número 77 (febrero ’05)
DADA la especialización y el cierto secretismo que ha envuelto su elaboración de cara al ciudadano, no hemos llegado a conocer muy bien las razones por las que Europa necesita hoy más que ayer, no ya ésta, sino simplemente una Constitución. Responde éste a un propósito de macropolítica mundial o es algo exigido por la propia dinámica de la UE, nos resulta difícil precisar. Pero, en cualquiera de los dos supuestos, consideramos que el ciudadano europeo hubiera necesitado una mayor claridad.
POR otra parte, aprobado ya el Tratado por los Jefes de los 25 Estados (Roma, 29 octubre de 2004) y respaldado mayoritariamente por el Parlamento Europeo (12 de enero de 2005), tampoco se entiende muy bien la eficacia que pueda tener un referéndum para su ratificación o el rechazo por parte de los ciudadanos, conociendo de antemano que el resultado, cualquiera que él sea, no va a ser vinculante. Con este preámbulo, no es fácil superar la convicción de que se trata más bien de un maquillaje de política interna de los respectivos Estados que de un verdadero gesto por el que los ciudadanos, en cuanto sujetos soberanos, instituyen unos valores y unas reglas de convivencia en el marco de la Unión. Para el 75% de las personas encuestadas -según un «eurobarómetro» reciente- ni siquiera le resulta comprensible el farragoso título que encabeza el proyecto constitucional. ¿Entonces?
Y, sin embargo, el paso que vamos a dar parece decisivo. No se trata de ningún juego como están entendiéndolo muy bien los ciudadanos. Durante estos dos últimos meses estamos asistiendo -con permiso del llamado «Plan Ibarretxe- a un debate que, al menos en algunos momentos, ha logrado mitigar el efecto de la «telebasura» y los «reality shows”. La confrontación entre los partidarios del sí o del no al proyecto constitucional ha ido ganando un creciente interés. Y de esto nos felicitamos. ¡Ojalá que este debate se hubiera hecho antes! Junto al gobierno se han alistado, en el primer bando, los partidos mayoritarios y los partidos nacionalistas más representativos (¿cómo entienden éstos eso de que la Constitución “»nace… de la voluntas de los Estados»?); en el segundo, se alinean los partidos minoritarios de uno y otro signo, los movimientos sociales críticos, los cristianos de base y otras muchas personas a título individual. Una y otra tendencia nos ha ido situando ante la alternativa de elegir entre la utopía y el poder del capital, es decir, entre elegir más Europa fortaleza o más mundo sin fronteras, más mercado (neoliberalismo económico) o más estado de bienestar (welfare), más espacio para la paz o mayor preparación para la guerra, más ciudadanía (democracia participativa) o más estatalismo burocrático (democracia representativa); entre más igualdad o mayor discriminación a favor de los ya privilegiados, las identidades, la religiones; entre la mayor cuidado del Planeta o su mayor explotación por la competitividad.
LA “directiva Bolkestein” contra el estado de bienestar, el insuficiente “principio de precaución” frente a los atentados al medio ambiente, la “alta competitividad” frente al principio de solidaridad y el mismo “estatuto reconocido a las iglesias y organizaciones no confesionales”, frecuentemente ajenas a los derechos humanos y a la democracia, nos han obligado a acentuar el lado crítico de este proyecto constitucional. Con esto queremos compensar en algo el vacío mediático causado por la abrumadora presencia del discurso mayoritario y oficial.