martes, octubre 8, 2024
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Restos de Franco, restos de franquismo

Éxodo 146
– Autor:  Ignacio Sánchez Cuenca –

  1. Vuelve la crispación

Como siempre que la derecha está en la oposición, la crispación ha vuelto a adueñarse de la vida política española. Sucedió en la última legislatura de Felipe González (1993-1996) y en la primera de José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2008) y vuelve a suceder en los meses que llevamos del Gobierno de Pedro Sánchez.

En esta ocasión se dan algunos agravantes. En los episodios anteriores de crispación, la oposición estaba dominada casi enteramente por el Partido Popular. Ahora, sin embargo, tras los cambios sísmicos producidos en el sistema de partidos, la derecha está dividida en tres fuerzas, PP, Ciudadanos y Vox, lo que introduce un elemento de competición ideológica y electoral de carácter centrífugo que refuerza la estrategia de deslegitimación del Gobierno progresista. Además, cabe añadir que los líderes de la derecha actual muestran unos comportamientos menos “instrumentales” que en el pasado, donde claramente había un elemento de sobreactuación táctica dirigido a inducir la abstención de votantes centristas o sin ideología. Tanto Pablo Casado como Albert Rivera parecen creerse su papel y por lo tanto no cabe esperar que modulen su discurso (menos aún en el caso de Santiago Abascal).

Si nos remontamos a la etapa de Zapatero, los principales temas que usó la derecha como munición para crispar la vida política fueron el proceso de paz con ETA, la reforma del Estatuto catalán y la Ley de memoria histórica. También algunos avances en derechos civiles, así como la propuesta de una alianza de civilizaciones en el ámbito exterior, produjeron ruido, si bien no tan ensordecedor.

Habiendo felizmente desaparecido ETA, la crispación política permanece anclada en los otros dos asuntos, el catalán y la memoria histórica. Ahora no debatimos sobre la reforma de un Estatuto de autonomía, sino sobre cómo reconstruir un consenso constitucional que reenganche Cataluña a España, en un contexto muy difícil marcado por las acusaciones arbitrarias de rebelión a los líderes independentistas; en el caso de la memoria histórica, la cuestión central en estos momentos es la relativa a los restos del dictador Francisco Franco en la basílica del Valle de los Caídos.

  1. El déficit democrático de la memoria histórica

¿Cómo es posible que después de cuarenta años de las primeras elecciones democráticas todavía pueda causar controversia la decisión de sacar los huesos de Franco del Valle de los Caídos? ¿Cómo explicar que partidos que se reclaman liberales, como Ciudadanos o Partido Popular, puedan poner toda clase de pegas y trabas a una decisión tan obvia y que debía haber sido llevada a cabo hace muchos años? ¿Acaso hay rescoldos franquistas en nuestra democracia?

Recuérdese que en 2004, cuando el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero ganó las elecciones, todavía quedaban estatuas del dictador en varias ciudades españolas. El Ministerio de Fomento decidió retirar la estatua, de siete metros de altura, de la plaza madrileña de San Juan de la Cruz, enfrente de los Nuevos Ministerios. La retirada se hizo durante la madrugada para evitar incidentes, sin poder evitar así la impresión de que había algo vergonzante en aquel acto.

Como han mostrado Paloma Aguilar y Leigh Payne en su magnífico libro El resurgir del pasado en España (Taurus, 2017), España arrastra un importante déficit democrático en todo lo relativo a la memoria histórica. Nuestro país no ha conseguido revisar de forma abierta y crítica el pasado franquista. Las cuentas pendientes en materia de exhumaciones siguen siendo muy voluminosas y, en la medida en que se están saldando, se debe a la iniciativa de la sociedad civil, no de los poderes públicos. Asimismo, sigue sin constituirse algún tipo de comisión de la verdad que establezca un censo oficial de víctimas, paso imprescindible para poder organizar una política ordenada de reparaciones y reconocimiento. No deja de ser significativa la reacción que se produjo hace unos meses ante el anuncio del Gobierno de Pedro Sánchez de constituir una comisión de la verdad en España: la mayor parte del establishment político, periodístico e intelectual se llevó las manos a la cabeza, incluyendo prestigiosos historiadores que pasan por progresistas.

¿Cabe afirmar que la resistencia a avanzar en las políticas de memoria, incluyendo la retirada de los restos de Franco del Valle de los Caídos, es un legado de los largos años de franquismo? A mi juicio, la respuesta es negativa. Para situar el problema en su contexto histórico, conviene recordar, en la línea apuntada por Aguilar y Leigh, que el origen de los problemas de la memoria histórica se sitúa en el llamado “pacto de olvido” de la Transición. Evidentemente, no hubo un pacto explícito y rubricado por las fuerzas políticas, pero se llegó a un entendimiento tácito en los primeros años de democracia en virtud del cual era mejor no debatir sobre el pasado. La justificación de ese olvido radicaba en los riesgos de enfrentamiento y ruptura de los frágiles consensos alcanzados en la época.

El más sólido cimiento del pacto de olvido fue el generacional. Quienes protagonizaron la Transición fueron los hijos de los combatientes de la Guerra Civil: querían dejar atrás el pasado porque les horrorizaba la posibilidad de un nuevo conflicto entre españoles. No les interesaban las historias de sus padres, preferían mirar hacia adelante para huir de un pasado brutal y dramático. Las nuevas generaciones, las de los nietos y biznietos de la Guerra, afrontaron el problema desde una posición muy diferente, con una democracia consolidada, sin amenaza golpista ni problema militar; gracias a ello, pudieron abordar el pasado sin tantos temores, conscientes de que se había cometido una injusticia con la generación de sus abuelos o bisabuelos y de que se daban las condiciones para poder corregirla, al menos en una pequeña parte.

La controversia sobre la memoria que se inicia con el cambio de siglo no ha cesado hasta el día de hoy. El principal avance político que se ha producido, para algunos demasiado tímido, ha sido la llamada Ley de memoria histórica de 2007. No parece que el actual Gobierno de Pedro Sánchez, con un apoyo parlamentario muy precario, vaya a dar grandes pasos en esta dirección.

Que a lo largo de todos estos años de democracia no se haya conseguido avanzar más es consecuencia tanto del “tapón” generacional formado por quienes tuvieron un papel destacado en la Transición (y en los primeros gobiernos de Felipe González) como por el veto de la derecha a cualquier iniciativa en este sentido. No hay nada en el sistema político, en su diseño institucional, en sus valores constitucionales, que impida una acción más decidida en este terreno. Más bien, se trata de resistencias sociales y políticas. En este sentido, parecería incorrecto hablar de un legado franquista en la democracia española con respecto a la memoria histórica.

Por descontado, podemos ir más allá del ámbito específico de la memoria para tratar de averiguar si las resistencias mencionadas tienen a su vez un trasfondo franquista y si cabe hablar de otros restos de franquismo en la sociedad española.

  1. A la busca de franquismo

En los últimos tiempos, se ha hablado con insistencia sobre un sustrato franquista en la política española, sobre todo a raíz de la irrupción de Podemos, con su crítica al “régimen del 78” y, especialmente, a la Transición. La Transición, como todo el mundo sabe, no se hizo por ruptura, sino mediante una reforma interna del sistema constitucional franquista: la Ley para la reforma política de 1976, que fue el instrumento legal que permitió celebrar unas elecciones libres, era la octava Ley Fundamental del franquismo. Precisamente porque no se consumó la ruptura que demandaba la mayor parte de fuerzas de la oposición, la democratización, según este argumento, no fue completa, quedando fuera del cambio el Ejército, los cuerpos de seguridad y el sistema judicial.

El pecado original de la Transición estaría, pues, en su naturaleza parcial, en su aceptación de la continuidad de estructuras de poder franquista. Esta crítica al proceso de democratización quedó patente en la polémica suscitada por los comentarios negativos de Alberto Garzón sobre la política seguida por el PCE en los primeros años de democracia, cuando el partido transigió con la monarquía, la impunidad que consagraba la Ley de amnistía de 1977 y el acuerdo socioeconómico de los Pactos de la Moncloa. Garzón centró sus ataques en el propio secretario general de la época, Santiago Carrillo. La generación izquierdista más joven parecía impugnar la “política de reconciliación nacional” que había defendido el PCE desde 1956. Según este punto de vista, la dejadez de la izquierda habría permitido que el franquismo no fuera definitivamente liquidado.

A mi entender, esta lectura de la historia no es del todo acertada. No sólo, como se ha aducido en múltiples ocasiones, porque la visión crítica no se haga cargo de la “correlación de fuerzas” que entonces imperaba, sino porque no es capaz de explicar la evolución de nuestra democracia a lo largo de las cuatro últimas décadas.

El tipo de recusación de la Transición que han popularizado políticos como Alberto Garzón o Pablo Iglesias tiene un punto débil: no consigue explicar el hecho de que el sistema democrático sea hoy, en muchos aspectos, más cerrado de lo que lo era en sus primeros años. Si el argumento de la herencia franquista (fruto de una Transición por reforma interna) fuera cierto, lo que deberíamos observar es que la democracia funcionara con muchas limitaciones en su primera etapa y luego, a medida que se fuera aligerando el peso de dicha herencia, la democracia fuese abriéndose y haciéndose más inclusiva y permeable. Sin embargo, hay buenas razones para defender que ha sucedido justamente lo contrario, es decir, que a medida que nos alejábamos de la muerte de Franco, la democracia se ha ido cerrando con respecto a sus primeros años de desarrollo. La crítica que propongo, por tanto, no impugnaría la Transición, sino que más bien defendería que los valores y proyectos de la Transición quedaron arrumbados por una práctica política decepcionante: la democracia funciona mal porque se fue olvidando el espíritu inicial de la política democrática.

Aunque no puedo entrar en un tratamiento detallado del asunto, hay motivos sólidos para argumentar que hoy en día tenemos menor libertad de expresión que a finales de los años setenta, que la justicia se ha vuelto más conservadora, que los cambios y reformas son hoy más difíciles de aprobar. En los últimos veinte años hemos visto cómo se encarcelaba a piquetes sindicales, se prohibían partidos políticos, se cerraban medios de comunicación, se condenaba a ciudadanos por injurias al rey o a la bandera y se extendía la lógica anti-terrorista a los movimientos sociales. El Gobierno de UCD fue capaz en su día de sentarse a negociar con los terroristas de ETA político-militar y darles una salida para que se integraran en la sociedad; en la España actual, habiendo desaparecido ETA, aún se mantiene la política de dispersión de los presos etarras. No quiero sugerir con esto, entiéndaseme bien, que en España no tengamos una auténtica democracia, o que nuestro país sea comparable a países como, digamos, Turquía; tan sólo quiere sugerir que el sistema se ha endurecido, se ha vuelto menos poroso y más rígido, con todo lo que ello ha supuesto de erosión democrática. Seguimos teniendo una democracia, por supuesto, pero es una democracia de menor calidad que en el pasado. Así se confirma, por lo demás, en las mediciones sobre calidad democrática que realiza el V-Dem Institute, la fuente más fiable y detallada sobre el funcionamiento de las democracias en el mundo.

Que en los últimos veinte años la democracia española haya ido hacia atrás no puede explicarse por el franquismo, pues el efecto de este debería disminuir con el tiempo, no aumentar. Por tanto, hay que buscar una explicación algo diferente.

  1. Franquismo y nacionalismo

Una lectura más compleja de lo que ha sucedido en España nos revela que el factor principal de la cerrazón progresiva de la democracia española no es tanto un franquismo residual sino, más bien, el resurgimiento de un nacionalismo español de carácter excluyente que se creía dormido. El origen de ese resurgimiento se encuentra, a mi juicio, en la segunda legislatura de José María Aznar. Es entonces cuando se rompen los equilibrios territoriales y nacionales que hasta entonces habían prevalecido en la democracia española. Aznar lanza, con el apoyo de importantes intelectuales que procedían de la izquierda, un ideario basado en una deslegitimación completa de las reivindicaciones nacionalistas vascas y catalanas, así como en una defensa desacomplejada de la nación española. El discurso “constitucionalista” de rechazo al terrorismo de ETA se aplica por extensión al nacionalismo en su conjunto.

Defender la nación española como antídoto contra los nacionalismos periféricos es una forma de nacionalismo, se mire como se mire. El nacionalismo consiste en organizar la vida política a escala nacional, ya sea la nación la española, la catalana o la vasca. Por más que se arrope con “constitucionalismo liberal”, la defensa de la nación española es nacionalismo. A medida que se iba enconando el conflicto catalán, el nacionalismo español ha ido adoptando tonos y formas cada vez más excluyentes, sin reconocer legitimidad alguna a las posiciones de los otros nacionalismos. El resultado ha sido un choque de nacionalismos en el que se ha impuesto la parte más poderosa, la nación española, que cuenta con un Estado fuerte y consolidado.

Es en el choque con el nacionalismo independentista catalán donde el nacionalismo español comienza a mutar adquiriendo formas cada vez más siniestras, basadas en la intolerancia y la renuncia a la integración y el reconocimiento mutuo. La provocación independentista (desobediencia de la ley, ruptura del orden constitucional, descripción de España como país autoritario) termina desquiciando al nacionalismo español. En la afirmación de la superioridad del nacionalismo español sobre el catalán se rompen barreras y muros de contención que se habían construido trabajosamente en los albores de la democracia. En ese momento, reviven actitudes autoritarias que nos retrotraen a lo que se llamó en su momento “franquismo sociológico”. Al fin y al cabo, el franquismo no era sino un nacionalismo reaccionario y autoritario.

Lo que en mayor medida explica la regresión democrática que ha vivido España en los últimos años es el reforzamiento de un nacionalismo español excluyente que hunde sus raíces en el tipo de nacionalismo que fue dominante en nuestro país durante casi cuarenta años de dictadura. El problema, pues, no está en la Transición, sino en el lado oscuro del nacionalismo español. Los resultados de Vox en las elecciones andaluzas, que auguran un importante ascenso de la derecha radical nacionalista en el conjunto de España, son la mejor muestra de que el mecanismo que hace resurgir las actitudes autoritarias e intolerantes es la reactivación de la nación española como proyecto uniforme y excluyente de la diversidad nacional de nuestro país.

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