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Número 83 (marz.-abril’06)
– Autor: Manuel García Guerra –
1 Más que referir a un contenido fáctico concreto, el concepto educación intercultural (EI) es propositivo. Constata, para ser realista, que la recepción del alumnado inmigrante o hijo de inmigrante está siguiendo dos tendencias, una de aceleración, la otra, simultánea, de diversificación, en vista de lo cual la EI trata de formular un nuevo paradigma para ajustar los procesos educativos y rediseñar la organización de los centros escolares. La EI apuesta por una pedagogía cooperativa en la que el diálogo, el consenso y el enriquecimiento mutuos se asientan sobre la certidumbre de que somos más iguales que diferentes, siendo la diferencia, no obstante, lo que nos enriquece. La diversidad cultural es susceptible de ser aprendida a través de la percepción y la argumentación, la igualdad, en cambio, es una convicción en la que entran también en juego los canales afectivos y los emocionales. Denominaremos comunidad de práctica intercultural (CPI) al colectivo que se compromete con ese paradigma y sus rasgos más significativos serán la participación, la inclusión y la integración.
2 Etienne Wenger entiende la participación como el proceso mediante el cual se interviene de forma activa y comprometida (a) en las prácticas de la comunidad y (b) en la construcción de identidades en relación con la misma. La viabilidad de un proyecto intercultural depende de su capacidad para implicar a toda la comunidad escolar en una tarea que, a la vez que encausa el formato tradicional de enseñanza, requiere prácticas significativas con las que identificarse (esquemas de pensamiento y construcción de significados) para, de ese modo, constituir entre todos una comunidad de sentido. No tienen por qué reservarse dichas prácticas a momentos y espacios exóticos, el mejor escenario para ejecutarlas es la vida cotidiana, ya que es en el día a día donde puede mejorar la percepción y la comprensión de los otros.
La percepción del mundo social se presenta dada, ordenada y jerarquizada en el proceso socializador, y cada sociedad, a través de los sistemas educativos, orienta a los individuos hacia el tipo de personas que espera llegarán a ser. Ahora bien, además de receptor de criterios sociales que facilitan la manera de priorizar valores y tomar decisiones, el sujeto humano es capaz de desarrollar su autonomía, su crítica y su aptitud racional a través del discernimiento, de las emociones y de los valores propios, lo que le permite distanciarse de lo genérico social y desarrollar su individualización. Ambos supuestos, nexo e identidad, deben ser tenidos en cuenta a la hora de decidir las formas de configuración de una escuela cada vez menos homogénea. Todo ello incluye procesos cognitivos, actitudinales, conductuales y normativos, y esa será, al menos así lo creo, la condición a través de la cual la promoción educativa trate de impedir que la diferencia étnico-cultural constituya un condicionante del fracaso escolar y éste un antecedente de la exclusión social. El objetivo de la EI, en consecuencia, no es otro que una prevención social inteligente.
3 Un centro escolar de naturaleza inclusiva ofrece el bagaje cognitivo, instrumental y actitudinal necesario para la inserción plena en la sociedad. Hablamos, pues, de inclusión social, no de inserción cultural. La CPI habrá de facilitar la adquisición normal y continuada de estrategias relacionales y referentes culturales de la sociedad receptora a la vez que tiene en cuenta las características propias del “otro” (socialización primaria, condicionantes socioeconómicos, institucionales, personales, etc.), siempre bajo el supuesto de que sus potencialidades, sus intereses y sus necesidades educativas son similares a las del alumnado autóctono de la misma edad. A este respecto, los recursos conocidos como educación compensatoria, de carácter más bien paliativo, habrán de completarse con un enfoque intercultural.
4 La integración constituye el tercer eje sobre el que gira la CPI. Alude al proceso de construcción de la identidad psicosocial de una persona separada de su medio y trasplantada a otro entorno diferente, lo cual conlleva un cambio inducido por la pérdida del referente socioculturaly por la nueva percepción que de ella se tiene. Tales circunstancias podrían modificar la autopercepción y generar incertidumbre en quien experimenta cómo los valores, las costumbres y la creencias profesadas se escinden de la posibilidad de ponerlas en práctica. La integración, por tanto, tiene que ver con el beneficio social de aquellos procesos educativos bien incardinados, es decir, aquellos que cumplen la condición de ser realistas, bidireccionales, no excluyentes ni asimilatorios, e interactivos. De este modo, los contornos culturales se desdibujan en la hibridación que experimenta una persona que puede mantener rasgos que le identifican con su cultura y comunidad de origen (vestido, forma de hablar, costumbres, hábitos,…) y que al mismo tiempo muestra interés y mantiene relación con la sociedad receptora. Fórmula ésta realmente atractiva si no fuera por la resistencia a integrarse de los autóctonos: “Que se integren ellos”, eh ahí una postura muy frecuente. Para desactivar dicha actitud es preciso promover una “mente intercultural” capaz de asumir que el intercambio es un lugar privilegiado para el desarrollo y la maduración de la propia identidad dado que facilita niveles de identificación y distanciamiento: lo “extraño” permite captar lo propio con mayor nitidez; lo “novedoso” provoca una mutación cognitiva y emocional que repercute en la forma en la que nos conocemos y nos valoramos a nosotros mismos; conocimiento y evaluación que pueden poner en cuestión el sistema propio de valores y de creencias, favoreciendo así una crisis de identidad que obligue a buscar y tener que elegir nuevas formas de pensar y de actuar.