un ensayo que utilicé para un texto que escribí sobre esta cuestión y que, hoy, parece gozar de más vigencia si cabe 9. Decía Ricoeur que para lograr una adecuada combinación de identidad y alteridad es preciso aplicar tres modelos de integración que suponen un orden creciente de densidad espiritual. “El modelo de la traducción, que, como dice Ricoeur, es el primero que uno se imagina, y que parte de dos a priori: el de que Europa será ineluctablemente políglota y el de que la traducción es lo que posibilita la comunicación humana. Los supuestos imprescindibles de una buena traducción son, en primer lugar, la existencia de traductores bilingües y, en segundo lugar, la búsqueda de la mejor adecuación posible entre los recursos propios de la lengua de acogida y los de la de origen. Para hacer una buena traducción se precisa además un ethos de la traducción, un espíritu que posibilita la adecuada relación entre las culturas, que genera un transfert cultural de un universo mental al otro, teniendo en cuenta sus costumbres, sus creencias básicas, sus convicciones.
El modelo del intercambio de memorias enlaza con el anterior, ya que un verdadero transfert exige tener en cuenta que el universo mental del otro, su identidad, están constituidos por la memoria que él tiene de su propia historia, por la forma como ésta es narrada y contada. Se trata, pues, de dar un paso suplementario al de la traducción, consistente en asumir, con imaginación y simpatía, la historia del otro, a través de los relatos vitales que la conciernen. Se trata de intercambiar las memorias. Para intercambiar y cruzar las memorias hay que aprender a contar la propia historia y la del otro de “otra manera”. Contar de otra manera los acontecimientos fundacionales de la historia nacional, rescatando la posibilidad de vida e innovación que, a menudo, están sepultadas en el cementerio de tradiciones escleróticas o muertas. Con este nuevo ethos se trata de alcanzar, dice Ricoeur, la Anerkenung hegeliana en su dimensión narrativa. Se trata de abordar el fenómeno de la tradición en su dimensión verdaderamente dialéctica, que posibilite el que, a través de la reinterpretación, se dé la innovación.
El modelo del perdón es un tercer umbral de relación integradora, que posibilita revisar el pasado de una forma específica y, a través del pasado, revisar la identidad narrativa propia de cada uno. El perdón es una forma específica de intercambiar las memorias, ya que posibilita salir de un pasado que, a menudo, es un cementerio de promesas no cumplidas o de terrores vividos (provocados o sufridos) en los momentos fundacionales y de los que las comunidades humanas suelen sentirse orgullosas. El perdón permite comenzar de nuevo historias encadenadas a memorias que no se saben ni se quieren intercambiar. Se trata de “reconocer” a los otros y, además, de “comprender” su sufrimiento. Señala Ricoeur dos trampas que acechan a este modelo. La primera consiste en confundir el perdón con el olvido. Pero no se puede perdonar más que donde no hay olvido, cuando se da la palabra a los humillados. La segunda consiste en confundir el perdón con una parodia del mismo, que se ejerce sin que se den las condiciones de su ejercicio, entre otras, la petición de perdón. Por eso hay que recordar que existe un tiempo para lo imperdonable y un tiempo para el perdón. Es verdad que el perdón excede el orden político e incluso el orden moral (justicia) y que pertenece, como dice Ricoeur, a la “poética del orden moral”. Pero no es menos cierto que es imprescindible si se quiere construir un futuro nuevo. De hecho, todos hemos sabido ver el aire fresco que a la política han traído gestos como el de un W. Brandt arrodillado en Varsovia; el de V. Havel
escribiendo al presidente de la República Federal Alemana para pedirle perdón por los sufrimientos infligidos a los Sudetes tras la segunda guerra mundial; el del perdón pedido por las autoridades alemanas al pueblo judío 10. Estos tres modelos que Ricoeur aporta a la imaginación política pueden parecernos excesivos en una Europa que parece volver al “estado de naturaleza hobbesiano”, pero, esta vez, sin un Leviatán capaz de definir el derecho igual para todos. Sin embargo, creo que nos pueden servir también a nosotros de guía a la hora de pensar en el papel de los cristianos en la construcción europea. Tenemos algo significativo que decir, siempre que seamos capaces de traducir e intercambiar con los otros la memoria de nuestra identidad narrativa y de mostrar la virtualidad sociogenética del evangelio cristiano. Conscientes, asimismo, de que no estamos en el mejor momento del diálogo ecuménico y de que la deriva tradicionalista de la Iglesia católica es, en gran medida, responsable de esta situación, debemos reconocer que el ecumenismo es hoy, para las Iglesias cristianas, no sólo un imperativo del amor fundacional que las engendró, sino una exigencia ineludible para que su quehacer no sea un fracaso más del que arrepentirse. Las Iglesias deben aprender de los tres modelos antes enunciados, que sus estructuras e instituciones, con frecuencia esclerotizadas, deben relativizarse para posibilitar un ecumenismo que, reconociendo de verdad los conflictos y con voluntad de sanar las heridas, practica como mejor sabe el arte de la traducción, sin fundamentalismos ni dogmatismos; el intercambio de memorias, sin paternalismos ni frivolidades; el reconocimiento de los otros hasta la figura del perdón. El diálogo ecuménico es el mejor camino para verificar la pretensión universal del evangelio cristiano, especialmente en un contexto en el que el creciente pluralismo de nuestras sociedades necesita fórmulas eficaces de convivencia e integración.
Todos somos conscientes de que uno de los logros más importantes de las sociedades modernas ha sido el haber transformado el pluralismo, convirtiendo en un derecho saludable lo que se empezó viviendo como algo polémico y patológico. Esto fue posible, sobre todo, gracias a que se aceptó el pluralismo religioso desde la convicción de que este era la única garantía de convivencia democrática, libre e igualitaria. Pero, como ha ocurrido con los grandes logros democráticos, la experiencia nos ha mostrado que son siempre frágiles y, en este caso, debido a la misma lógica del pluralismo. La afirmación de la diferencia es siempre fuente de conflicto. Así ocurre, en nuestros días, de forma especialmente radical, debido a que el convencional “pluralismo democrático” está siendo cuestionado por un “nuevo pluralismo”, que emerge de la mano de la globalización, como multiculturalismo, políticas identitarias, repolitización de las religiones y fundamentalismos vinculados a ellas, y que amenaza con volver hacia atrás restaurando modelos teocráticos de sociedad. El fundamentalismo islámico es el ejemplo más patente, pero no el único.
El diálogo interreligioso es, hoy, un imperativo ecuménico para cualquier creyente y para cualquier iglesia que pretendan construir una Europa pacífica y solidaria, espacio de comunicación e intercambio. Pero dicho diálogo religioso no será fecundo si no está alimentado por lo que J. M. Vigil llama nueva “espiritualidad del pluralismo religioso”, entendiéndola como una nueva experiencia espiritual. Este pluralismo exige un cambio de imagen de Dios, que no escoge a unos y se olvida de otros; de una gran desconfianza hacia las actitudes de privilegio y de exclusividad; de una gran apertura a la complementariedad y a la interreligiosidad. Esta espiritualidad supone, además de una nueva praxis misionera, una relectura de la revelación, del concepto de “elección divina”, de la cristología (cuestiones de la unicidad y absolutez de Cristo), y un nuevo espíritu crítico y penitencial que conducirá a una nueva forma de verdad. Soy consciente de lo que este planteamiento supone y de que, una vez más, la ortodoxia católica lo ve más como patología que como oportunidad ecuménica 11. Pero, si queremos aportar lo mejor de nuestros talentos en la construcción de Europa, radicalmente pluralista, no tenemos otro camino que el hacernos políglotas, topopoligámicos y, como el hijo pródigo, obligarnos a buscar con humildad el abrazo del padre, que lo es de todos los seres humanos, sin distinción. Espero que haya muchos “hijos pródigos” más, como los citados en esta nota de la Comisión para la Doctrina de la Fe, porque en ellos se sigue revelando el Dios entrañable que quiere que Europa sea la “casa común” para todos sus hijos. ——————————————–
1 B. de Sousa Santos. “El fascismo financiero”, www.cartamaior.com. br. Traducido para Rebelion por Antoni Jesús Aguiló y revisado por Àlex Tarradellas.
2 M. Duverger, La liebre liberal y la tortuga europea (1992). Ariel. Barcelona.
3 “La crisis que no cesa, solo trae parón económico, desempleo e incertidumbre: está también sembrando la semilla de la llamada distopía, o antiutopía. Si la utopía es la búsqueda de un ideal imposible, la distopía es un lugar lleno de dificultades y sin esperanza. Y según el Foro Económico Mundial, las actuales corrientes fiscales y demográficas amenazan con “dar la vuelta a los avances conseguidos a través de la globalización y provocar la emergencia de una nueva clase de Estados críticamente frágiles: países que fueron ricos en el pasado y que son víctimas de la ausencia de ley y de levantamientos en la medida en que no son capaces de cumplir sus obligaciones sociales y fiscales”. Walter Oppenheimer, El País, 12/01/2012.
4 Para profundizar en el tema, ver mis dos cuadernos de Cristianisme i Justicia (Nºs 155 y 156, 2008) dedicados al individualismo propietarista y a la visión cristiana de la propiedad. Asimismo. D. Velasco, “Cristianismo y economía en la construcción europea”, en Cristianismo y Europa ante el Tercer Milenio. Universidad Pontificia de Salamanca, 1998, pp. 249- 269).
5 Pontificio Consejo Justicia y Paz. “Por una reforma del sistema financiero y monetario internacional en la perspectiva de una autoridad pública con competencia universal” (24/10/2011). Cuando redacto estas páginas, la Comisión Episcopal de la Comunidad Europea (COMECE) discute un documento titulado “Hacia un nuevo modelo económico basado en la solidaridad y responsabilidad”, en el que entre otras cosas se pide que se aplique la tasa Tobin para que, al menos en la zona euro, se asuma la deuda de forma menos injusta, y se tenga en cuenta la responsabilidad de las instituciones financieras y de los gobiernos. Esperemos que este documento no tenga que pasar también la censura preventiva de la Secretaría de Estado vaticana (requisito que deberá cumplir cualquier documento vaticano, de ahora en adelante).
6 N. Birnbaum. “La crisis de Europa vista desde Tejas”, El País, 19/11/2011.
7 D. Bell. “La Europa del siglo XXI”, Claves de Razón Práctica, nº. 44 (1994), p. 2-11.
8 M. Duverger. Ibíd., p. 101 ss.
9 P. Ricoeur. “Quel éthos nouveau pour l´Europe?”, en Imaginer L´Europe (1992). Du Cerf. Paris, p. 107-116.
10 D. Velasco. “Responsabilidad de los cristianos en la construcción europea”. Lección inaugural del curso académico 1993-1994 en la Universidad de Deusto. Anuario 1993- 1994, p. 23-38. Recojo aquí lo que decía entonces.
11 Comisión para la Doctrina de la Fe. “Nota sobre el libro del Rvdo. P. José María Vigil, CMF”. En la nota a p. n. 2. se dice: “(2) Sorprendentemente, el autor apoya muchas de sus afirmaciones en obras que han merecido una intervención doctrinal por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe, como son J. Dupuis, R. Haight, J. Hick, L. Boff o J. Sobrino. Los errores sobre la llamada “teología del pluralismo religioso” han sido señalados en documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, como la Notificación sobre el volumen “Iglesia: carisma y poder. Ensayo de eclesiología militante” del P. Leonardo Boff, O.F.M. (11.3.1985), la Declaración Dominus Iesus (6.8.2000), la Notificación sobre algunas publicaciones del Prof. R. Messner (30.11.2000), la Notificación a propósito del libro del Rvdo. Jacques Dupuis, S.J. “Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso”, Maliaño (Cantabria), Editorial Sal Terrae 2000, (24.1.2001), el Artículo de Comentario a la Notificación del libro del P. Jacques Dupuis “Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso” (12.3.2001), la Notificación a propósito del libro “Jesus Symbol of God” del Padre Roger Haight, S.J. (13.12.2004). Para una síntesis de estas aportaciones y la fundamentación bíblica y magisterial de las mismas, cf. LXXXVI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II (Madrid, 30.3.2006.