Escrito por
Éxodo 147
– Autor: Carmen Soto Varela –
La Vida Religiosa femenina en general y la española en particular somos un sector de población bastante invisible en nuestras sociedades democráticas. En general en el imaginario colectivo permanecemos fosilizadas en una imagen anticuada cargada de estereotipos que apenas responde a lo que hoy somos o queremos ser las mujeres que hemos optado por vivir un proyecto que consideramos emancipador y encarnado en medio de un mundo cargado de desafíos y amenazado por la violencia y la injusticia.
El Concilio Vaticano II (1962-1965) impulsó en la vida Religiosa femenina un cambio significativo en su modo de entenderse a sí misma como colectivo, pero también dentro de cada instituto en relación a su carisma y a su misión. Las monjas consideradas tradicionalmente iconos de inmutabilidad y estabilidad comenzamos, no sin esfuerzo, a cambiar nuestro estilo de vida, nuestras opciones y nuestro modo de estar en el mundo en este nuevo marco eclesial.
Las transformaciones de este periodo llegaron inicialmente como un huracán, pero fueron adquiriendo un ritmo más lento según pasaban los años, a la vez que se hacían más hondas y determinantes. En el camino hubo incertidumbres, fracasos, divisiones, miedo, pero también esperanza, valentía, novedad e ilusión. Era necesario abrir nuevas sendas, aunque no existían modelos en los que mirarse ni hojas de ruta preestablecidas que permitiesen caminar seguras. No había caminos, pero había un horizonte inmenso de posibilidades que, aunque a veces inciertas, no frenó la pasión y la esperanza de las mujeres que en esa época formaban parte de la Vida Religiosa.
En este contexto de cambio eclesial pero también social, surgieron muchas preguntas que no tenían fácil respuesta y en ocasiones cuando las había eran frágiles o incompletas. La travesía se presentaba difícil y las monjas lo sabían. Al timón de muchas de las instituciones femeninas en esa época posconciliar, estuvieron mujeres audaces, lucidas y de profunda fe que fueron líderes capaces de acompañar e impulsar cambios significativos para sus organizaciones que les permitiesen estar a la altura de los nuevos paradigmas sociales, culturales y económicos que en la segunda mitad del siglo xx estaban naciendo.
La Iglesia en su conjunto tampoco vivía tiempos fáciles y los vaivenes producidos por los avances y retrocesos en la implementación del Concilio afectó de muchas maneras, pero no impidió que una revolución silenciosa se fuese fraguando en las distintas congregaciones religiosas femeninas. Instituciones con solera y tradición que se empeñaron en respirar el aire puro que había traído el Concilio y cada una a su estilo fue adquiriendo un nuevo rostro más ágil y moderno. Fueron desapareciendo los hábitos que uniformaban y creaban un muro entre las religiosas y la sociedad civil. Se democratizaron las relaciones dentro de las casas religiosas, buscando mayor igualdad y equidad en las estructuras y mayor participación en la toma de decisiones. La liturgia se hizo más encarnada y los tiempos marcados anteriormente por la campana comenzaron a regirse por la vida y los acontecimientos.
No todo se consiguió de golpe, pero poco a poco se fue tomando conciencia del carácter profético y provocador que un estilo de vida como el de que las religiosas comenzaban a encarnar tenía a la luz de los nuevos paradigmas teológicos. El redescubrimiento evangélico del seguimiento de Jesús como marca distintiva de todo cristiano y cristiana fue un revulsivo para la identidad de las religiosas que vieron transformadas la concepción de sí mismas, pasando del estado de perfección a un estado de transformación que progresivamente las alejaba de un perfil angélico y virginal para impulsar caminos de compromiso discernidos que daban solidez a sus opciones y madurez a su ser de mujeres consagradas, en un momento en que también se afianzaban los movimientos feministas y sus luchas por la igualdad de derechos y dignidad de las mujeres.
En España todos estos cambios coincidieron con el tardofranquismo y la transición. Las monjas españolas, aunque mucho menos reconocidas que sus homónimos varones, se trasladaron a los barrios marginales, asumieron la causa de los pobres, su memoria y sus luchas. Incorporaron con entusiasmo en sus colegios y obras educativas “los aires modernos” de Europa iniciando sólidos procesos de formación y actualización con gran responsabilidad e invirtiendo fuerzas y dinero.También se fueron innovando y transformando los proyectos dirigidos al cuidado y protección de los más débiles y frágiles al ritmo de las nuevas políticas sociales.
El siglo xxi llegó para nosotras, “las monjas” [1], con nuevos desafíos. La falta de vocaciones persistente en las últimas décadas menguó nuestras fuerzas y posibilidades de responder a los nuevos desafíos sociales y eclesiales, pero eso no anuló la creatividad y la ilusión para seguir buscando y transformándonos al ritmo de la vida y del seguimiento de Jesús.
Aunque nunca es bueno generalizar, “las monjas” en la actualidad somos un colectivo cada vez más consciente de nuestra condición de ciudadanas de un mundo plural y diverso. Somos mujeres con una creciente conciencia feminista que nos lleva a implicarnos cada vez más con grupos y movimientos que luchan por la igualdad de derechos y dignidad de las mujeres tanto en la sociedad como en la Iglesia. Nos sentimos también cada vez más comprometidas con el cuidado de la creación, incluso asumiendo medidas institucionales en favor del cuidado del medio ambiente. Nada nos está siendo ajeno, aunque no siempre tengamos la oportunidad de demostrarlo.
Somos muchas y diversas, pero muy conscientes de ser portadoras de carismas nacidos de la inspiración del Espíritu que siguen siendo fuerza para la vida de las comunidades cristianas, aunque en muchos momentos nos sintamos relegadas a lugares secundarios en una Iglesia que sigue siendo pensada de forma patriarcal. Somos mujeres que, a pesar de los límites, las incoherencias, los fracasos o los silencios creemos en nuestra vocación y nos mantenemos en la brecha.
[1]Al utilizar el término monja asumo el uso popular del término consciente que lo apropiado es diferenciar entre las religiosas de vida activa y las monjas de vida contemplativa.