Escrito por
Éxodo 112 (en.-feb) 2012
– Autor: José Antonio Pérez Tapias –
UNA EUROPA CON RIESGO DE “DEMOCIDIO”
La sentida exclamación con la que Jürgen Habermas tituló uno de sus recientes libros –¡Ay, Europa! 1– se le ha quedado corta a él y a todos ante lo que está sucediendo en la Unión Europea al hilo de la crisis financiera, devenida económica y transmutada en terrible crisis de la deuda pública de los Estados. El filósofo alemán ha denunciado abiertamente el retroceso democrático que se está dando en Europa durante estos años, y de forma cada vez más acentuada. Él mismo puede comprobar cómo los hechos contradicen lo que hace unos años escribía con esperanzada actitud, asentada en una realidad que daba pie para sostenerla. Así, hoy no podría afirmar en los mismos términos que, a partir de la valoración peculiar que hacemos los europeos de la política y el mercado, se refuerza nuestra “confianza en el poder de configuración civilizadora que posee un Estado del que se espera también la corrección de los fracasos del mercado” 2. Antes bien, la experiencia última de los europeos es que se impone el mercado sobre los Estados, y no sólo uno a uno tomados, sino en conjunto, como es el caso de los que forman la UE. Ésta, respecto a la cual consideraba Habermas que poco a poco iba consolidando en su seno un demos europeo más allá de las fronteras nacionales y las viejas querellas de las particularidades históricas, hace que en los últimos tiempos ese mismo demos se halle sometido a presiones que lo debilitan, lo fragmentan y le enajenan la conciencia democrática compartida que se podía haber generado. El reconocernos como “ciudadanos de una misma comunidad política” 3 está ahora más lejos que hace unos años, máxime si en comunidades políticas nacionales el pueblo como conjunto de ciudadanos dispuestos a ejercer solidaria y responsablemente sus derechos se ve menospreciado o, incluso, humillado. Catapultar a un vicepresidente del Banco Central Europeo a la jefatura del gobierno griego sin mediar elecciones o, como ocurrió al poco tiempo, instalar en la del gobierno italiano a otro tecnócrata –por mucho que eso supusiera el alivio de la dimisión de Berlusconi-, son malas señales en cuanto al respeto a la democracia y a la ciudadanía. Igualmente, decidir en el seno de la Unión Europea menospreciando los poderes y cauces institucionales establecidos no es nada aleccionador. Todo lo contrario. Por ello, si Habermas podría concluir de todo esto, parafraseando a Unamuno, diciendo “me duele Europa”, también se puede colegir que estamos ante un proceso de destrucción del demos que induce a hablar –aunque el término sea un tanto fuerte- de democidio.
¿Estamos justificados para hacer un diagnóstico tan duro? Podemos estar de acuerdo en que muere la democracia si se liquida al demos, a la sociedad en tanto que pueblo capaz de ejercer su ciudadanía. Y en consecuencia podemos suscribir que hay riesgo de “democidio” cuando está en peligro la vida de la democracia como sistema político. Es verdad que dicha palabra fue acuñada, entre otros, por el politólogo R.J. Rummel para designar, como variante del genocidio, hechos criminales de un gobierno que asesina a la población de su Estado. Pero es pertinente trasladar el término, alumbrando nuevo sentido, a lo que está ocurriendo en la Unión Europea, especialmente en países del Eurogrupo. En algunos, las presiones de poderes económicos y políticos -con papel estelar de la canciller alemanasobre los países más afectados por la crisis económica, con Estados atrapados por desmesuradas deudas, están llevando a un ninguneo de sus instituciones democráticas y a un mortal socavamiento del demos como sujeto colectivo.
Estamos siendo testigos de la historia antidemocrática que se escribe al hilo de la crisis y de la manera de afrontarla por la ortodoxia neoliberal. Lo que se está haciendo conlleva retrocesos del Estado social y que la ciudadanía se vea desarticulada como demos sustentador de instituciones de autogobierno. Si el proyecto europeísta necesita una ciudadanía capaz de tejer la solidaridad transnacional y de actuar, como decía Habermas, en el espacio político de una Europa cada vez más amplia, resulta que ahora el “democidio” que se cierne sobre nosotros quiebra todo eso. Y si todo eso es para salvar al euro en medio de una crisis económica en la que Europa se ve metida hasta el cuello, la pregunta que cabe hacer, parafraseando un conocido pasaje evangélico, es: ¿para qué salvar el euro si al final se pierde el demos? Lo peor es que aún cabe otra: ¿para qué todo esto si ni siquiera está garantizado que el euro se salve?
La cuestión es que si no se salva el euro no se podrá mantener la Unión Europea. Desde ahí se explica lo que nos ocurre, habida cuenta de que la salvación de la moneda común que compartimos los diecisiete miembros del Eurogrupo pasa por resolver la crisis de deuda pública que afecta a ciertos Estados. Portugal y España seguimos en el punto de mira, temiendo el desenlace que tenga el caso de Grecia, pues no contamos con “vacuna” efectiva para evitar el contagio, dado que en la zona euro no hemos arbitrado un sistema para frenar los movimientos especulativos sobre los bonos “soberanos” de los países fuertemente endeudados. El tratamiento de conjunto impuesto por la Alemania de Merkel, consistente en un pacto de consolidación fiscal que, además de traducirse en norma constitucional de cada Estado, se refleje en los tratados de la Unión, refleja la errada estrategia de corte neoliberal que se ha impuesto en la manera de afrontar la crisis económica. Dicha estrategia, si por un lado es deudora de un fundamentalismo de la austeridad -con lo que implica de fanatismo de los recortes sociales- absolutamente nefasto para la economía misma por bloquear las posibilidades de crecimiento, por otro es promotora de escamoteo de los procedimientos democráticos que se han ido codificando en la construcción europea y a los que se deben las instituciones de la Unión. Que la democracia se sacrifica en el altar del capitalismo financiero es conclusión palmaria de lo que hasta ahora hemos vivido en una Europa que cada vez se reconoce menos a sí misma en la situación a la que ha venido a parar de manos de una crisis que le pilló a contrapié. ¿Hasta dónde llegará ese sacrificio?
EL MIEDO HACE ESTRAGOS
Los acontecimientos que estamos viviendo corresponden al peor momento de la historia en la que maduró el proyecto de la Unión Europea. Lo imprevisto se asomó a nuestra historia común, aunque no deja de ser verdad que los tratados con que se ha ido forjando el proyecto europeo llevan en su seno, desde Maastricht, las cuñas neoliberales que al final ponen en peligro toda su arquitectura. Al diseño neoliberal del Banco Central Europeo, que sigue impedido para emitir eurobonos a través de los cuales pueda quedar mancomunada la deuda pública, le acompañó la implementación de una política monetaria con centro en la moneda común, sin una política económica compartida y sin una fiscalidad coordinada. A eso se le sumó la confiada perspectiva de que la economía del capitalismo global estaba encarrilada sine die por vías de expansión y crecimiento en las que el gigante económico europeo podría desenvolverse con grandes zancadas. Bastó que cambiaran los vientos del capitalismo hasta introducirlo, por sus mismas contradicciones, en una crisis global y sistémica, para que se pusiera en evidencia la debilidad de la Unión Europea, entre otras cosas por su enanismo político. Lo grave hasta los días actuales es que la crisis económica que nos afecta se quiere resolver mediante recetas que suponen más neoliberalismo –la reforma laboral puesta en marcha por el gobierno del PP en España muestra otro caso más en ese sentido-, a la vez que la crisis política se aborda desde preocupantes dosis de nacionalismo. Éstas van desde el nacionalismo económico alemán, que ha abandonado la práctica de promover una “Alemania europea” para imponer una “Europa alemana”, hasta las acrecentadas tendencias nacionalistas de corte populista y xenófobo que se detectan por doquier, con extremos especialmente preocupantes, cual es el caso de Hungría.
El proyecto europeo, debilitado económicamente y muy tocado políticamente, está pagando las ingenuidades optimistas con que se impulsó en décadas pasadas. En ese sentido es pertinente la comparación con aquel optimismo de la belle époque que no dejó ver las catástrofes que se echaban encima de Europa. En los años de hegemonía neoliberal, de la cual resultaron fuertemente contaminados los partidos socialdemócratas, se volvió a vivir una etapa de crecimiento confiado, acompañada por la difusión de un estilo de vida culturalmente marcado por el individualismo y un consumo desaforado. De nuevo, era apropiada una descripción del ambiente de la época como la que hizo Stefan Zweig de lo que se respiraba años antes de la Primera Guerra Mundial: “El progreso se respiraba por doquier. Quien se arriesgaba, ganaba. Quien compraba una casa, un libro raro o un cuadro, veía cómo subía su precio; con cuanto mayor audacia y prodigalidad se creara una empresa, más asegurados estaban los beneficios. Al mismo tiempo una prodigiosa despreocupación había descendido al mundo, porque ¿quién podía parar ese avance, frenar ese ímpetu que no cesaba de sacar nuevas fuerzas de su propio empuje? Nunca fue Europa más fuerte, rica y hermosa; nunca creyó sinceramente en un futuro todavía mejor” 4. Si a lo que se dice en estas líneas se le añaden claves relativas a la informática y telemática que han propiciado el capitalismo financiero de nuestros días, la descripción es más que adecuada, pues ni siquiera el relativismo propio de la postmodernidad llegó a mermar la tan difundida fe social en el progreso. Sin embargo, ahora, en la Europa agobiada por la crisis, a la vez que su optimismo se le ha derrumbado, la creencia en el progreso ha dejado de ser dogma indiscutible: todo un síntoma de que un viejo paradigma ha quebrado.
Triste, sin embargo, es que a la ciega fe en el futuro le haya seguido una apocada ideología del miedo. En medio de una guerra económica en la que el mercado global es el escenario, las filas europeas, temiendo el fracaso del euro y temblando por lo que de ello se siga, no logran verse reordenadas en torno a un proyecto común que vaya más allá de mantener a la defensiva posiciones que se perciben en toda su vulnerabilidad. Con escasa capacidad de sostener planteamientos políticos comunes en conflictos internacionales -por ejemplo, en Oriente Medio- y con mermada fuerza para hacer frente a la dura competencia desde la que se reestructura el mercado mundial –competir con China se ha convertido en la madre de todas las batallas económicas–, una Europa debilitada, que ni siquiera puede hacer frente a los acosos de las agencias internacionales (estadounidenses) de calificación financiera, se ve presa de la “economía del miedo” 5. En el contexto de una “Gran Recesión” que no hace sino alentar una “Gran Depresión”, la ideología del miedo acaba plasmándose en políticas del miedo, las que perpetran las restricciones económicas, los recortes sociales y los llamados ajustes que constituyen el meollo de la “Gran Regresión” a la que nos vemos abocados. Desde el miedo, ni se puede promover la igualdad, ni se puede defender la libertad. Desde el miedo, lo que se potencia es la sumisión. Y ahí radica el gran peligro que se cierne sobre los europeos. Valen al respecto las palabras con las que el filósofo checo Jan Patocka terminaba una larga entrevista sobre “el problema de Europa”: “¡sería terrible permitir que se comprometa el futuro por la inmediatez, no ya de nuestros intereses, sino de nuestros miedos!” 6.
ECONOMÍA SOCIAL, DEMOCRACIA Y CIUDADANÍA PARA LA EUROPA DEL FUTURO
Hay que vencer el miedo para afrontar los temores que racionalmente hay que tener en cuenta. La complejidad del mundo contemporáneo no está exenta de amenazas, muchas de las cuales, como mostró Ulrich Beck con su “sociedad del riesgo” 7, inciden en el ámbito local desde su condición de globales. Es razonable, pues, atender a aquello que puede suscitar temor. Lo que es irracional es dejarse llevar por el miedo. Y Europa debe superar el miedo que la atenaza transitando por las vías políticas que le permitan afrontar exitosamente los temores que alberga. De esa forma, una Europa hoy descolocada en el mapa de la economía global por una crisis que aminora su potencial, y en el mapa político también descolocada por el desplazamiento de los ejes conforme a los cuales se pretende reordenar el mundo, a la vez que por el zarandeo sufrido desde dentro en su propia estructura institucional, debe encontrar el camino de su reubicación, consciente de la originalidad que ella misma supone como invención política supranacional, inseparable de la dificultad que lleva consigo. Si sólo atendiéramos a las dificultades, el proyecto europeo, y más aún cuando en él hay involucrados ya veintisiete países, parecería imposible de llevar a buen término: hacer de esos veintisiete miembros un conjunto polifónico que suene bien no es tarea fácil. No obstante, algo tiene el empeño cuando, aun en medio de los tiempos que corren, cuando sigue siendo atractivo –recientemente Croacia votó favorablemente al ingreso en la UE–. Considerando su originalidad, abundan a pesar de todo las razones para procurar que siga adelante como viable un proyecto de construcción política metanacional en clave democrática. Si en estos momentos, la crisis hace que se pierda de vista la profunda razón de ser del proyecto que ha alumbrado la Unión Europea, también es la hora de reafirmar su sentido con la fórmula paradójica que Étienne Balibar consagró para ello hace unos años: el proyecto de la Unión Europea es un “imposible necesario” 8.
¿Cómo volver a confiar en la viabilidad de lo “imposible necesario” del proyecto europeo? Por una parte, parafraseando a Husserl, diremos que hay que hacer frente a la crisis de los Estados europeos viendo en el fondo de ella la crisis de la humanidad europea 9. Situando en el fondo de esa crisis cuestiones que el padre de la fenomenología no atisbaba, como es la experiencia de la insostenibilidad de un punto de vista eurocéntrico, la humanidad europea, descolocada de la posición en la que quiso mantenerla su complejo de superioridad, tiene que habérselas ahora con la impotencia de la política que experimenta desde la cruda realidad de sus Estados. Una política que se subordina a la economía y unos Estados para los que la soberanía se va quedando en palabra hueca ante el sometimiento al mercado forman parte de lo que en estos últimos tiempos estamos viviendo. La crisis económica ha sacado a flote la crisis de la política, y especialmente la crisis de la representación política. No hay más remedio que buscar a la vez la salida de ambas. Es decir, sin recuperación de la democracia, las salidas económicas que se intenten serán en falso. Y eso empieza por la toma de conciencia y la acción en consecuencia de la ciudadanía de cada Estado, para desde ahí retomar el hilo de la construcción de un demos europeo que en verdad sea capaz de jugar un papel constituyente. Siendo cierto que la construcción europea requiere mejor coordinación entre Estados y entre las mismas instituciones de la Unión, y una cooperación más eficaz, puestos a acometer eso de manera que a la vez se tome en serio la superación de sus déficits democráticos, la vía para ello pasa por diseñar un modelo federalista para la estructura supraestatal que nos hemos dado. Si el recorrido que se ha esbozado a partir de ahí es largo, al menos se contará con un plano sobre el que establecer los avances que se puedan lograr.
Si refuerzo de la democracia y modelo federalista han de funcionar de cara al futuro, cierto es que desde el presente hay que resolver la crítica situación económica en que nos hallamos. Pero hay que hacerlo no contra la democracia, sino con y a favor de la democracia, lo que supone articular claves federalistas y no de imposición hegemónica de unos en relación a otros -que es como viene funcionando el tándem Merkel-Sarkozy como variante un tanto distorsionada de lo que se ha conocido como eje franco-alemán-. Comprobado que la ortodoxia neoliberal nos lleva por el camino equivocado -contando con la perversión de lo que se entiende por austeridad-, hay que reconducir la recuperación económica por otras vías, empezando por el replanteamiento del límite de déficit público al 3% del PIB en 2013, que está siendo el injustificable axioma que trae de cabeza a todos. Hay que situarse, por el contrario, en otras vías, que retomen medidas de corte keynesiano, adaptadas a la fase de globalización en la que ya estamos. Si hay que volver a “pensar Europa”, como en su momento propuso Edgar Morin 10, la “dialógica” para ello ha de contar con una economía social, y que siendo social, amén de sostenible medioambientalmente, sea competitiva. Hay que replantear muchas cosas para no vernos asumiendo un (contra) modelo chino de economía basada en relaciones laborales sin derechos sociales, a costa del modelo social europeo que era precisamente lo que se aspiraba a difundir. La Europa social ha de volver a ser parte fundamental del proyecto europeo, si queremos que tenga recorrido en el largo plazo. Un proyecto que acabe limitado a instituciones burocráticas puestas al servicio del capitalismo financiero no sólo no entusiasmará a nadie, sino que, suscitando cada vez mayor hostilidad, se irá alejando del apoyo ciudadano que la construcción europea necesita. Y sin ciudadanía, contando con que ésta ha de poder experimentar lo que implica la ciudadanía europea en cuanto a ciudadanía social, el “imposible necesario” de la Unión Europea acabará siendo inviable. La construcción europea, si por caminos neoliberales va a parar a políticas contradictorias con ese objetivo, habrá que retomarla por la vía de una socialdemocracia renovada, capaz de ofrecer alternativas consistentes en ese sentido. Por lo pronto, la experiencia de estos años de crisis ya ha traído la conclusión de que no es posible poner en marcha una política socialdemócrata puesta al día en un solo país. La socialdemocracia vuelve a necesitar el enfoque internacionalista que hace mucho tiempo perdió. Y también necesita una nueva “cultura” en los partidos que la sostengan para ser capaces de nuevas alianzas en el seno de una izquierda plural, como se da en la mayor parte de los países europeos. Las alternativas políticas no son monopolio de nadie.
Las importantes cuestiones a las que nos vemos confrontados en Europa reclaman respuestas que, a pesar de la complejidad de los asuntos a resolver, han de ser urgentes. El tiempo no es recurso inagotable y nos vemos emplazados por los ritmos de procesos que o los reconducimos o nos pueden llevar a una fragmentación del mapa europeo que no hará sino anticipar las amenazas del capitalismo con tendencias suicidas que hoy por hoy nos tiene secuestrados. Europa, afortunadamente, no está muerta, pero lo que ocurre en su seno y a su alrededor nos da pie para volver a decir, con María Zambrano, que atraviesa por una penosa agonía. ¿Será Europa capaz de resurrección? La pensadora malagueña sostuvo que sí, partiendo de que el europeo “sabe vivir en el fracaso” 11. Pero a estas alturas podemos entrever que un fracaso de Europa en lo que ha sido el valioso intento de su compleja construcción política nos arrastraría no sólo a la irrelevancia política, sino a la penuria económica a la vez que a la injusticia social.
Europa, incluso en medio de esta crisis y desde sus prosaicas realidades, no deja de ser objetivo en el que son reconocibles trazos de intención utópica. Por ello, frente al euroescepticismo que crece, bien viene reforzar el europeísmo que merece la pena aunque sea a base de interrogantes como los que hace ya algún tiempo formulaba el holandés Cees Nooteboom como epílogo a su libro sobre Cómo ser europeos: “¿Dónde está la Europa con la que hemos soñado durante tantos años? ¿Dónde ha desaparecido? ¿Quién se la ha llevado? ¿Los especuladores? (…) ¿Los políticos impotentes con sus palabras vacías? ¿Los muertos de Sarajevo? ¿Las minorías? ¿Los neofascistas? ¿El Bundesbank? ¿Los euroescépticos ingleses? ¿Dónde está? ¿En Bruselas o en Londres? ¿En Atenas o en Kosovo? ¿O quizá, a pesar de todo, en Maastricht? Si sigue en vida en alguna parte, nos gustaría recuperarla, no la Europa del mercado y de los muros, sino la Europa de los países de Europa, de todos los países europeos” 12. …………………………………………………………………………..
1 Cf. J. Habermas, ¡Ay, Europa! (2008), Trotta, Madrid, 2009.
2 J. Habermas, El Occidente escindido (2004), Trotta, Madrid, 2006, p. 52.
3 Ibíd., p. 60. 11 M. Zambrano, La agonía de Europa (1945), Trotta, Madrid, 2000, p. 85.
4 S. Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo (1944), Acantilado, Barcelona, 2010, p. 249.
5 Cf. J. Estefanía, La economía del miedo, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2011.
6 J. Patocka, “El problema de Europa” (1988), en Id., Libertad y sacrificio, Sígueme, Salamanca, 2007, p. 342.
7 Cf. U. Beck, La sociedad del riesgo (1986), Paidós, Barcelona, 1998.
8 Cf. E. Balibar, Nosotros, ¿ciudadanos de Europa? (2001), Tecnos, Madrid, 2003, p. 13.
9 Cf. E. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental (1957), Crítica, Barcelona, 1990.
10 Cf. E. Morin, Pensar Europa (1987), Gedisa, Barcelona, 1994.
11 M. Zambrano, La agonía de Europa (1945), Trotta, Madrid, 2000, p. 85.
12 C. Nooteboom, Cómo ser europeos (1993), Siruela, Madrid, 1995, p. 124- 125.