Escrito por
Éxodo 130
– Autor: José Arregui –
EXODO me ha pedido que responda a una pregunta directa: ¿Cómo es tu oración franciscana?
La presencia y la figura de San Francisco de Asís, al principio muy nebulosas, me han empapado desde los 10 años, cuando ingresé en el Seminario de Arantzazu. E incluso desde antes: mis primeros recuerdos de la infancia están unidos a las visitas en familia al santuario franciscano, suspendido en la roca, rodeado de espinos y de hayas, impregnado por el canto de los pájaros, el olor de las ovejas, el rumor de los peregrinos. Y en la medida en que una relación profunda, muy profunda, con la tierra madre y hermana es constitutiva de Francisco, he sido franciscano desde que nací o desde antes de nacer, como tanta gente del campo.
A los 57 años, en el 2010, abandoné la orden franciscana, pero no abandoné nada de lo que considero esencial de mi vocación franciscana. Pero ¿qué es eso, “lo esencial”? Cada día me sorprendo de cómo y cuánto me ha ido cambiando la vida. En todo: visión del mundo, manera de “creer”, opción política, percepción de mi cuerpo, relación con la mujer, imagen de Dios, modelo de Iglesia… y, por supuesto, la forma de orar. Pero, en formas nuevas, vuelvo siempre a las vivencias primeras, raíces nutrientes.
El olor de la hierba, el canto del petirrojo, el murmullo de la fuente, la música de las hojas, el silencio del bosque…, por ejemplo, me devuelven a mi origen, despiertan mi alma franciscana hecha de tierra. Brotan espontáneos del fondo los ecos del cántico de las Criaturas, aunque lo aprendí mucho más tarde: Loado seas, mi Señor. Me encuentro rezando. Pero ¿qué es “rezar”?
Durante muchos años, recé a Dios como al “Señor de lo alto”, con los salmos, los himnos, las oraciones del Breviario, al ritmo de las horas. Rezar era pedir y agradecer, alabar y suplicar misericordia al Ente supremo del mundo. Hoy no rezo así. Llamo “Dios” a la entraña de todos los seres, el Ser de los seres, el Fondo bueno de todo, el aliento creador de la Vida en todo lo que ES. Y a la unión con ese aliento llamo oración, con palabras o en silencio.
Dejé el breviario. Pero sigo rezando un breve salmo al levantarme cada mañana, junto con el Ángelus, y otro salmo al acostarme, junto con el evangelio del día. Son mis raíces, viejas, retorcidas, tiernas. El ángel de la vida anuncia a cada criatura desde el fondo de su ser: “Eres bendecida”. Vive. Concibe y haz crecer a Jesús en la vida, en todo. Concebirás a Jesús. Vivirás, compadecerás, serás prójimo, bendecirás como Jesús. “Hágase en mí”. Encárnese el Espíritu en todo, también en mí, hoy.
Abro la ventana: todo vive en la gran Comunión. Todo canta la bondad de ser, a pesar de todo: Laudato Si, o mi Signore, Tú, Aliento universal que respiras en todo, Misterio bueno y creador que eres en todos los seres hermanos, también en este mi pobre ser. “En el nombre de la Vida, del Viviente y de la ruah vital. Amén”.
La vida me va llevando a orar de manera cada vez más simple y sencilla: repetición silenciosa de un mantra (Marana tha, por ejemplo; pero elija cada uno el suyo), al ritmo de la respiración, media hora al comienzo de la mañana y media hora al final de la tarde, tratando de recoger la atención en esas palabras, sin ni siquiera pensar en lo que significan, tratando de silenciar mi mente y de unirme a la Paz que todo lo habita, que suspira en todo con gemidos inefables de gozo y de dolor.
No paso de ser un principiante, mejor, ni siquiera llego a serlo, pero quiero unir mi aliento al Espíritu que alienta en todo. Y agradecer el aire, acariciar el agua, tocar las piedras y abrazar los árboles, sacramentos de la alabanza o de la bendición de la Vida