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EL PRETEXTO
Salamanca, una década prodigiosa
La década de los sesenta y principios de los 70 del pasado siglo fue un hervidero de inquietudes en Salamanca. Una década prodigiosa. Se hablaba entonces del “cinturón negro de la ciudad” porque casi todas las congregaciones religiosas, masculinas y femeninas, habían recalado con sus centros de estudios superiores en las afueras de Salamanca. Rufino Velasco
El emblemático lema de la ciudad — “omnium scientiarum princeps Salmantica docet», Guía de todos los saberes-Salamanca enseña— comenzaba a resurgir de un prolongado letargo. Y el foco de este renacimiento ya no estaba, como se hubiera esperado, en la vieja Clerecía.
Todo estaba cambiando muy deprisa. Y el mayor interés emergía ahora desde las periferias de la ciudad al calor de las viejas rebeldías —Fray Luis de León y su texto griego del Nuevo Testamento o Fernando de Rojas y su Tragicomedia de Calixto y Melibea—; y, sobre todo, de la memoria de Unamuno, gritando permanentemente desde todos los rincones de la ciudad. En sintonía con el espíritu del viejo centro dominico de San Estaban, los nuevos focos emergentes aparecían ahora, mayormente, en el Teologado Claretiano Hispanoamericano (TCH) y en el Centro de Catequesis de los Hermanos Maristas de Tejares.
Desde su fundación, RUFINO VELASCO perteneció al claustro del TCH. Junto a Lucas Gutiérrez, Pedro Casaldáliga, Fernando Sebastián, Gregorio del Olmo, Maximino Cerezo, Marciano Villanueva o Santiago García, entre otros, varios de ellos editores de la Biblia de Jerusalén en español y redactores de la influyente revista Iglesia Viva, constituyeron un potente núcleo intelectual y moderno en una Iglesia católicamente preconciliar, romanamente canonista y oficialmente cómplice de la dictadura.
Las aguas habían comenzado a removerse en la Iglesia española. Y para esas fechas, la eclesiología ajustada a los esquemas clásicos de autores como el jesuita J. Salaverri —donde se seguía afirmando que Jesús fundó su iglesia como una “sociedad religiosa, externa y visible, jerárquica, monárquica, perennemente duradera, dotada de un magisterio infalible para ser custodiado y maestra de la revelación auténtica”— ya no tenía acogida entre los teólogos ni entre los estudiantes de la periferia de Salamanca.
En este contexto, Rufino, como profesor de eclesiología, iba recibiendo con alegría las sorpresas del Vaticano II que cada día iban llegando desde Roma, centro cultural y religioso del mundo en aquellos momentos.
Misión Abierta, hija del Vaticano II
Misión Abierta comenzó siendo una revista interna de los estudiantes del TCH de Salamanca que, posteriormente —y hasta su supresión por las presiones de la jerarquía católica española y la curia vaticana— fue aprovechada por los claretianos para convertirla en una de las mejores herramientas de transmisión de la mentalidad del Vaticano II en España.
La revista Misión Abierta sustituyó a la también claretiana “Ilustración del clero” que, por su reaccionarismo, se había convertido, según se decía entonces, en “ofuscación del Clero”. Al equipo inicial de la revista, integrado por Teófilo Cabestrero, Secundino Movilla, Evaristo Villar y José Luis Sierra, se fueron sumando luego otros profesores del teologado como Rufino Velasco, Benjamín Forcano y Giberto Canal. También se le unió un grupo de estudiantes de sociología, periodismo, teología y catequética como Ángel Calvo, Enrique Arnánz, Manuel G. Guerra, MigueL Ángel de Prada, Carlos Pereda y José María Vigil.
El espíritu salmantino de apertura alternativa se mantuvo en Misión Abierta hasta su cerrojazo en 1988. Fue la víctima exigida a los claretianos, por imperativo superior, cuando la involución y la restauración, impulsada por Juan Pablo II y seguida a ciegas por el Cardenal Suquía en España, ya se había encarnado en todo el cuerpo oficial de la Iglesia católica.
El factor Iglesia en el pensamiento y militancia de Rufino
Además del espíritu de Salamanca y de Misión Abierta existe, a nuestro entender, una tercera clave que explica la presencia dominante del tema Iglesia en el pensamiento y la militancia de Rufino. Nos referimos a las grandes fuentes que ya antes del Vaticano II habían llamado la atención sobre la necesidad de reformas en la Iglesia.
Se había dicho que “el siglo XX era el siglo de la Iglesia”, y el más grande eclesiólogo católico, el francés Yves Congar, lo corroboraba, allá por el año l965, en su obra Santa Iglesia. Este mismo autor, junto a otros grandes teólogos europeos, como Danielou, y de Lubac, desde la Escritura y de la patrística, presentaron magistralmente la Iglesia como una institución dialéctica, siempre en tensión en sí misma y en proceso de cambio.
El lema clásico en eclesiología —ecclesia semper reformanda est, es decir, la Iglesia siempre ha de estar en proceso de reforma— no tuvo que esperar intelectualmente al Vaticano II para volver a sonar en la Iglesia. Y Rufino estaba muy al tanto de estos teólogos madrugadores. “Atisbando otra Iglesia” no solo en teoría, sino también en su trabajo pastoral con las nuevas comunidades cristinas que iban surgiendo como nuevos “lugares de tránsito”.
2. EL TEXTO
Una mirada hacia afuera
En la historia que vamos haciendo los humanos hay momentos que, por su particular densidad, suponen un salto cualitativo tanto en la toma de conciencia y sentido de la propia identidad como en las relaciones que establecemos con la humanidad y con el mundo. Estos acontecimientos suelen venir precedidos por períodos de incertidumbre o grandes crisis que alteran el paradigma habitual de la vida en colectividad.
Por poner un ejemplo, es habitual que los especialistas en el seguimiento del ser humano (antropólogos, sociólogos, filósofos, historiadores, etc.) se vuelvan con admiración hacia aquellos prodigiosos siglos VIII al II de antes de nuestra era —Karl Jasper los calificó como “Tiempo Axial”— durante los que el ser humano logró superar su dependencia directa de la naturaleza y la cerrazón mental que le imponía la propia raza, la propia tribu. Fueron tiempos de maduración intensa que abrieron el espíritu humano a un reconocimiento mayor del mundo y al pensamiento universal. Fue una edad de oro que brotó simultáneamente en diferentes ángulos del planeta, desde la India y China, hasta Grecia y Palestina, situando al ser humano en un estadio superior.
La década prodigiosa de Salamanca fue evidentemente más modesta. Pero, al menos como símbolo alternativo, puede considerarse como un gesto particularmente brillante de nuestra pequeña historia.
La crisis de la modernidad, que ya venía de lejos, se dejó sentir con mayor fuerza en esta década. El ser humano era cada día más “gregario”, la democracia representativa estaba siendo absorbida por un poder impositivo centralizado, y el modelo desarrollista, llevado hasta la cumbre por el Estado liberal burgués, estaba levantando ya demasiadas sospechas no solo por sus destrozos medioambientales, sino también por la división creciente que estaba abriendo entre los pueblos. En esta situación, desde el interior de ambos bloques se estaba oyendo, cada día con mayor fuerza, la creciente protesta contra al mantenimiento de una guerra fría que parecía ya insostenible.
Por todas partes se sucedieron acontecimientos contra este estado de cosas: los mayos del 68 francés, la primavera de Praga, las revueltas en Berlín, la eclosión cultural en Berkeley, las protestas contra la guerra de Vietnam y Argelia, los movimientos contra el neocolonialismo y en defensa de los derechos civiles y contra el apartheid, las revueltas contra la matanza en la Plaza de las Tres Culturas en México o contra las reformas de Kruchev en la URSS, etc.
El mundo estaba en efervescencia y Salamanca estaba siendo, a su modo, un pequeño muestrario de ese despertar colectivo. Si tuviéramos que destacar algunas claves significativas de este “renacimiento”, señalaríamos estas dos. En primer lugar, una creciente exigencia de “emancipación y liberación” frente a las instituciones y el poder centralizado. Y, en segundo lugar y como raíz de todo esto, la explosión de la “cultura de la protesta”, liderada por la juventud. Una juventud que se manifiesta abiertamente autónoma, libre de las estructuras políticas y sindicales establecidas, que exige transformaciones tanto en la mentalidad como en las prácticas socio-políticas y que es origen, en gran medida, de los movimientos de transformación social posteriores.
Es en este contexto donde es necesario situar la figura de Rufino, como un referente, en la España de entonces, de la mentalidad transformadora del Vaticano II, de la Segunda Conferencia Latinoamericana de Medellín 68 y de la Teología de la Liberación, unida al nacimiento de las Comunidades Eclesiales de Base y la opción por los pobres.
El Vaticano II y su giro copernicano
En la Iglesia tampoco las aguas bajaban calmadas. Existía, en esta segunda mitad del siglo XX, una crisis soterrada que se manifestaba, a diario, en el malestar de los movimientos renovadores —con mayor conocimiento de la Sagrada Escritura y la Patrística y de la tecnociencia del momento— frente a la inmovilidad de la institución jerárquica. En el fondo, la impasibilidad de la contrarreforma contra el luteranismo (siglo XVI) ante los reiterados intentos de la modernidad.
Fue entonces providencial la presencia en escena de Juan XXIII “abriendo las ventanas de la Iglesia” y, convocando, ante la sorpresa general, un concilio (25.1.59) para responder a esta pregunta “Iglesia de Dios, ¿qué dices de ti misma?” Y, curiosamente, contra la experiencia general de que estos acontecimientos, organizados desde arriba, suelen ser antes un punto de llegada que de partida, en este caso, siguiendo el espíritu de “aggiornamento” del papa Roncalli, las cosas no se ajustaron a esa lógica.
De las tres grandes apuestas del Vaticano II (la reforma interna de la Iglesia, la unión de las Iglesias cristianas y la presencia profética en el mundo) —que para Rufino supusieron un “giro copernicano”— conocemos bien ya, por desgracia, su corto recorrido en el posconcilio. Dejando ahora de lado la relación con las otras iglesias, que tampoco tuvo un cambio sorprendente, vamos a centrarnos brevemente en las otras dos.
La Constitución Dogmática Lumen Gentium refleja un cambio sustancial o nuevo paradigma de estructuración en la Iglesia: de un modelo vertical y selectivo a otro horizontal y comunitario; de una “sociedad de desiguales” donde la jerarquía es punto de referencia, control y ordenamiento, a “una comunidad de iguales” donde todos sus miembros se reconocen portadores del mismo Espíritu, se relacionan por vínculos de fraternidad y son responsables de cuanto ocurre en el seno de la comunidad. Se abandona el paradigma de “sociedad perfecta” por algo semejante a “un pueblo” donde cuanto acontece es expresión de vida, sometida al cambio, que la hace siempre una y diversa. El “misterio de la Iglesia” encierra dos realidades de importancia desigual: la primera la constituye el carisma o acontecimiento y la segunda, la institución cuyo objetivo es servir de apoyo y visibilidad de la primera. Frente a un “sistema cerrado”, dirá Rahner, donde todo aparece referido a la jerarquía, el Concilio apuesta por un “sistema abierto” donde, cuanto acontece en la Iglesia, está referido al Espíritu de Jesús que actúa, por sus miembros, en el mundo.
Por su parte, en la Constitución Dogmática Gaudium et Spes el Concilio aborda la dimensión “profética” de la Iglesia o su presencia en el mundo. Si es cierto que los cambios en nuestra época se suceden a un ritmo vertiginoso, lo cierto es que hoy, más que una época de grandes cambios, estamos asistiendo a un cambio de época. Esto nos enfrenta a problemas planetarios para los que la Gaundium et Spes, a pesar de su enorme riqueza puntual, solo puede servirnos como inspiración. Su mayor riqueza para nuestros días está, sin duda en ese su “estilo samaritano” de estar en la vida. Un paradigma —que denuncia el cristianismo al uso y el nacionalcatolicismo— inclusivo y renovador, colaborando siempre en la solución de los grandes retos que, como humanidad, tenemos planteados como son los derivados de la justicia y la ecología. El mayor problema de esta rica constitución quizás esté en haber llegado tarde a la modernidad, cuando ya la sociedad mundial transitaba libremente por las autopistas de la posmodernidad.
Medellín 68 y la opción por los Pobres
Rufino habla de “giro copernicano” para referirse principalmente, siguiendo al teólogo M.D. Chenu, al cambio de actitud del Concilio: “Para utilizar la imagen un tanto grandilocuente de giro copernicano, el mundo ya no gira alrededor de la Iglesia, madre y maestra, sino la Iglesia gira alrededor del mundo. La Iglesia sale de sí misma para hallar su identidad; es misionera, no por una expansión adicional hacia fuera sino por un interno desprendimiento de su “cristiandad”[1].
La globalización ha dejado al descubierto una inmensidad de pobres, consecuencia del “sistema mundo” que ha puesto fin a “las emancipaciones nacionales” y lo ha sometido todo bajo la hegemonía del mercado controlado por el gran capital. En esta situación queda excluido todo lo que no entra en el mercado o no tiene nada que mercar.
Aunque Juan XXIII se refirió a “la Iglesia de los pobres” en la apertura del Concilio, lo cierto es que el marcado eurocentrismo de la asamblea no se sintió mayormente afectada por este magno problema. Conscientes de esta grave ausencia, un grupo de conciliares se reunió, después de la clausura, en las Catacumbas de Santa Domitila para firmar un Pacto por una Iglesia servidora y pobre.
La consecuencia inmediata de este pacto fue la convocatoria en Medellín, Colombia, de la II Conferencia del CELAM que, a juzgar por su repercusión posterior, supuso un antes y un después en el catolicismo del continente. Medellín 68 fue inaugurado por Pablo VI en un clima muy enrarecido: crispado políticamente por el enfrentamiento entre las guerrillas y las dictaduras militares, de una parte, y socioeconómicamente empobrecido, de otra, mientras La Alianza para el Progreso (un reformismo bajo control del Imperio) y La Teoría de la Dependencia se disputaban la salida. La II Asamblea se inclinó finalmente por esta segunda con el objetivo de romper la relación causal de la pobreza del continente con el mundo desarrollado.
En esta situación, el episcopado latinoamericano hizo tres inmersiones de enorme transcendencia: se hizo cargo de la situación de un continente injustamente empobrecido y asolado; optó por los pobres (su apuesta de mayor calado) como exigencia directamente inspirada en el evangelio; y, reconoció expresamente en las incipientes Comunidades Eclesiales de Base y en la Teología de la Liberación (como discurso segundo sobre su práctica liberadora entre los pobres) el camino acertado para la evangelización del continente.
Principio protestante: Imposible saltar sobre la propia sombra
Entre las fuentes de donde surge el diseño de Iglesia que va apareciendo en el pensamiento y militancia de Rufino, hay un elemento que, inicialmente, nos llama poderosamente la atención. Se trata del “principio protestante”. ¿Un mero eco de la protesta explosiva de la década de los sesenta salmantinos o tiene mayor calado?
Entre la violencia y la indiferencia ante una situación irracional o absurda, siempre cabe la protesta. Rufino frecuentemente acude al Nuevo Testamento para recoger el comportamiento profético de Jesús ante estas situaciones. En esta ocasión acude al juicio de un teólogo de la talla de Paul Tillich para elevar la protesta a la categoría de principio teológico.
Así se expresa Paul Tillich: “El protestantismo tiene un principio que va más allá de todas sus realizaciones. Es la fuente crítica de todas sus realizaciones, pero no se identifica con ninguna de ellas… El principio protestante, que deriva su nombre de la protesta de los “protestantes” contra las decisiones de la mayoría católica, contiene la protesta divina y humana contra toda pretensión absoluta hecha por una realidad relativa, aunque esa pretensión sea hecha por una iglesia protestante”. “La absolutización se refiere, continúa Rufino, no solo al plano doctrinal o puramente dogmático, sino también al de la institucionalización o estructuración concreta de la Iglesia”.[2] Contra la fijación de la Iglesia católica en la reforma medieval gregoriana va la protesta de la reforma luterana que, a juicio de Congar, le resulta tan difícil arrancar a la iglesia de sí misma como “hacer a un hombre saltar fuera de su sombra”[3].
La Asamblea Conjunta, la gran ocasión perdida
Estos acontecimientos eclesiales de la década de los 60 pillaron a la Iglesia española a contrapié, a la sombra de una implacable dictadura impuesta sobre una población derrotada y empobrecida después de una terrible guerra civil.
La mentalidad oficial reinante aparece clara en la siguiente expresión del entonces cardenal primado, Pla y Daniel: “En las naciones en las que existe socialmente la unidad católica, también el Estado debe confesar y proteger la religión católica”[4]. Pero esta unidad comenzó a resquebrajarse con las “malas noticias que llegaban de Roma: “La persona humana tiene derecho a la libertad religiosa”. Y, por si fuera poco: “La verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad”[5]. Lo que obligó a la Iglesia española a modificar su complicidad con el régimen del 18 de julio del 36.
La Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes, celebrada en Madrid del 13 al 18 de septiembre de 1971, fue uno de esos “Kairoi” llamados a poner punto final a la complicidad de la Iglesia con el régimen franquista. Para esas fechas la mentalidad conciliar estaba prendiendo con fuerza en las parroquias y muchos curas en homilías y asambleas se mostraban abiertamente críticos con el régimen. Muchos acabaron en la Cárcel Concordataria de Zamora. Por su parte, tampoco fue menor la política de nombramiento de obispos, llevada a cabo por el nuncio Luigi Dadaglio. En sus nuevas listas fueron apareciendo nombres como Tarancón, Iniesta, Osés, Añoveros, etc.
La Asamblea supuso, evidentemente, un paso importante en la recepción del Concilio en España y hasta una cierta “reconciliación” entre las dos posturas que se mantenían desde la Guerra Civil. Pero no pudo ponerse de acuerdo en el “reconocimiento de la propia culpa” en la contienda ni tampoco en la “petición de perdón” por no haber sabido ser verdaderos ministros de reconciliación en el seno del pueblo. Refiriéndose a esta ocasión perdida, Rufino la califica de “fracaso como proyecto de actitudes de la Iglesia española”[6].
Iglesia de Base de Madrid y el sentido común
La Iglesia de Base de Madrid, puesta en marcha en junio de 1986, fue uno de los espacios donde Rufino prestó mayor empeño e ilusión. Inicialmente se coordinaron más de 70 colectivos o comunidades dispersas por toda la ciudad. Entre ellas había comunidades religiosas y parroquias de barrio. En la parroquia de San Ambrosio en Vallecas fue donde Rufino prestó su apoyo durante muchos años.
“Con modestia y realismo, con ilusión y esperanza, se dice en la presentación del Documento-Programa de Iglesia de Base, queremos aportar nuestro empeño en la realización del hombre nuevo y en la realización de una Iglesia que, presidida por el Espíritu de Jesús, se construye desde abajo con la aportación de las capacidades de cada uno y el compromiso organizado de todos en la fidelidad permanente a los preferidos de Jesús: los pobres y oprimidos”[7].
Tres son las señas que definen la identidad de esta institución: la opción por los pobres, la presencia profético-liberadora en la sociedad y en la Iglesia, y la construcción de comunidades libres y corresponsables.
La mayor crítica que se puede hacer a la Iglesia institución con referencia a este su sector crítico y creativo quizás sea esta que, en reiteradas ocasiones, se ha hecho la izquierda marxista a sí misma: el haber entregado gratuitamente al enemigo un capital simbólico tan rico y el haber despreciado la presencia alternativa, revolucionaria de los cristianos y cristianas de base[8].
Días de prueba, involución y resistencia
La historia, como todas las grandes obras del Espíritu, pasa por la prueba de la autenticidad. Avanzados los años setenta entró en crisis lo que el gran filósofo de la esperanza, Ernst Bloch, denominó el espíritu de la utopía y se fue imponiendo el cansancio y el escepticismo. El aliento de la década prodigiosa, que sin duda sopló tras la espalda de la mayor parte de las grandes utopías y transformaciones cristianas, dejó de soplar. Y la ausencia de ese impulso hizo entrar en crisis también muchas esperanzas.
Prácticamente, se puede decir que, a partir de Pablo VI —sobre todo tras la experiencia dolorosa con la encíclica Humanae Vitae, pero, desde luego, con Juan Pablo II ya sin titubeo alguno, sino con todo el peso de la ortodoxia más dogmática— se impuso en la Iglesia católica un férreo proceso de involución que desmontó gran parte de las transformaciones liberadoras introducidas por el giro copernicano de la eclesiología del Vaticano II. El proceso de involución debilitó también pasajes sustanciales de los documentos de las Conferencias de Medellín y Puebla y cuestionó en gran parte la praxis más nítidamente profética contra las injusticias en América Latina y en el entero mundo capitalista. La involución tenía que derogar la gran transformación, como diría Karen Armstrong, o la gran revolución evangélica que las Comunidades Eclesiales y su Teología de la Liberación estaban poniendo en marcha en favor de los pobres.
La involución no buscó nunca la radicalidad del Evangelio, sino la sumisión al poder eclesiástico contrario al espíritu samaritano del Vaticano II. El gesto ignominioso de Juan Pablo II sobre la cabeza del sacerdote, teólogo, poeta y místico, Ernesto Cardenal, lo pone bien de manifiesto. No es un gesto evangélico liberador, misericordioso, es la manifestación de un poder absoluto que crea siempre víctimas y del que se espera sumisión incondicional.
Como a toda la comunidad cristiana este gesto brutal le dio mucho que pensar a Rufino, teniendo siempre delante el comportamiento de Jesús ante las autoridades religiosas y civiles de su tiempo. Ni resignación, ni sumisión ante un poder pagano que desconcierta la adhesión al Jesús del Evangelio. Reflexión profunda, sí, sin renunciar nunca a la “protesta” que busca descubrir, a su vez, la hondura de la “resignación (¡¡resistencia!!) y sumisión” que dio sentido a la fe del creyente evangélico que fue Dietrich Bonhoeffer, a quien Rufino conocía perfectamente.
3. CONTEXTO
A la vista de las fuentes y del diseño intelectual y testimonial de Rufino sobre la Iglesia, tenemos que reconocer que el factor Iglesia no es un hecho menor en la historia humana de Occidente. Con sus luces y sombras su presencia histórica, y particularmente en unos momentos como los que hemos señalado, ha sido un acontecimiento mundial.
Pero la enorme crisis de siglos que está arrastrando esta institución desde la Reforma Gregoriana, llegando tarde a una modernidad que intentó alcanzar el Vaticano II, quedó nuevamente lastrada por el temor, la falta de talento y la tentación autoritaria que se instaló en la cúspide de la Curia Vaticana. A consecuencias de todo esto, la involución posconciliar que la ha vuelto de nuevo a sus andadas restauradoras, la ha sumido una vez más en una crisis que afecta no solo a sus estructuras, sino a las bases mismas de la fe que oficialmente profesa. Esto nos obliga a plantear algunas preguntas que van más allá del proyecto ilusionante que dibujó nuestro compañero Rufino sobre la Iglesia, para las que sinceramente tampoco tenemos respuesta. Son estas:
1ª Dado el agotamiento que está manifestando la religión en nuestra época y, en concreto, dado el anacronismo que sigue presentando la estructuración de la Iglesia católica (y el resto de iglesias), ¿tiene futuro el cristianismo vinculado a esta Iglesia?
2ª ¿Se resuelve este problema con una reforma radical (interna y externa) de la Iglesia o la crisis religioso-cristiana va por otros caminos? ¿Tiene futuro esta Iglesia?
3ª Qué puede significar, en esta situación, un papa sinceramente evangélico como Francisco, en un contexto nada evangélico como la estructura de la institución eclesiástica?
[1] Cfr. Rufino Velasco, La Iglesia de Jesús, Verbo Divino 1992, p. 293.
[2] Ibid., pp. 206-7.
[3] Rufino Velasco, La Iglesia ante el tercer milenio, Nueva Utopía, 2002, p. 93
[4] Jesús López, Memoria histórica, ¿Cruzada o locura?, p. 56.
[5] Dignitatis Humanae, 1 y 2.
[6] Rufino Velasco, La Iglesia de Base, Nueva Utopía, 1991, p. 32
[7] Documento-programa. I Asamblea Cristianos de Base de Madrid, 1986, p.3
[8] Cfr. Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, La izquierda, el sentido común y el cristianismo, en Éxodo 123.