martes, octubre 15, 2024
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RETOS DE LA DEMOCRACIA A LA IGLESIA

Escrito por

Éxodo 92 (ener.-feb.’08)
– Autor: Benjamín Forcano –
 
LA IGLESIA, A PESAR DE TODO, ES MÁS QUE UNA DEMOCRACIA

No hay que haber vivido mucho para entender que este tema ha sido tabú en la conciencia cristiana, en el sentido de que a casi nadie se le ocurría relacionar la democracia con la Iglesia. La Iglesia no es evidentemente una democracia y, sobre todo, no tiene hacia dentro, en su estructura y funcionamiento, experiencia de funcionar como una democracia.

Sin embargo, nadie dudaría en afirmar que, si atendemos a la enseñanza y vida de Jesús, él convoca a sus seguidores a un radical espíritu democrático y a una práctica de los valores democráticos. Entonces, ¿qué ha sucedido, se pregunta Andrés T. Queiruga, para que se pueda seguir afirmando por muchos –por demasiadosque la Iglesia no es ni puede ser democrática? (Latinoamericana 2007, La democracia en la Iglesia, p. 46).

En un hermoso artículo de J. Sobrino (Concilium, Crítica a las democracias actuales, y caminos de humanización, septiembre 2007, pp. 83- 97), describe las ideas e ideales que la tradición bíblico-jesuánica aporta para humanizar la democracia. Según él, el Vaticano II, fiel a tradiciones de la primera Iglesia e inspirada por los mejores valores de la democracia, marcó una nueva dirección, al entenderse como “Pueblo de Dios” y, posteriormente en Medellín, como “Iglesia de los pobres”.

La marca de “pueblo de Dios” fue calificada por el propio cardenal Ratzinger como peligrosa por llevar a comprender la Iglesia sociológicamente y la de “Iglesia de los pobres” no tuvo viento a favor de parte de la Institución. Superando deficiencias seculares, “Se trataba de superar la desigualdad, el autoritarismo de los señores de este mundo, la concentración del poder en pocas manos, la marginación de los laicos, sobre todo de la mujer, la imposibilidad de apelación, que la autoridad no tenga que rendir cuentas… Era y es innegable el deseo de una Iglesia más humana, más consecuente con lo que desencadenó Jesús y más parecida a Jesús. Eso es lo que estaba en juego en una Iglesia ‘pueblo de Dios‘, con sus analogías en lo mejor de la democracia” (idem, p. 94).

Es bueno, por tanto, dejar bien claro que la Iglesia no sólo es y puede ser una democracia, sino mucho más que una democracia: “Si alguien sigue pensando que usar la palabra ‘democracia’ respecto de la Iglesia puede amenazar u oscurecer la confesión de su misterio, que no lo haga nunca rebajando la llamada de Jesús hacia los valores de humildad y servicio… El cambio sólo puede ser apostando a la alta: si no ‘democracia’, entonces mucho más que democracia” (idem, p. 47).

No sería justo, en este sentido, que la Iglesia se erigiera en guardiana de la democracia, señalando las deficiencias, contradicciones y abusos que le acompañan, sin vivir “en casa” las mejores tradiciones que ella predica a los de fuera. “Si, como afirma Casaldáliga, la democracia que conocemos es una democracia que empalaga e indigna” (Latinoamericana 2007, Exigimos y hacemos otra democracia, p.10), ¿qué no habrá de hacer la Iglesia para que no aparezca más como enemiga de la democracia y deje de perder credibilidad? Responde Casaldáliga: “hasta Dios debe ser democratizado de otro modo y la respectiva vivencia religiosa de la fe se debe abrir al diálogo en el pluralismo y debe compartir en la acción volcada hacia las grandes causas comunes de la vida y de todo el ser del universo” (Idem, pg. 11).

La cuestión, para no recaer en confusión ni contradicciones, requiere un tratamiento claro: ¿De qué hablamos cuando decimos democracia e Iglesia?

NUESTRO MODELO DE DEMOCRACIA

Seguramente, en nuestro mundo occidental, son mayoría los que presumen de la forma de vida democrática. No sólo presumen, están orgullosos de ella y, en todo caso, la consideran como la forma menos mala.

Afortunadamente, comienzan a sonar -y fuerte- las voces de quienes cuestionan nuestra forma de democracia. No se trata de negar los logros y avances propios de nuestra democracia occidental.

Con base en la democracia griega, se comenzó a ordenar la convivencia de manera que las decisiones fueran tomadas por todos y no por uno sólo (rey) o por una minoría (aristocracia). Fue un avance, pero en el avance de esas primeras decisiones no tomaban parte los esclavos, los extranjeros y las mujeres; una gran parte que quedaba fuera del poder.

En las democracias modernas hubo un intento progresivo de que el poder fuera participado por todos, única manera de acabar con la exclusión, el privilegio y el dominio de unos sobre otros. Para ello, bastaría con establecer unas Constituciones, unos Tribunales, unos Representantes elegidos y unas Leyes que asegurasen la igualdad de todos, mediante una justicia rigurosamente aplicada. Desaparecida la Monarquía y las clases privilegiadas, todos serían iguales y libres.

Hubo progreso y conquistas muy positivas en las clases trabajadoras. Pero los antiguos actores del poder –clero y nobleza– fueron reemplazados por otros: los señores de la industria, del comercio y, más cerca de nosotros, las multinacionales: “La modernidad había imaginado el Estado como fuerza independiente, autónoma, encargada de crear la justicia y la prosperidad mediante la colaboración de todos los ciudadanos, considerados iguales gracias al imperio de la ley, aplicada a todos por igual, y que defendían los derechos todos. Ya no habría víctimas de la dominación, porque todos podrían contar con el amparo de la ley aplicada por un sistema judicial imparcial” (J. Comblin, Crisis de la democracia, Latinoamericana 2007, p. 323).

LA DICTADURA ECONÓMICA DENTRO DE LA DEMOCRACIA

Desde nuestro nivel de vida confortable seguimos manteniendo el mito de que la democracia es el mejor sistema de vida para la convivencia. Lo es, ciertamente, mejor que la tiranía . Pero sería iluso desconocer el poder inimaginable que las nuevas fuerzas económicas han adquirido y la forma en que lo ejercen e imponen en nuestras democracias.

Entre los miles y miles de sociedades privadas inventariadas, las 200 más poderosas controlan en 2002 más del 23 % del producto mundial bruto (más de toda la riqueza producida en el planeta a lo largo de un año). Es importante subrayar las características de estas nuevas fuerzas económicas:

– Están en manos de unos grupos mundiales. – Su riqueza ha ido creciendo y concentrándose. – Los Estados han ido perdiendo la posibilidad de controlarlas. Cada vez más, les imponen su voluntad. – Las multinacionales mueven y controlan el comercio, las más fuertes conquistan a las más débiles, cuentan con la exención de impuestos y otras ventajas y acaban constituyéndose en monopolios. – Su mayor éxito ha sido hacer creer a la conciencia pública que el Estado no puede tomar iniciativas económicas y debe entregarlas a empresas privadas. De esta manera, los partidos políticos se convierten en divulgadores de la ideología neoliberal y en funcionarios de las multinacionales.

Desde lo dicho, está claro que la democracia pierde su contenido desde el momento en que los Estados conceden autonomía a las multinacionales. Éstas mueven sus capitales por el mundo entero. Los ciudadanos y la clase obrera apenas pueden actuar eficazmente contra ellas: “La globalización de los intercambios de servicios, de capitales, de patentes ha llevado durante los diez últimos años al establecimiento de una dictadura mundial del capital financiero.

Las reducidas oligarquías transcontinentales, que detentan el capital financiero, dominan el planeta… Sobre miles de millones de seres humanos, los señores del capital financiero mundializado ejercen un derecho de vida y muerte. Mediante su estrategia de inversión, sus especulaciones bursátiles, las alianzas que organizan, deciden día a día quién tiene derecho a vivir en este planeta y quién está condenado a morir” (J. Ziegler, Derechos Humanos y democracia mundial, Latinoamericana 2007, p. 26).

“Los pueblos no eligieron sus gobiernos para que los ‘llevasen’ al mercado, sino que es el mercado el que por todos los modos posibles condiciona a los gobiernos para que les ‘lleven’ los pueblos. El mercado es hoy, más que nunca, el instrumento por excelencia de auténtico, único e incontrovertible poder, el poder económico y financiero multinacional, ése que no es democrático porque no fue elegido ni es regido por el pueblo ni apunta a su felicidad” (J. Saramago, Sobre la democracia, en Latinoamericana 2007, p. 35).

Las consecuencias son las que todos vemos y sufrimos: la dictadura neoliberal nos invade con la industria de la diversión, hace que nos olvidemos de los derechos humanos, nos llega a convencer de que no hay nada que se pueda hacer, no hay alternativa posible. ¿Cómo podemos entender el hecho de que, desde el comienzo de la guerra de Irak, una potencia que se proclama y se la reconoce como la primera y más importante del mundo, pueda justificar y mantener, ante la complicidad de otras democracias, como normal e inevitable, la prolongación de una invasión que provoca más de cien asesinados y muertos diarios?

¿En qué quedan, pues, las Constituciones? ¿Para qué sirven las elecciones? ¿Cuántos creen aún en ellas? ¿No es normal que crezca la conciencia de que el sistema democrático actual no funciona?

Pero para cambiar el sistema, habrá que destruir el poder de los nuevos señores feudales. ¿Quimera o utopía?

DEMOCRACIA Y DERECHOS HUMANOS

No creo equivocarme al afirmar que una democracia política es bien poca cosa si no es, al mismo tiempo, una democracia económica y cultural. Identificar la democracia con la mera forma política es dejarla sin contenido. Los elegidos por el pueblo están en los partidos, en el parlamento y en el gobierno para algo más. Partidos y otras instituciones son necesarios, pero con la conciencia de que el poder que les ha sido otorgado proviene del pueblo y debe ser utilizado para los fines y derechos del pueblo. El poder, si proviene del pueblo y debe ser ejercido para el bien del pueblo, debe ser administrado en beneficio suyo. No lo es así, seguramente porque los gobernados no lo hacen por sí mismos ni para sí. Cambios políticos de partido y de gobierno que no vayan acompañados de cambios económicos y culturales no responden mucho a lo que el pueblo desea cuando vota.

Si, como ha dicho Boutros Boutros- Ghali “los Derechos Humanos son, por definición, la norma última de toda la política, son absolutos y localizados y por lo mismo constituyen una irreductibilidad humana, la quintaesencia de los valores que nos permiten afirmar que somos una sola comunidad humana” (J. Ziegler, ídem, p. 27).

¿La democracia sirve para asegurar la igualdad y la fraternidad o para encubrir la imposición capitalista, con su modelo de una sociedad egoísta y sin ideales?

Pese a todas las deficiencias e insuficiencias deberemos insistir en que se hagan realidad los derechos humanos, conscientes de que, también dentro de la democracia, son utilizados ideologizadamente para los intereses de unos u otros grupos y no del bien y de los derechos de los ciudadanos. Resulta inicuo que los derechos humanos puedan convertirse en privilegios de minorías y poderosos y puedan ser usados incluso en contra de los derechos de las mayorías. Esto es lo que hay que desenmascarar. Cuando una minoría tiene el poder de imponer las condiciones comerciales en el mercado, tiene el poder de dominar la vida: impiden las condiciones reales para que se pueda vivir biológicamente.

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