Escrito por
Exodo 105 (sept.-Oct. 20101)
– Autor: Ana Isabel González –
En un número dedicado al ateísmo, me proponen hablar de las razones del creyente. Como punto de partida me parece conveniente comenzar aclarando el marco y el horizonte de este artículo. La palabra “razones” es ambigua en un terreno como este, tan plagado de argumentos, pruebas y a favor y en contra a lo largo de la historia. Por eso, mi pretensión no es ofrecer razones que demuestren la existencia de Dios, ni siquiera demostrar la razonabilidad de la fe, sino más bien presentar algunos de los motivos que movilizan internamente a muchas personas a hacer una opción personal y totalizante que atraviesa y configura toda su vida: la de edificarla sobre la entrega confiada y amorosa a un Absoluto que les habita y les trasciende.
En este sentido, las razones del creyente no son los argumentos que elabora para defender aquello que cree frente a otros. Las razones del creyente, los motivos de su apuesta, van en la línea de las “razones del corazón” de las que hablaba Blaise Pascal, entendido éste no como el mero sentimiento sino como la dimensión del espíritu humano que permite acceder a la profundidad y a la totalidad de la realidad . “Conocemos la verdad, no sólo por la razón sino también por el corazón… El corazón tiene sus razones que la razón no conoce: se ve en mil cosas… Es el corazón el que siente a Dios, y no la razón. He ahí lo que es la fe: Dios sensible al corazón, no a la razón”.
Dar razón de la propia fe no significa ofrecer razones frente a otros, sino tratar de decirse a sí mismo/a y explicarse delante de otros. Por eso acogí la elaboración de este artículo como una oportunidad y un terrible desafío: poner palabra a aquello que cimienta y configura mi vida, a aquello sin lo cual no me puedo imaginar y siento que yo no sería yo. Mi fe, mi “posesión” más preciada, tanto más cuanto la encuentro en mi núcleo más íntimo sin haberla puesto yo y constato, cada día, que no es ni mucho menos evidente, ni siquiera deseable para muchos hombres y mujeres con los que comparto travesía.
A pesar del deseo y la intención de ofrecer una palabra que supere el mero testimonio personal, que pueda dar verdaderamente razón de por qué un/a creyente “decide” creer, he optado por dialogar conmigo misma y bucear en mi interior para encontrar las razones de esta creyente que soy yo. Siento que no lo podría hacer de otra forma.
¿POR QUÉ CREO? AHONDANDO LA PREGUNTA
¿Por qué creo? ¿Cuáles son las razones de mi fe? Esta pregunta, que en un principio me parecía, ingenuamente, fácil de responder, ha ido profundizándose en mí en el proceso de gestación de este escrito haciéndose, cada vez, más vital y, por ello, más compleja. Mi camino ha sido, entonces, dejar que se ahonde la pregunta, dejar que descienda hasta el hondón de mi ser, allí donde habitan las “razones” por las que creo, los motivos de mi apuesta… Entiendo que sólo así puedo ofrecer como respuesta una palabra verdadera.
La pregunta me ha acompañado, sobre todo, en el encuentro con personas no creyentes con quienes comparto búsqueda de una vida más plena para nosotros y para otros pero para quienes la fe no entra dentro del horizonte de esa plenitud de vida, no sienten interés, ni siquiera curiosidad, por ella. Algunos, incluso, la han rechazado expresamente a lo largo de su trayectoria vital.
Quizá la perspectiva de escribir estas palabras ha hecho que este encuentro con la no-fe de otros transformara la pregunta inicial en la expresión de un asombro mezclado de desconcierto: ¿Por qué yo sí y otros no? ¿Por qué la experiencia que anima mi vida, que le da raíz, horizonte, sentido y plenitud no es accesible para tanta gente? ¿Es la fe un don? ¿Es una decisión personal? En el fondo, yo no “he decidido” creer, sino que he encontrado la fe en mí. Yo experimento mi fe como “certeza”, como convicción profunda que no puedo arrancar de mí. Pero ¿acaso puedo yo demostrar mi certeza y hacer que otros la descubran como tal? En verdad, yo ¿por qué creo? ¿Cuál es el motivo último que hace que yo me confiese como una mujer creyente?
LA RAZÓN ÚLTIMA: LA EXPERIENCIA DE UN ENCUENTRO
No es la herencia familiar, ni la adhesión intelectual a una serie de verdades doctrinales, ni la socialización en una determinada religión, ni la asiduidad con que frecuento la práctica religiosa.
El verdadero motivo de mi fe, su razón radical (raíz), la que encuentro en el fondo de mi ser, es que he vivido la experiencia de un Encuentro. Un encuentro con un Tú, que está en mí e infinitamente más allá de mí. Un Tú amoroso que ha querido que yo sea, que me hace ser y en cuyo seno tiene su origen mi existencia, que hace ser a todo lo que existe, que se revela como su fundamento, su origen y su destino últimos. Un encuentro con Aquel que “para mayor comodidad llamo Dios” (Etty Hillesum) pero es el Innombrable que tiene todos los nombres. Cuando le invoco, lo hago con nombres que expresan su ser infinitamente cercano, amoroso, gratuito y vivificante: Padre, Hermana, Amiga, Útero donde se gesta la Creación, Fuente, Dios de la Vida… Pero también me gusta pensarle y saborearle con los nombres que han acuñado los filósofos y los teólogos: el Totalmente Otro, el Fundamento del Ser, el Misterio, el Más allá de mí misma, la Realidad Última… Me ayudan a sumergirme en su inabarcable inmensidad y me conectan con todas las gentes que, a lo largo y a lo ancho del mundo, le llaman de otros modos o no le llaman pero Lo presienten.
Este encuentro, narrado y expresado de miles de maneras, está en el origen de toda experiencia creyente. Cuando busco dentro de mí misma la razón última de mi fe, del por qué creo, no la puedo descubrir más que en otro lugar que en esta experiencia. Sin ella, simplemente, no sería posible mi fe. En mi caso, este encuentro no se produjo, como en otros itinerarios, tras una angustiada búsqueda de algo o Alguien que ofreciera un punto de apoyo que permitiera dar sentido a la existencia, ni tampoco supuso una ruptura que pusiera en cuestión lo hasta entonces vivido y obligara a edificar sobre otro fundamento. Desde que tengo uso de razón reconozco en mí una cierta connaturalidad con la realidad de Dios que siempre ha ido de la mano con el deseo de ser en plenitud, con la sintonía con la humanidad sufriente, la rebeldía ante la injusticia, la inquietud por mejorar el mundo en el que vivo y el atractivo por Jesús de Nazaret, en quien yo he descubierto el rostro del Misterio del mundo como Padre-Madre amoroso, volcado en la vida plena de cada una de sus criaturas. Todos estos son elementos de mi fe.
No, no es mi experiencia como la de los “grandes convertidos”, que pasaron de la ignorancia de Dios a su conocimiento vivo a través de un encuentro súbito, aunque cuando releo y gusto los relatos que algunos de ellos y ellas escribieron no dejo de conmocionarme y de encontrar que en ellos resuena el eco de mi propia experiencia 4. Yo ya había recibido noticias suyas. Pero ese encuentro se produjo. Como ellos y ellas recuerdo bien las circunstancias. Y también en mí dio una orientación totalmente distinta a mi vida.
Me gusta releer la narración de Paul Claudel cuando, en medio de un profundo ahogo existencial, al escuchar el Magníficat en las Vísperas de la Navidad de 1886 en Notre-Dame de París, a las que había acudido buscando inspiración literaria, exclama: “¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!”.
O aquella experiencia narrada por Tatiana Goritcheva, intelectual rusa formada en el ateísmo soviético, que, buscando en el yoga la liberación de su destructiva sensación de vacío, encuentra en su libro de ejercicios la propuesta de recitar como un mantra el Padrenuestro y comienza a hacerlo “de un modo inexpresivo y automático. La dije unas seis veces. Entonces, de repente, me sentí trastornada por completo. comprendí, no con mi inteligencia ridícula sino con todo mi ser, que Él existe. ¡Él, el Dios vivo y personal, que me ama a mí y a todas las criaturas, que ha creado el mundo, que se hizo hombre por amor, el Dios crucificado y resucitado!”.
Pero encuentro un relato especialmente significativo para dar cuenta de las razones del creyente y especialmente bello, por la intensidad que expresa en su brevedad y por el hecho (un tanto romántico) de que su autor lo llevara siempre consigo, secretamente cosido en el forro de su levita donde lo encontró un criado después de su muerte. Es el llamado Memorial de Blaise Pascal, aquel que comienza: “Año de gracia de 1654, lunes, 23 de Noviembre… desde alrededor de las diez y media de la noche hasta aproximadamente las doce y media”… Y continúa: “FUEGO. Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el dios de los sabios y de los filósofos. Seguridad plena, seguridad plena. Sentimiento. Alegría, Paz… Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría…”.