Escrito por
Número 80 (sept.-oct.’05)
– Autor: Joseba Arregi –
NADA hay más peligroso que creer haber llegado al lugar designado con un nombre de connotaciones positivas, o creerse poseedor de una virtud especialmente valorada en una determinada cultura: es casi seguro que en esos casos se está muy lejos del lugar al que se quiere llegar, muy falto de la virtud que se proclama poseer. La democracia es menos democracia cuanto más se afirma estar en ella, el progresismo lo es menos cuanto más se ufana alguien de él, la laicidad no llega de verdad a serlo cuanto más se reclaman algunos de ella. Los dioses expulsados del escenario por la crítica de la Ilustración vuelven a aparecer en el proscenio -Adorno y Horkheimer-, sólo que bajo máscaras nuevas y con la agravante de creer que han sido expulsados para siempre.
La modernidad, heredera de la Ilustración, afirma la autonomía humana sobre el fundamento inequívoco de la razón humana, frente a la cambiante histórica, y por ello contingente, heteronomía de las revelaciones religiosas. La forma de organizar el poder de la modernidad se articula sobre el eje básico de la separación de Iglesia y Estado, sobre la aconfesionalidad del Estado: éste existe precisamente como espacio público porque las creencias religiosas, divisivas de la sociedad si pretenden validación pública exclusiva, se particularizan y se limitan, se reducen al ámbito privado, por muy social que sea en sus manifestaciones.
Pero la modernidad heredera de la Ilustración también se enfrenta a la gestión del vacío dejado por la obligada ausencia de lo absoluto del espacio público, una gestión que se ha manifestado como extremadamente complicada. El concepto de soberanía, que siendo un concepto previo a la modernidad no por ello ha dejado de ser otro de los ejes fundamentales de la articulación de lo político en la cultura moderna, otro de los elementos que ha dotado de significación a la organización del poder en la modernidad, es ejemplo palpable de esa complejidad. Un concepto premoderno convertido en imprescindible para la política moderna. Un concepto absoluto, pensado para legitimar el poder de la monarquía absoluta, convertido en eje de la organización democrática de los Estados. Se podría decir que en buena medida la soberanía es el intento de gestionar la ausencia de Dios en la esfera pública, condición imprescindible de la legitimidad del poder en la cultura moderna, con instrumentos contingentes, pero sin renunciar a la pretensión de absoluto.
Sin entrar a debatir la corrección de la tesis que interpreta la modernidad desde la óptica de la secularización de la previa cultura religiosa, o suscribir la tesis de Blumemberg tratando de devolver a la cultura moderna su propio copyright, y sin entrar a comentar la tesis de la transferencia religiosa que explicaría la fuerza de los nacionalismos, sí es posible afirmar que también en la cultura moderna permanece la necesidad cuya satisfacción alguna sociología -Niklas Luhmann- proclama como función primordial de la religión: reducción de complejidad.