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La siguiente reflexión la he preparado a la vista del Conflicto (Rusia-Ucrania), y que tiene profunda relación con el libro que acabo de publicar: (“EL PODER, Algunos Avatares”, Círculo Rojo, Madrid 2021, 654 pp.).
Dadas las formas como se han desarrollado las relaciones entre las grandes religiones y el poder civil público, son lamentables y perjudiciales para la religión.
De hecho, cuando los jerarcas de la religión, incautos o quizás ladinos, se dejaron halagar por los poderes de los gobernantes públicos y los demás poderes económico, cultural y social, la religión siempre perdió entidad esencial.
Arrimado el poder a la religión, es como si Dios mismo viniera a bendecir los éxitos políticos del poder, incluso los militares. Sin embargo, el poder nunca deja de ser prepotencia, violencia y alienación, y, haciendo buenas migas con la institución religiosa, siempre lo ejerce con el mayor vigor efectivo.
En estos casos, la religión viene a ser el inestimable ornato que embellece el orden del gobierno y que da a la burguesía y a los magnates del dinero un esplendor a su status, a sus celebraciones y a su lujo. De hecho, ni las cortes regias ni las grandes dinastías han desdeñado nunca la presencia amiga de los papas y demás notables personajes de la clerecía. En realidad, se ha considerado un don de los cielos que Dios se preste a bendecir las cosas tal como estaban funcionando, indicando que, según Dios, a unos les corresponde el oficio de dirigir, mandar e imponer, mientras a otros la sumisión y la obediencia. Así durante siglos.
En el cristianismo, la tergiversación fraudulenta empieza hacia el siglo IV. A la Iglesia, sedicente memoria Jesuchristi, le fue muy difícil no rodar hacia el abismo de la degradación y de la falsedad que afectaban a la comunidad creyente en Jesucristo.
Con todo, hay que reconocer que esta singular comunidad, a pesar de su pequeñez y fragilidad, no sería arrumbada, cumpliéndose así el vaticinio hecho por el propio Jesús de que las fuerzas satánicas no prevalecerían (Mt.16, 18) contra ella.
Ahora bien, al volverse grupo numeroso y plural, el invento eclesiástico, admite la incorporación por la vía rápida a mucha gente que, implica de hecho una endemoniada amalgama, llamándose a sí misma con orgullo Cristiandad, en la ilusoria creencia de que tal era el plan de Dios para los nuevos tiempos.
Así fue cómo se instaura en todas partes el poder, el cual hace lo que ante todo sabe hacer: dominar, mandar, imponer; simple resultado de un doble poder mancomunado sobre una misma población.
A los pocos siglos de la muerte de Jesús, a la Iglesia le sobreviene este maligno contagio que introduce la malhadada clasificación dualista entre jerarquía y laicado, con un tipo de autoridad lamentable, nada fraternal, que en absoluto se compadece con la igualdad radical ante Dios, Padre de todos los bautizados.
Ha quedado patente que, a los Bonifacios, los Urbanos, los Inocencios, los Píos, los Woitylas y los Ratzinger les guiaba una enorme equivocación
Consumada la volatilización de la genuinidad cristiana, la sabiduría del rabí del Evangelio se convertía en verdad a machamartillo en manos de unos pastores y unos catequistas cuya catequesis ha quedado tantas veces convertida en doctrina a rajatabla más propia de una armada militar, que de la saludable Buena Nueva de la vida del llamado Hijo del Hombre, Muerto y Resucitado, figura la más desconcertante y enigmática de la historia.
Afortunadamente, ha quedado patente que, a los Bonifacios, los Urbanos, los Inocencios, los Píos, los Woitylas y los Ratzinger les guiaba una enorme equivocación cuando les han gustado en exceso la tiara y el báculo, y creían que a la causa de Dios la hacían triunfar en el mundo los dictados de signo sagrado y el despotismo.
Por suerte, también en el amplio mundo han existido los Francisco de Asís, los Hermanitos de Foucauld, los Ignacio Ellacuría, los Vicente Ferrer. Ahí están también los abnegados misioneros incardinados hasta la muerte en la terra infidelium de allende los mares, hasta donde su admirable fe les lleva a repartir el triple bien del pan, la salud y la educación.
Importante es, asimismo, el testimonio de las sencillas comunidades cristianas que en la base de la existencia común no tienen nada que ver con la Iglesia de las curias pontificias, de los palacios episcopales y de los monasterios lujosos.
Innumerables son, igualmente, los cristianos de a pie que nada tienen que ver con prebendas ni canonjías, que se mantienen lejos de cuanto es poder, boato y grandeza mundana.
Tal vez, como corresponde a cuanto es historia, el trigo y la cizaña, convivirán en este mundo hasta el fin de los tiempos. Pero queda claro que la memoria del Maestro Muerto y Resucitado no estriba en lo brillante, en lo arrollador y multitudinario; ni en el solemne magisterio que es incapaz de hacer vislumbrar, algo del irresoluble enigma que nos envuelve.
Por magníficas que sean las catedrales medievales, las iglesias románicas, las bellas y emocionantes cantatas de Bach, las misas de Beethoven, de Mozart y de tutti quanti. Quiero decir que la esperanza y el modesto optimismo que les es propio están en alcanzar aquella profundidad indispensable para llegar al alma de quienes, desde cierta inquietud espiritual, sienten hambre de transcendencia y andan buscando algún tipo de dios personal del que quisieran tener alguna noticia y llegar al presentimiento de que, más allá del misterio del mundo, hay ALGUIEN que nos ama y está al final para acogernos, cuando esta postrimería definitiva nos llegue al morir.
El único futuro que nos importa no vendrá de la mano de los poderosos, sino de aquellos cuyo sello de identidad sea parecido al de Jesús de Nazareth y de las magníficas sabidurías que en el mundo son equivalentes a la propia del Evangelio.
En fin, pese al contubernio entre Religión y Poder, que ha existido y del que todavía hay restos malignos, fijémonos en esa otra gente irrelevante y anónima, en tantos creyentes en Jesús de Nazareth que, detestando el poder-poder, se mantienen fieles al testimonio de quienes vieron con sus propios ojos y tuvieron la experiencia de vivir un brevísimo tiempo al lado de semejante profeta de Dios. Tampoco hay que olvidar aquello que ya el mismo Jesús vaticinara: hijos de Abraham surgen y existen en todas partes, también dentro de esta errabunda Iglesia. En realidad, allí donde las Bienaventuranzas son santo y seña de quienes tratan de parecerse al Jesús de Nazareth, muerto y resucitado y puesto ante el mundo como anuncio y adelanto de la suerte que supuestamente espera a toda la familia humana.