domingo, abril 28, 2024
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De Horkheimer a Varoufakis

Al recordar a Juanjo Sánchez no puedo dejar de rememorar nuestro primer encuentro. Sería octubre de 1989, y me llamó para coordinar una “Tertulia” con los alumnos del Colegio Mayor Empresa Pública sobre las elecciones de 1989. Fueron unas elecciones en las que se produciría la tercera victoria de Felipe González al borde de la mayoría absoluta. Nada sería lo mismo a partir de aquel momento. Tanto la derecha política como las fuerzas a la izquierda del PSOE contarían, a partir de aquel instante, con líderes fuertes y competitivos como José María Aznar y Julio Anguita.

Pero, sobre todo, nada sería igual en el mundo internacional; al producirse la caída del Muro de Berlín y la desaparición del Pacto de Varsovia, todo había cambiado. Dada su formación alemana, Juanjo era especialmente sensible a este nuevo escenario. Volvía el nacionalismo alemán. Los manifestantes contrarios a la RDA pasaron de reivindicar que eran “el pueblo”, a reclamar que se les concediera la unidad alemana, ya que formaban “un pueblo”. Todos los debates de aquellos años le preocupaban extraordinariamente;  eran debates que se habían iniciado anteriormente con la querella de los historiadores entre H. Habermas y E. Nolte, y que siguieron con las críticas de  G. Grass y de O. Lafontaine a  la unidad alemana. Por ello decidimos organizar un ciclo acerca de los efectos de la caída del comunismo sobre el futuro de la izquierda, donde pudieran analizar lo ocurrido desde comunistas, como Manolo Ballestero, a liberales, como Pedro Schwartz.

Era un momento en el que se discutía sobre la pervivencia de los partidos comunistas. En el caso español el PCE ya no se presentaba a las elecciones; la candidatura electoral la encabezaba Izquierda Unida; la pregunta era si procedía mantener esa dualidad o si era conveniente disolver el PCE en Izquierda Unida y hacer de esta última una nueva formación política. Todo aquel debate entre Anguita y Sartorius atravesaría muchas de las discusiones de aquellos años y volvería a aparecer con la aprobación del tratado de Maastricht.

Con la caída del muro se había incrementado también la preocupación por el resurgir de los movimientos nacionalistas, tanto de los nacionalismos de estado, como el alemán, como de las naciones sin estado, como Cataluña, sin olvidar la fragmentación de Estados como el yugoslavo. Las identidades nacionales habían vuelto para quedarse. Era un tema que a Juanjo le interesaba, pero a la vez le generaba una inequívoca distancia. No podía olvidar lo sufrido por los teóricos de la escuela de Frankfurt en los momentos de mayor expansión del nacionalismo alemán, pero tampoco desconocía el lugar de las identidades nacionales en el resurgir de los movimientos de liberación en el tercer mundo.

Efectos de la caída del comunismo sobre el futuro de la izquierda, vistos por un comunista y un liberal

Eran igualmente importantes los efectos de este nuevo orden internacional en el universo de los partidos socialistas. En los años noventa se produce la irrupción de la tercera vía de Blair; una tercera vía muy alejada de aquella tercera vía de final de los años sesenta cuando se pretendía ir más de las experiencias del comunismo y de la socialdemocracia. Ahora se trataba de ver si era posible alcanzar mayorías electorales entre el mundo neoliberal y el mundo de la socialdemocracia keynesiana. Alcanzar mayorías sin seguir apostando por sindicatos fuertes, empresa pública, y un Estado del bienestar que garantizase derechos económico-sociales y preservase las garantías laborales. No era el mundo que le interesaba más a Juanjo, pero sí era de gran interés para unos estudiantes que veían cómo la precariedad aumentaba y la percepción de un aumento de las desigualdades sociales se iba haciendo una triste realidad cotidiana. Era la época en la que hizo fortuna la hipótesis de que estaban condenados a vivir peor que sus padres.

Para hablar de la crisis del comunismo, contamos con Manolo Ballestero y con Antonio Elorza; para estudiar el tema de los nacionalismos era frecuente la invitación a Jaime Pastor, y para ahondar en los problemas del keynesianismo, del Estado social y de la impronta del neoliberalismo acudíamos a Juan Francisco Martín Seco.

Un teólogo como Juanjo era consciente de que todo este debate sobre el comunismo y la socialdemocracia, los nacionalismos y la Unión europea, el keynesianismo y el liberalismo, afectaba decisivamente a la manera de entender el papel de la religión. La caída del muro había provocado  dos lecturas distintas dentro del mundo católico romano. La primera se situaba en la perspectiva de recoger las consecuencias del triunfo de occidente y de insistir en que solo gracias a la contundencia del catolicismo polaco había sido posible la caída del comunismo. El Papa Wojtila debía figurar en el pabellón de los grandes líderes, con Reagan y Margaret Thatcher, que habían logrado en el 89 revertir la herencia del 68.

Había una segunda lectura. Para Ratzinger no estábamos ante el resurgir de la herencia cristiana de Europa. Estábamos ante el peligro de un aumento del nihilismo, del relativismo y del neopaganismo. Solo si la religión era capaz de fundamentar racionalmente su apuesta por la Verdad sería capaz de sobrevivir en este vendaval politeísta. Debía asumir  que era minoría en un mundo que dejaba atrás la religión.

Cuando hablaba con Juanjo de estos temas siempre recuerdo que me miraba entre sorprendido y perplejo, como esperando que, en algún momento de la conversación, apareciera la posibilidad de revertir la situación desde la apuesta que él secundaba, desde un cristianismo que recogiera la memoria de los vencidos.

En un contexto de violencia, cómo encontrar un lugar para la religión como factor de paz y de justicia

Todos aquellos dimes y diretes sobre los grandes poderes, los relatos de los vencedores, la vuelta de los nacionalismos, la encrucijada de la izquierda, le parecían de interés y  agradecía mucho el esfuerzo por conectar con el interés de los estudiantes, pero aquel maregmagnum de datos le producía una inequívoca desazón. Las cuitas del político las respetaba, pero echaba de menos el fundamento; un fundamento religioso del que piensa si más allá del análisis cabe una propuesta, una intervención, un compromiso alternativo a la lógica dominante. Si más allá de los combates oscuros de la praxis política no cabía la esperanza de la provocación religiosa.

Probablemente él vivía ese compromiso en su implicación en la vida cristiana comunitaria, pero como responsable de las actividades culturales en un colegio mayor no hacía alarde de esa posición. Al lado de su colegio los había claramente confesionales, como el Loyola o el Chaminade, pero estábamos en un colegio donde muchos alumnos estudiaban económicas o derecho, y donde se formaban para ser los ejecutivos empresariales del mañana. Un mundo donde las consideraciones humanísticas quedaban lejos, y de ahí el esfuerzo de Juanjo por completar esos estudios con jornadas sobre literatura, economía, política, historia. Quizás también de hacer relevante la presencia de la religión en ese mundo socio-político como un factor que no se podía ignorar.

Necesidad de una teoría para hacerse cargo de los límites de la modernidad, y una praxis para confrontar con los poderes económicos dominantes

Pocos años después, la religión llamaría a la puerta desde su cara más radical, más fundamentalista, más violenta. Tras el 11 de septiembre del 2001 todo cambió. Para una generación que habíamos vivido el choque entre las dos superpotencias en los años ochenta, que habíamos asistido a la caída del comunismo y a la desaparición de la Unión soviética, asistir al ataque a Wall Street y al Pentágono fue un shock que no sabíamos cómo encarar. Recuerdo la llamada de Juanjo. Teníamos que hacer algo, que organizar unas jornadas sobre el fundamentalismo y la violencia, el choque de civilizaciones, la guerra contra el terrorismo, el feminismo y el islam. Y a ello nos pusimos.

Recuerdo la curiosidad de aquellos estudiantes por saber quién era el responsable de aquel espanto; si había una historia de violencia previa que explicaba aquellos ataques, si una violencia terrorista perpetuaría aún más la violencia imperial. Por qué nos odian tanto había sido la pregunta de algunos intelectuales americanos para intentar explicar lo ocurrido. El odio se incrementaría tras la guerra de Irak.

De nuevo aquí la mirada de Juanjo lo decía todo. Si en los debates de los noventa siempre emergía el dolor por reducir la religión a un debate entre Ratzinger y Wojtila, ante los atentados y la guerra posterior miraba espantado  la elección trágica entre  Bin Laden y Bush. Fueron años donde asistiríamos a la invasión de Afganistán (lo recordamos hoy cuando la presencia norteamericana en Afganistán ha terminado como ha terminado) y a la guerra de Irak. Poco tiempo después a los atentados en Madrid  en el 2004 y al vuelco electoral en aquel marzo donde triunfaría la candidatura de Zapatero. Y allí le veo a Juanjo en aquellas manifestaciones contra la guerra, a favor de la retirada de las tropas, y a la búsqueda de un lugar para la religión como factor de paz y de justicia, de solidaridad y de fraternidad.

Murió Wojtila y llegó Ratzinger, y siguió el debate sobre el relativismo, el nihilismo y las raíces cristianas de Europa; también el debate sobre la memoria del holocausto y acerca de la identidad del mundo cristiano en un contexto neopagano. Son los años en los que Éxodo dedicó números importantes a hablar de la memoria histórica y a la lucha por una laicidad incluyente y una educación para la ciudadanía.

Debo saltar ahora a un debate final en el que también nos embarcamos. Como verá el lector desde aquellas elecciones del 89 no habíamos parado y nos aguardaba el proceso independentista en Cataluña. De nuevo aquí colaboramos en preparar un número de Éxodo sobre Cataluña y el process, sobre la nación y la supranacionalidad, sobre el reconocimiento  y la redistribución, sobre la identidad y la modernidad líquida.

Repasando todos estos debates donde la política se ve imbuida de coyunturas impredecibles, donde los líderes tratan de hacerse cargo del pasado, con mejor o peor fortuna, siempre sospeché que para Juanjo estos debates relevantes para la opinión pública, estos debates que suscitaban el interés de los estudiantes del colegio mayor, eran debates que no iban a lo sustancial. Había una dimensión que no aparecía y le provocaba un inequívoco desasosiego.

En la conferencia de despedida como profesor de la UNED, que se puede ver por internet, aparece con toda claridad este Juanjo en lucha por un Dios diferente. El hombre paciente que entrevistaba a tantos –Javier de Lucas, Peces Barba, Victoria Camps–, que comentaba los libros de Pérez Tapias y de Díaz Salazar, de Fraijó y de Reyes Mate, que organizaba todos aquellos debates a los que he hecho referencia, seguía teniendo su corazón puesto en una propuesta religiosa que cuestionara la lógica dominante en la modernidad. No quería dejarse arrastrar por la opinión pública dominante ni por la opinión publicada en papel o digital. Quería dejar un hueco a su fundamento, cuidarlo, preservarlo; si se me permite la expresión, mimarlo.

Un fundamento, una provocación, una confesión que remitía al  papel de la teoría crítica en la Europa de los años treinta y a su difícil pervivencia  en la Alemania de los años sesenta; ese papel había sido tematizado por filósofos y por historiadores; no son tantos, sin embargo, los que optan por transitar desde aquella nostalgia por lo totalmente otro a la reivindicación de una justicia radical con las víctimas y con los excluidos. Ese era el caso de Juanjo, y aquella mañana en la UNED lo pudimos vivir en toda su intensidad.

Juanjo tenía  curiosidad y  prevención ante  la vida política, ante la política activa. No podría evadirse del tema porque consideraba imprescindible conocer las mediaciones, meditar sobre las estrategias, atravesar las distintas coyunturas históricas y conocer a los que habían osado enfrentarse con los poderes económicos dominantes como Varoufakis. Esa dimensión no le hacía olvidar nunca la fundamentación racional, que para él surgía de la provocación religiosa de un Dios diferente.

Probablemente, Horkheimer no hubiera estado de acuerdo con Varoufakis ni este último frecuentó la lectura de los teóricos de Frankfurt. Pero en  Juanjo –en el querido compañero de aventuras que estamos rememorando–, las dos dimensiones estaban inexorablemente unidas. Una teoría que se hiciera cargo de los límites de la modernidad, y una praxis que fuera capaz de confrontar con los poderes económicos dominantes fue siempre su objetivo.

Constituye un legado que no debemos olvidar, que es imprescindible preservar en lugares de la memoria como el que representa Exodo, la revista a la que dedicó lo mejor de su vida intelectual.

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