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LA IGLESIA, BUNKER CONSERVADOR

Foro de Curas de Madrid
– Autor: Foro de Curas de Madrid –
Madrid, 06-06-2011
 
LA IGLESIA, BUNKER CONSERVADOR

Cuando se utiliza esta calificativo para definir la postura actual de la Iglesia no hay que equivocarse: no se está hablando del conjunto de la Iglesia sino de la jerarquía, de sus seguidores y sus corifeos.

El término bunker tiene resonancias bélicas y designa un reducto en el que alguien se encierra para defenderse de quienes buscan acabar con él pero es a la vez un lugar desde el que atacar con ventaja al enemigo. Las dos posturas definen a la Iglesia de hoy. Se siente -y así lo proclama- atacada y acosada pero a la vez toma posiciones agresivas y beligerantes.

Ambas actitudes parecen contradictorias pero distan mucho de serlo. Por una parte este grupo de católicos asustados y temerosos, se cierra porque se siente víctima de una sociedad -así la ven ellos- agnóstica, laicista, relativista. Por otra se tiene por poseedor de toda y la única verdad, lo que les lleva al adoctrinamiento, al proselitismo y al enfrentamiento, buscando por todos los medios imponer en la sociedad sus posiciones, todas marcadas con el cuño preconciliar.

Las consecuencias -trágicas para el mensaje evangélico- no se pueden ocultar.

La primera, la incomunicación entre la sociedad y la Iglesia, que ha llevado a ésta a ser una de las peor valoradas entre las instituciones públicas. No es, como debería ser, “bien vista entre la gente”. No es una Iglesia atractiva, a pesar de que de cuando en cuando se empeñe en reunir en las calles a miles de adherentes.

En segundo lugar, la alianza con el poder económico e ideológico y en concreto con la parte más a la derecha de éste último. Es llamativo el peso decisivo de las grandes empresas -alguna con enormes desafueros a sus espaldas- en la JMJ, incluida la visita al papa de sus dirigentes. Todo esto provoca una reacción en cadena: la vuelta a una teología conservadora, a la más estricta concepción jerárquica, a la marginación de la mujer, al pretendido monopolio de la ética, a una visión negativa de la realidad, al pecado original, al sacrificio, a la obediencia, al ahogo y persecución de las bases críticas.

Hay dos campos en que esta crisis se manifiesta de forma especialmente dolorosa: en el ecumenismo y en la opción por los pobres.

De una actitud ecuménica hecha de diálogo y colaboración se ha pasado a la incomunicación, salvo con los grupos más conservadores y fundamentalistas católicos y de otras confesiones. Con el prurito de afirmar su posesión de la verdad se abandonan un lenguaje y unas posturas que tengan en cuenta el pluralismo religioso e ideológico de la sociedad.

En cuanto a los pobres, establecida la alianza con los poderosos, no son en estos momentos un tema prioritario. En el caso de Madrid el Sínodo los olvidó especialmente y es sobre todo muy llamativa la falta de reacción de la jerarquía ante una crisis económica tan grave como la que sufre nuestro país.

Y en último lugar, pero no con menos resonancia: el fundamentalismo de los medios cercanos a la Iglesia o propiedad de la misma, que, afirmándose cristianos, no dudan en acudir al insulto, la injuria o la calumnia.

Causas de esta situación

El Concilio Vaticano II hizo a la Iglesia un requerimiento de reforma, reconociendo la limitación de los seres humanos -y por tanto de ella misma- y poniendo en cuestión muchos de los postulados teológicos y morales que defendía desde siglos. A la vez la organización eclesiástica debería introducir cambios que hicieran visible el hecho de que la Iglesia es en su esencia el “pueblo de Dios”.

Desde el comienzo estas ideas tuvieron enemigos acérrimos que se pusieron a la obra de desmontar el espíritu conciliar. Este ha sido el resultado del largo liderazgo de Juan Pablo II, de su mano derecha Ratzinger y de Rouco en el caso de España. Uno de sus principales instrumentos ha sido la política de nombramientos de obispos y de una formación en los seminarios que vuelve a encontrar sus pilares en la piedad, el sometimiento y el imperio de la ley.

La Iglesia ha vivido en España y en otros países una situación de nacionalcatolicismo y de privilegio que en determinados ámbitos era de monopolio. Cerrado ese período histórico, le aterra el enfrentarse a un futuro incierto en el que debe abandonar el poder. El espíritu democrático, la multiculturalidad, la presencia de la mujer en la sociedad, los avances técnicos, la secularización de la moral, ninguno de estos cambios es para ella motivo de esperanza sino de amenaza.

Aunque con san Pablo debería ver que “éste es el día de la salvación”, la reacción no ha sido una conversión que retoma las raíces evangélicas, no ha sido una fe que asume riesgos y compromisos sino el intento de rescatar y utilizar todos los restos de poder, desde los Acuerdos de 1979 hasta la convocatoria masiva en todas las ocasiones posibles.

Movida por el miedo y aferrada al poder, la Iglesia ya no sirve sino para que la “pise la gente”. De ahí ese desafecto que ella interpreta como persecución.

Hacia dentro de la comunidad eclesial han vuelto a ponerse en marcha los mecanismos del poder. No los criterios del Evangelio -la lectura de los signos, el respeto a la mezcla del trigo y la cizaña, que el mayor sea como el menor- sino un fuerte centralismo, la idea de una “Iglesia comunión” para la resacralización, para afirmar la doctrina tradicional sin fisuras. En congresos oficiales, sínodos, reuniones del clero, medios de comunicación de la Iglesia los ponentes son siempre de la derecha extrema que sustancian algunas preguntas críticas con respuestas aterradoramente simplistas. Como lo es una moral centrada en sólo algunos temas, siempre complejos, a los que se aportan soluciones igualmente simples.

¿Qué salida tiene esta situación?

Esta respuesta no tiene una respuesta fácil. Muchas razones avalan la idea de que, en esta Iglesia piramidal y centralista, no hay nada que esperar a corto plazo. Por otra parte es también comprensible la postura de quienes quieren limitarse individualmente a vivir su fe de un modo más acorde al Evangelio, en sintonía con el entorno de creyentes a su alcance.

Y sin embargo la situación es tan grave que exige no sólo críticas y lamentaciones sino también acciones decididas.

Por una parte es necesario ir realizando en las parroquias y grupos el modelo de Iglesia participativa en la que creemos. Por otra parte no es posible olvidar que nuestro punto de referencia son los pobres, que esperan de la Iglesia una buena noticia. Y finalmente es preciso aunar fuerzas, establecer lazos con grupos de seglares, de curas, con comunidades, parroquias, movimientos y poner en marcha acciones conjuntas.

Estas acciones pueden ir desde la denuncia de los acuerdos con el Estado Vaticano hasta la colaboración con grupos y asociaciones laicas que trabajan por los derechos humanos.

Y en todo momento, manteniendo la esperanza y la alegría, alzar la voz para denunciar palabras y actitudes de una Iglesia que no es fiel al Evangelio ni útil para el siglo XXI. Porque, como decía Mounier “el silencio ha llegado a ser insoportable”. Y porque, frente a unos obispos que toman partido sólo por unos, todos somos Iglesia.

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