Escrito por
Éxodo 123
– Autor: Pablo Iglesias, Secretario General de Podemos –
«La victoria del fascismo no sólo es la ruina del movimiento socialista, es el fin del cristianismo en general, salvo en sus formas más degradadas. […]
El fascismo es aprobado como la salvaguarda de la economía liberal. La convicción común de los fascistas “intervencionistas” y “liberales” es que democracia conduce a socialismo. […] El capitalismo y la democracia han llegado a ser incompatibles entre sí; y los socialistas de todas las corrientes denuncian la embestida fascista contra la democracia como un intento de salvar por la fuerza el sistema económico actual.
Básicamente hay dos soluciones: la extensión del principio democrático de la política a la economía o la completa abolición de la “esfera política” democrática.»
Kar Polanyi, La esencia del fascismo, 1935[1]
En este texto de 1935, durante la otra gran crisis económica y política que, junto con la actual, conectan un siglo de historia europea, Polanyi explicaba con claridad que el fascismo es la solución adecuada a toda gran crisis del capitalismo: cuando éste se revela como radicalmente incompatible con la democracia, mientras que ésta en su desarrollo conduce inevitablemente al socialismo, entendiendo por tal la puesta en práctica de unos “derechos naturales” del hombre, compartidos tanto por el socialismo como por el cristianismo. El capitalismo puede convivir con una democracia adulterada; si la ciudadanía (siempre, según Polanyi, espontáneamente socialista allí donde echó raíces sociológicamente el cristianismo) exige una democracia real, política y económicamente real, entonces el capitalismo recurre al fascismo. Cristianismo y socialismo son, pues, la versión teológica y la atea del respeto incondicional por la dignidad humana y el carácter innegociable (insobornable a consideraciones “superiores”, históricas, económicas, técnicas, etc.) de los Derechos Humanos.
Aquélla fue la enseñanza legada por la Europa antifascista, principio de nuestros llamados “estados del bienestar”, con derechos políticos y sociales garantizados. Una Europa que ya no se reconoce en la actual, convertida en una cárcel crecientemente totalitaria donde democracia y derechos humanos son sacrificados en el altar tecnocrático de una economía independiente de nuestras necesidades y derechos.
Podríamos decir que son dos los datos fundamentales de nuestro tiempo político, a partir de los cuales nos es posible pensar y actuar. Se trata de dos datos indiscutibles y preeminentes, si bien el sentido, calado y peso específico que se les otorgue es ciertamente interpretable. El primero es la crisis del régimen del 78, la quiebra de la legitimidad del consenso político de la Transición. El segundo es el anticapitalismo espontáneo de los pueblos, que en España podríamos denominar el “dato 15m”.
La crisis de régimen es, como poco, doble. Por un lado nos encontramos con la incapacidad material del mismo para garantizar dignamente el sustento de sus ciudadanos, condenados a la miseria, el paro y la precariedad. Por otro, con la radical pérdida de legitimidad sufrida por la erosión, corrupción y contradicción estructural de las instituciones de la vieja política heredadas del consenso de la Transición (partidos, administración, sindicatos, etc.), postradas ante otras instancias radicalmente antidemocráticas que se han revelado como la sede real de la soberanía política: los poderes financieros y la Troika. Nos encontramos pues, según este dato, ante un momento político estrictamente excepcional, un momento destituyente.
El “dato 15m” constituye el hecho político más novedoso y fundamental de las últimas décadas, el punto de apoyo de la palanca de la nueva política, sin el cual nada sería posible. No es sino la enésima expresión histórica (al menos desde que fue redactada la primera Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano) de que si la ciudadanía toma la palabra, siempre lo hace de un modo espontáneamente anticapitalista, un hecho subterráneo de gran calado, que la izquierda no siempre ha sabido interpretar y anticipar 2. Consiste en cierto movimiento geológico, completamente lúcido, del sentido común ciudadano por el cual hoy en día preguntas como “¿Cree usted que habría que nacionalizar los bancos y ponerlos al servicio del interés general?” son respondidas afirmativamente por un 80% de la población, con independencia de los símbolos políticos con los que se identifiquen. Este dato nos da un contenido real con el que caminar hacia un momento constituyente.
Un momento político como el actual requiere audacia, y ello en un sentido muy preciso: los viejos significantes pierden vigor, y es preciso anticiparse y pelear los nuevos. Los nuevos significantes (símbolos) sólo se pueden constituir desde significados (principios, contenidos) más altos. En un momento político normal, se disputa por ejemplo una ley orgánica, en el marco de un régimen político sólido. En dicha disputa es fácil distinguir la izquierda (quienes pelean por lo universal, por la realización de los principios) de la derecha (quienes desde cierto realismo apuntalan los intereses de una parte). En un momento político anormal, en cambio, el régimen se desmorona y las pequeñas disputas desembocan invariablemente en una apelación a los grandes principios morales, puesto que ni las leyes ni la Constitución misma garantizan lo que pretenden.
Por ello los DDHH siempre retornan históricamente como bandera. Son la expresión que en la modernidad toman los procesos de emancipación, de empoderamiento colectivo y dignidad ciudadana, de ese sentido común moral de la humanidad que siempre es una tarea pendiente que exige realizarse.
De algún modo, la historia efectiva de los Derechos Humanos, como primer gran marco moral secularizado, legado por la Ilustración, concede una importante enseñanza para la izquierda: el fondo moral de la pedagogía política que la izquierda pretende hacer entre la ciudadanía en momentos de quietud política, cuando la tarea de la izquierda es defender ciertas ideas contra la ideología dominante, estalla de una manera redonda y recurrente en cada momento y lugar que un pueblo asume las riendas de su propio destino, empoderándose políticamente y tomando conciencia radical de su dignidad y su libertad.
Por ello no hay que tener miedo al pueblo. Por ello la izquierda tiene que reconocerse en su más alto significado y no en sus significantes, y reconocer que es ella la que ahora tiene que ser arrastrada por el empoderamiento ciudadano. La unidad de la gente es más importante que la unidad del “significante izquierda”, o mejor dicho: la unidad democrática contra la tecnocracia neoliberal es pues el “significado izquierda”. Dicen que, precisamente, una gran diferencia entre Robespierre y el resto de diputados era que él hablaba la lengua del pueblo, porque era del pueblo, un pueblo que al escribir los DDHH no pretendía estar inventando nada particularmente “francés” sino “recordando” unos derechos “olvidados” durante siglos, válidos para todo momento y lugar. Sólo una audacia tal puede hoy prepararnos para ganar. Y cuando lo que está en juego en cómo se salga de esta crisis es nuestro futuro entero, cuando la historia nos ha enseñado que el capitalismo no sabe salir de su propia zancadilla sin una solución fascista (que hoy se presenta como el imperio de las decisiones meramente técnicas, presuntamente no ideológicas, contra el reino de la política y los DDHH), entonces ganar es una necesidad. Por todo ello hoy Maquiavelo y Kant se dan la mano. Debemos ganar, y Podemos.
[1] Polanyi, Karl. La esencia del fascismo. Trad. De César Ruiz, ed. Escolar y Mayo, Madrid, 2014.
[2] Santiago Alba Rico lo expresa con toda claridad en su nuevo libro ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? Panfleto en sí menor. (Madrid, Pollen ed. 2014): «La izquierda no ha sabido defender el programa anticapitalista de la mayoría mientras la derecha capitalista, que lo traiciona y lo hace imposible, se apropia siempre sus votos. Hay gente que se cree de izquierdas y que es de derechas y gente que se cree de derechas y que es de izquierdas. Esta es la mayor parte de la gente. El problema es que votamos con lo que creemos que somos y no con lo que somos realmente».