domingo, diciembre 8, 2024
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Las ambigüedades de la iglesia con el franquismo

Escrito por

Éxodo 146
– Autor:  Evaristo Villar –

La exhumación de los restos de Franco ha tocado a la Iglesia católica. La Conferencia Episcopal Española oficialmente sigue guardando silencio y la diócesis de Madrid se ha puesto de perfil.

La pregunta que se hace mucha gente es si la jerarquía católica  no está perdiendo una ocasión de oro para desmarcarse de su vinculación histórica con el franquismo y romper con los nostálgicos que pretenden mantenerla “atada y bien atada” a un pasado nada edificante.

I. La Iglesia católica en el franquismo. Sometimiento y utilización mutua

Un juicio que da qué pensar. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, refiriéndose al comportamiento de la jerarquía católica con referencia a su pasado franquista, se expresaba, meses atrás, en estos términos: “ha facilitado la beatificación de sus mártires en la Guerra Civil y ha mantenido un terrible silencio acerca de su colaboración con el golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Así como haber participado y formado parte de una terrible dictadura”. (La Vanguardia 18/03/2018). Esto da qué pensar.

Enfrentamiento con la República. La hostilidad de la jerarquía católica contra la II República es sobradamente conocida. Desde el 14 de abril de 1931, proclamación de la República y abandono del país del rey Alfonso XIII, hasta el 18 de julio de 1936, golpe militar, la jerarquía mantuvo un recio enfrentamiento con la nueva clase política integrada por socialistas y pequeño burgueses que sustituyeron al antiguo régimen.

Alineados al bloque opositor de derechas, —formado por Comunión Tradicionalista (Requetés), Renovación Española (nostálgicos de la monarquía) y Falange Española—, un grupo de obispos, liderados por el cardenal SEGURA, primado de España, e Isidro GOMÁ, —obispo de Tarazona y luego sustituto de Segura en la diócesis primada de Toledo—, mantuvo un duro enfrentamiento con el Gobierno de la República. Discrepando de la misma orientación de Roma, los jerarcas españoles vieron en el Gobierno republicano un decidido empeño por quebrar el vínculo, que ellos consideraban “natural”,  entre el pueblo y la religión católica. Y, consiguientemente, se aliaron con el grupo opositor.

Testigo de esta alianza fue la Carta pastoral del 1 de mayo de 1931 del cardenal Segura llamando a la movilización  masiva contra el Gobierno republicano. Motivo por el cual perdió la diócesis de Toledo y se ganó la  expulsión del país.

Cabe señalar, por lo que supone para alimentación del conflicto, la aprobación por la Cortes Constituyentes, el 9 de diciembre de 1931, de la Constitución de la II República. En este importante documento se establece que “el Estado no tiene religión oficial” (art 3);  que “no podrán ser fundamentos de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las religiosas” (art. 25); que “una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del clero” (art. 26); y que “la enseñanza será laica” (art.48).

Fusión con el franquismo. Apenas iniciada la guerra, el 30 de septiembre de 1936, Enrique PLA I DENIEL, obispo de Salamanca, publicó su famosa carta pastoral Las dos ciudades, donde define la guerra como “una cruzada por la religión, por la patria y por la civilización”. Pocos días después “entregó su pectoral, su anillo y un donativo a la suscripción nacional y su  palacio episcopal a Franco que lo utilizó de Cuartel General durante su estancia en Salamanca” (José María García de Tuñón Aza, Pla y Deniel el obispo de la cruzada, en el Catoblepas 115:9 (2011).

Por su parte, el cardenal Gomá, con el beneplácito de Franco, organizó  en este mismo año 1936, una colecta entre los católicos españoles con el fin de reconstruir los templos y lugares de culto destruidos o saqueados en las zonas liberadas por el ejército nacional.  Además de la aportación económica, la colecta suponía para el bando golpista una buena propaganda hacia los católicos  europeos que, desde los estragos causados por la Legión Cóndor en Durango y Guernica, no estaban viendo con buenos ojos que se pretendiera cubrir “con una máscara de Guerra santa lo que, en realidad, estaba siendo una guerra de exterminio”.

Preocupado por esta mala imagen en el exterior, Franco se reunió en Burgos el 10 de mayo de 1937 con el cardenal Gomá para reclamar del episcopado español que pusiera “la verdad en su punto” y se la diera a conocer al episcopado mundial. A los pocos días, el cardenal, junto con el borrador de una carta, pedía a los obispos “leerlo con toda detención” y responder “cuanto antes” para “dar autorizadamente nuestro criterio sobre el movimiento nacional y, especialmente, reprimir y contrarrestar las opiniones y propagandas adversas que, hasta en un gran sector de prensa católica, han contribuido a formar en el extranjero una atmósfera totalmente adversa al mismo”. La carta, apoyada por todo el episcopado español, no fue, sin embargo, firmada por el cardenal de Tarragona, VIDAL I BARRAQUER, ni por el obispo de Vitoria, Mateo MÚGICA. Ambos tuvieron que emprender luego el camino del exilio.

La causa de la guerra, para esta Carta Colectiva, no fue el golpe de Estado. El motivo hay que buscarlo en los legisladores de 1931 y en el poder ejecutivo que “se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país”.

Alfonso ÁLVAREZ BOLADO, reconocido investigador del nacionalcatolicismo, destaca las tres limitaciones mayores que, a su juicio, afloran en este texto del episcopado: su trivialización del conflicto social latente, dada  la tradicional vinculación de la jerarquía católica con las derechas políticas; su simplificación del problema vasco  y su disimulo de la represión franquista, debido a su complicidad con el bando golpista (Jesús López Sáez, Memoria histórica. ¿Cruzada o locura, p 34).

Desde estos breves datos, resulta difícil no advertir complicidad entre la jerarquía católica y el bando militar franquista. Complicidad que se irá profundizando posteriormente en la gestión de la paz, impuesta con violencia, durante 40 años.

De la fusión a la utilización mutua. La tragedia no acabó con el final de la guerra. Decenas de miles de “rojos”, en virtud de la Causa General, fueron fusilados, presos, desaparecidos o exiliados. Durante casi 30 años —entre el Decreto del 26 de abril de 1940, que persigue “los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja” y  el Decreto-Ley 10/1969, que considera ya prescritos los delitos anteriores al 1 de abril de 1939— se sometió a la población vencida al silencio y a trabajos forzados, a la cárcel y la muerte.

Tampoco faltó la comedia, como en la introducción del general bajo palio en la Iglesia.  El 20 de mayo de 1939, un día después del desfile de la victoria y en un acto cargado de simbolismo, Franco se acercó a la Iglesia de Santa Bárbara en Madrid para entregar su espada vencedora al Cristo de Lepanto. A la puerta lo recibe el obispo de la capital, Leopoldo EIJO Y GARAY, y le ofrece agua bendita en hisopo de plata. Luego, al son del himno nacional, es introducido en el templo y llevado bajo palio  por miembros de su gobierno hasta el presbiterio, donde desenfunda su espada victoriosa y la ofrece al Santo Cristo. Inmediatamente después, cae de rodillas ante el cardenal Gomá, que lo bendice y ambos se funden en un abrazo. ¡Glorioso final para un sainete, si no fuera tan escandalosamente irreverente! La unión del trono y el altar en pocas ocasiones ha brillado con tanta magnificencia.

El abrazo final, con el que se cierra la estrecha colaboración durante la guerra civil, abre la puerta a la restauración típica de la confesionalidad del Estado durante el nacionalcatolicismo.

Así se declara oficialmente en dos documentos, de indudable valor, emanados durante la dictadura. El Foro de los Españoles del 17 de julio de 1945 donde se proclama que “La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado Español, gozará de la protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias ni el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la Religión Católica” (art. 6º). Y esto mismo es ratificado posteriormente y de forma más solemne en el apartado II de la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento del 17 de mayo de 1958: “La Nación española considera timbre de honor el acatamiento de la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación». Esto por parte del Estado.

Por parte de la Iglesia católica desde la clave meramente sociológica se puede concluir, siguiendo a Rafael DÍAZ-SALAZAR, que la fusión entre la cultura política del franquismo y la cultura religiosa del nacionalcatolicismo se apoyaron mutuamente y ambas salieron beneficiadas en sus propósitos. Las relaciones institucionales entre la iglesia y la dictadura, a pesar de los conflictos religiosos deslegitimadores en la década de los setenta, se legitimaron mutuamente; la percepción que un colectivo tenía del otro posibilitó que el régimen se sirviera políticamente de la religión como de “un factor básico” para construir y preservar su orden social, y la iglesia jerárquica para que religiosamente se sirviera de la política franquista como “soporte” de su proyecto de recatolización de España, roto por el proyecto laico de la II República; y estratégicamente, si el régimen franquista utilizó a la institución religiosa “para socializar y someter políticamente al pueblo”, la religión utilizó al poder político para la socialización religiosa del nacionalcatolicismo. (Rafael Díaz-Salazar, Nuevo socialismo y cristianos de izquierda, p.17 y ss.).

II. Desde los datos que iluminan el pasado al problema que oscurece el presente

El conflicto surgido en estos días a propósito de la exhumación de los restos de Franco de Cualgamuros y su inhumación en una sepultura privada en la cripta de la Almudena ha puesto en jaque al Gobierno y a la misma Iglesia. Se ha dicho que es una jugada maestra de la familia del dictador —a la que la sociedad española nada tiene que agradecer—. El Gobierno tiene la llave en sus manos,  porque los intereses particulares siempre están sometidos a un bien mayor: el común y público, el respeto a las víctimas, la dignidad de la ciudadanía y de la democracia.

Y la Iglesia católica, ¿nada tiene que ver en este asunto? El cardenal arzobispo de Madrid —máximo responsable de la diócesis y de la catedral de la Almudena donde “hay una propiedad de Franco” y  la familia quiere inhumar  sus restos— se ha desentendido públicamente como si nada tuviera que ver en este asunto. Ante la reiterada pregunta de los medios, se ha limitado a repetir con pequeñas variantes los mismos argumentos: que “la Iglesia acoge a todas las personas”; que, “como cualquier cristiano (Franco) tiene derecho a enterrarse donde ellos (sus familiares) crean conveniente”; y que, en consecuencia, “no es un problema  de la Iglesia, sino del Gobierno y de la familia”.

Con este tipo de evasiones, a mi juicio, se trivializa el problema, se absolutiza la propiedad privada,  y se acaba normalizando cristianamente al dictador.

Se trivializa el problema cuando se afirma que en la inhumación del dictador en la Almudena nada tiene que ver la Iglesia. Yo más bien creo que, como propietaria, la iglesia tiene mucho que decir. Y no solo contra la supuesta identidad cristiana de Franco, ni por la división que este asunto  está  causando ya entre los fieles católicos. De mayor peso es el  “escándalo público” que dará al mundo la Iglesia católica al estar custodiando en su recinto los huesos de un sujeto que, además de los crímenes de lesa humanidad de los que es responsable, representa justamente valores contrarios a la democracia y a la reconciliación  que ella misma predica. No se puede trivializar de este modo un tema tan grave que cae bajo la fortísima denuncia del escándalo que hacen todas las versiones del Evangelio (Mc 9). Desentenderse de él supone pérdida de memoria, sacrilegio y hasta el desprecio por las víctimas —muchas de ellas católicas: seglares, sacerdotes, religiosos y religiosas—. La jerarquía católica haría bien en aprovechar este momento para hacer justicia y reconciliarse con la verdad de la historia.

En segundo lugar, se está absolutizando la propiedad privada contra la Doctrina Social que la Iglesia oficialmente profesa. Una línea bien importante de la argumentación del arzobispo Osoro se apoya tácitamente sobre el carácter absoluto de la propiedad privada. ¿Qué puede decir la Doctrina Social de la Iglesia al respecto?

La respuesta es contundente y clara. Desde los Santos Padres, pasando por Santo Tomás y la escolástica hasta llegar al siglo XX —con la Gaudium et Spes del Vaticano II—, mayoritariamente diría que se trata de una postura desafortunada y en nada acorde con la tradición mantenido durante siglos.  Cuando hay litigio entre el interés común y el particular la suerte cae sobre el primero; cuando se trata de la alternativa entre el destino común de los bienes y la propiedad privada la opción es siempre  en favor de la primera alternativa.

Una tumba en propiedad en la Almudena es evidente que tiene unos derechos. Pero, por estar enclavada en un espacio público (iglesia con culto público), estos derechos están supeditados a otros de mayor rango, los  comunes y universales. Los clásicos, refiriéndose a los derechos que acompañan a la propiedad privada, afirman rotundamente que no son “exigidos por la naturaleza ni por la ley de Dios”, sino que nacen del derecho positivo o “ad gentes” (como los llama Santo Tomás). Y, en consecuencia,  serán legítimos siempre que respeten y respondan al destino originario de los bienes “que es común a todos”.

Por si no fuera suficiente, la doctrina Social de la Iglesia, siguiendo a los clásicos, todavía pone en manos del cardenal Osoro otra herramienta importante. Se trata de la “epikeia” o la capacidad hermenéutica que el legislador deja al buen criterio del intérprete para liberarse del dominio de la letra —cuando la gravedad del caso o el interés público lo requieren— y ser más fiel al espíritu de la ley.

Normalización cristiana del dictador. Visto objetivamente, “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,16), Franco no puede ser tratado “como cualquier cristiano”. No se puede normalizar cristianamente la conducta de un general golpista; que desencadenó un guerra fratricida contra la legalidad establecida en la que murieron violentamente cientos de miles de  personas; que, finalizada la guerra, siguió con las ejecuciones de los vencidos, las desapariciones y expulsiones; que, fruto del odio, sembró el terror y el  genocidio durante 40 años de dictadura. Quien así actuó no fue un  cristiano normal, por más que estuviera bautizado, entrara bajo palio en las iglesias, y convirtieran su guerra en un “cruzada”.

La conducta de una figura así es justamente la contraria de la moral cristiana. Los primeros seguidores de Jesús de Nazaret entendieron perfectamente que el mandato que de él habían recibido no era la imposición por la práctica sistemática de la violencia. Muchos de ellos perdieron la vida por negarse a integrar las legiones del Emperador. Entendieron perfectamente que lo de Jesús era justamente lo contrario, el amor convivencial del que son testigos los evangelios: “Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros; igual que yo os he amado, también vosotros amaos unos a otros” (Jn 13, 34). Un amor que llega hasta los mismos enemigos: “A vosotros los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian” (Lc 6,27).

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