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Éxodo 125
– Autor: Elena Martín –
Al reflexionar acerca de las relaciones entre los modelos de familia y la educación, podemos distinguir, al menos, dos vías de influencia. Por una parte, la aparición y consolidación de estructuras familiares diversas “nos educa” a los adultos, por otra, puede estar modificando la forma en que “educamos” a niños, niñas y adolescentes.
La segunda idea viene siendo la que mayor atención ha recibido y en estas líneas también se analizará con más detenimiento, pero no querríamos entrar en ello sin antes plantear, aunque sea de forma somera, la repercusión que estos cambios sociales pueden llegar a tener en quienes nos hemos educado en una cultura con un tipo de estructura familiar predominante.
La fuerza de las creencias sociales y personales
Aceptar la pluralidad de modelos de familia con los que hoy en día convivimos ha supuesto uno de los mayores retos sociales y personales. Los seres humanos tenemos resistencia al cambio. Desenvolverse en situaciones conocidas y previsibles resulta psicológicamente mucho más confortable que afrontar la incertidumbre que conlleva toda transformación. Las creencias desde las que interpretamos el mundo tienen unas raíces profundas y a menudo no se han sometido a revisión. Estamos convencidos de que las cosas son como nosotros las vemos, y la fuerza de esa concepción nos lleva a pensar que no hace falta argumentarlo: “es evidente”, “siempre ha sido así”.
Este proceso de resistencia, característico de las creencias implícitas, se hace más fuerte en el caso de los modelos familiares por la carga emocional y moral de esta estructura social. La familia desempeña un papel fundamental en el desarrollo de los seres humanos –con sus luces y sus sombras–. A ello hay que añadir la dimensión referida a las relaciones afectivas y sexuales entre los miembros que la componen, que con demasiada frecuencia deja traslucir creencias muy estereotipadas.
A diferencia de otros cambios personales, que dependen en mayor medida de nuestra actitud individual, la presencia de las familias “alternativas”, como han venido nombrándose, se ha impuesto en la realidad cotidiana y es difícil cerrar los ojos ante ello. Con independencia de la respuesta que ello genere en cada uno, no puede resultar indiferente a nadie. De ahí su clara influencia educativa. Todos y todas nos vemos afectados por el cambio y a todos nos está “educando”, siempre que estemos de acuerdo que educar es un proceso que no necesariamente produce efectos positivos. Educar supone que por el hecho de estar participando en determinadas actividades recurrentes los seres humanos vamos construyendo y reconstruyendo, en un proceso que se prolonga a lo largo de la vida, nuestra forma de concebir el mundo y de actuar en él.
La capacidad de poner en duda nuestras propias creencias y adoptar nuevas perspectivas es un gran avance para el ser humano, que si somos capaces de analizar, podría generalizarse a otros ámbitos de controversia. Si comprobamos en un tema concreto que nuestras ideas podían no ser las que mejor explican el mundo, debería ser más fácil poner entre interrogantes otras creencias. Por otra parte, la aceptación de la diversidad de modelos familiares es un ejemplo de haber comprendido que la realidad es demasiado compleja para poder responder a una única forma de organización. Las personas somos diversas y las relaciones sociales, aun basándose en principios comunes, pueden verse satisfechas de distintas maneras.
El papel de la familia en la educación para una diversidad de modelos familiares
La familia, como el resto de los contextos educativos, difícilmente podrá contribuir a que sus hijos e hijas vivan la variedad de formas familiares con la normalidad con la que viven que las casas de sus amigos sean distintas o que las actividades de ocio que hagan difieran entre sí, a no ser que los progenitores no aceptan ellos mismos esta realidad. Las concepciones sociales dominantes impregnan las experiencias vitales y si no hemos cambiado los adultos, es difícil que podamos educar en nuevas formas de concebir el mundo.
En las familias hay momentos en los que se habla explícitamente de un tema, pero la influencia educativa se ejerce la mayoría de las veces de una forma implícita, no intencional, a través de las cosas que hacemos o dejamos de hacer y de lo que decimos sin tener conciencia de los valores que se transmiten con ello. Cuando por ejemplo en la cena nuestra hija comenta que “los dos papás de mi amiga Ana han venido a buscarla al cole” y la miramos con cara de estupor, estamos mandando un mensaje claro aunque no digamos nada. Muchas veces los niños ven con envidiable normalidad lo que a nosotros puede todavía resultarnos extraño.
Si tenemos en cuenta que estamos asistiendo a un cambio social, y que el respeto a las distintas formas de familia todavía no se ha normalizado, lo más adecuado es proponerse tratar el tema de forma explícita para ayudar a nuestros hijos e hijas a ir formando su propio criterio. Como en el resto de los temas, no se trata de adoctrinar a los menores en nuestros principios. El objetivo de la educación es ayudarles a saber analizar la realidad, a argumentar, a contrastar puntos de vista de una forma racional y a actuar en consecuencia. Pero ello no significa que tengamos que ser neutrales. Presentaremos nuestro punto de vista, respetaremos el de los demás y procuraremos que nuestros argumentos y nuestros comportamientos se abran camino en la mente de nuestros hijos. Por otra parte, es probable que nuestras propias ideas se modifiquen con el tiempo. Analizar con ellos esta evolución, como demostración de la naturaleza dinámica de las ideas, resulta muy educativo.
Como sabemos, es fundamental enseñar con el ejemplo. Ello implica ser respetuosos en nuestra propia familia con la diversidad de formas de ser y modos de relacionarse. No significa adoptar una posición relativista en la que todo es válido. Lo que supone es que no podemos defender posturas por el mero hecho de que sean las nuestras. Dar ejemplo conlleva también que de hecho nuestras relaciones reflejen esa normalidad; que nuestras amistades y nuestros círculos de relación incluyan distintos tipos de familias de acuerdo a su creciente presencia en la sociedad. No se trata de buscar artificialmente estas relaciones, sino de estar seguro que no se evitan.
Por último, las familias se enfrentan a una prueba de fuego cuando sus hijos e hijas crean su propia unidad familiar. Convivir en pareja, sin casarse ni por la vía civil ni por la religiosa, es un cambio que la sociedad actual tiene mayoritariamente asumido. Las familias monoparentales, fruto de una separación, así como las reconstituidas, también se aceptan. Sin embargo la opción de las mujeres de tener hijos sin pareja o las familias formadas por dos miembros de un mismo sexo encuentran mucha más resistencia. Las distintas formas de tener hijos con los que compartir el proyecto de vida (adopciones, métodos de reproducción asistida) suscitan especial rechazo.
La familia ha dejado de hecho de definirse por determinadas características biológicas o administrativas (unión mediante el matrimonio de un hombre y una mujer que tienen hijos en común) para entenderse como “un proyecto de vida en común que se quiere duradero y en el que se generan fuertes sentimientos de pertenencia a dicho grupo, existe un compromiso personal entre sus miembros y se establecen intensas relaciones de intimidad, reciprocidad y dependencia”1. Sin embargo, siguen presentes algunos mitos como la necesidad de una figura masculina o el riesgo de “transmitir” la homosexualidad, que están haciendo más difícil la integración social de estas formas de organización familiar. Los estereotipos sexistas y homófobos se reflejan en estas resistencias, favorecidos en muchos casos por algunas posiciones morales defendidas desde ciertos credos religiosos.
Estas ideas no se sustentan en datos empíricos. La investigación en este campo ha puesto de manifiesto que no existen diferencias en el desarrollo entre los niños y niñas pertenecientes a los distintos modelos de familia2. Los problemas aparecen únicamente en las familias homoparentales y se deben al rechazo que en ocasiones sufren estos niños en la escuela por parte de sus compañeros. Es, como decíamos, la dificultad de la sociedad para cambiar y no las relaciones que se establecen en las nuevas familias la responsable de los perjuicios que puedan estar experimentando los menores. Las funciones de la familia –ofrecer un entorno de seguridad emocional y estimulante desde el punto de vista cognitivo que permita satisfacer las necesidades básicas de los menores– pueden alcanzarse desde cualquiera de las formas de familia que hasta el momento conocemos. Conseguirlo o no depende de las relaciones que se establecen en su seno, no de su estructura.
Las familias, no obstante, deben ser conscientes de lo que su organización supone para la educación de los hijos y garantizar las condiciones necesarias para asegurar el adecuado equilibrio entre el control y el afecto. El desarrollo implica contar con figuras estables de referencia que muestran un cariño incondicional y por ello son capaces de poner los límites que todo ser humano necesita. Límites que en un primer momento son externos y progresivamente la persona va haciendo suyos, con el objetivo de autorregular su vida. Es preciso por tanto establecer normas y controles, pero procurando que los hijos entiendan que responden a la preocupación por su bienestar. Un adolecente puede no compartir la decisión de sus padres de prohibirle tener una moto, pero el efecto será muy distinto si considera que se imponen porque quieren “fastidiarle como siempre” a si entiende que lo hacen por miedo a que tenga un accidente aunque él no crea que sea un temor razonable.
En algunos casos, actuar de acuerdo a esta pauta de crianza puede resultar más difícil. En las familias monoparentales, por ejemplo, mantener este equilibrio entre control y afecto puede suponer más esfuerzo. No se puede compartir con un otro las decisiones, con la tensión emocional que ello implica. Tampoco se cuenta con el impagable recurso de otra persona que excusa tu conducta y media para restablecer la relación cuando has perdido el control de la situación excediéndote con tu hijo. Los padres o madres que optan por este modelo de familia deben ser conscientes de sus peculiares necesidades e intentar asegurar las condiciones más adecuadas para el desarrollo. Sin duda, estas dificultades no son exclusivas de los nuevos modelos familiares. Es más, suele ser más habitual que las familias alternativas estén más atentas a estas necesidades que las tradicionales, que sin embargo son requisitos de toda relación familiar.
La aportación de las escuelas
Educar no es sencillo y las familias no tienen por qué estar siempre preparadas para ello. Ser biológicamente capaz de procrear no garantiza ser culturalmente capaz de educar. Necesitarían a menudo un apoyo con el que no es frecuente contar. Por otra parte, como hemos analizado, el cambio de creencias y de conducta no es fácil. De ahí la importancia de la intervención de la escuela, que es una institución en la que se planifican deliberadamente los aprendizajes que se quieren favorecer y a la que asiste toda la población infantil y juvenil, durante la etapa obligatoria.
Una de las vías más importantes de intervención es introducir los modelos de familia en el currículum. Es decir, estudiar en clase las distintas formas de familia al igual que se analizan otros aspectos del entorno. Por supuesto, no se trata de presentar definiciones abstractas sino de buscar ejemplos próximos y pensar juntos acerca de las experiencias comunes que todos tienen y la riqueza de la diversidad que cada una entraña.
Una vez más, la normalidad, es decir la igualdad de trato a todos los tipos de familia, es el mejor ejemplo y la vía privilegiada de aprendizaje. Ello no significa, sin embargo, que no haya que ajustar las situaciones educativas a las necesidades específicas de cada caso. Un ejemplo que puede parecer trivial pero sucede todos los cursos escolares es la celebración del día del padre y del día de la madre. Los docentes debemos ser sensibles a lo que significa esta fecha para los distintos alumnos y alumnas.
Hay otros aspectos de la relación familia-escuela que también deben adaptarse a los modelos familiares. Las familias monoparentales tienen a veces más dificultades para asistir a todas las actividades o reuniones previstas. Los progenitores que están separados siguen teniendo derecho a recibir la información de sus hijos e hijas, y la escuela debe a su vez actuar de acuerdo a las medidas judiciales establecidas. Son solo algunos ejemplos de la respuesta a la diversidad. Pueden parecer temas formales, y en ese sentido menores, pero no lo son ya que reflejan la normalización de los distintos modelos familiares.
Ciertamente, todo lo dicho implica un importante cambio en la escuela que es difícil que se produzca si la mentalidad de los docentes y de las propias familias no se modifica a su vez. Pero estas transformaciones tienen lugar en la medida en que la institución empieza de hecho a funcionar de otra manera. Las personas vamos habituándonos a lo que antes nos resultaba extraño hasta que en un momento determinado –aunque pueda tardar en llegar- lo que nos produce extrañeza son precisamente nuestras conductas y costumbres anteriores. La administración y los equipos directivos asumen una gran responsabilidad en promover esta nueva cultura, pero a su vez dependen de que se produzca o no el encargo social de educar a las nuevas generaciones en esta dirección.
Volvemos entonces al punto de partida: el cambio social. El avance de la sociedad –que estará como en otros casos impulsado por vanguardias más progresistas– que promoverá políticas familiares, escolares, sociales, mediáticas, acordes con su forma de entender el mundo. Es importante que no caigamos en un falso dualismo lineal según el cual primero tendría que darse un cambio social para que las concepciones personales se modificaran. El proceso es recursivo, las transformaciones en un nivel permiten y a su vez se reflejan en el otro. De ahí que nuestra responsabilidad sea también doble, reflexionar y poner en duda nuestras propias creencias y las conductas que las reflejan, y velar por que las administraciones impulsen políticas respetuosas con las distintas formas en las que las personas deciden establecer sus relaciones familiares.
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1. Rodrigo y Palacios (1998). Familia y desarrollo humano. Madrid: Alianza.
2. Arránz, E.,;Oliva, A.; Olabarrieta.F. y Antolín, L. (2010). Análisis comparativo de las nuevas estructuras familiares como contextos potenciadores del desarrollo psicológico infantil. Infancia y aprendizaje, 33 (4), 503-513.