martes, octubre 15, 2024
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Incertidumbre y esperanza

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Propuestas de trabajo espiritual para tiempos de pandemia

Incertidumbre y esperanzaMe han pedido que escriba sobre la respuesta espiritual que cabe dar ante esta situación de pandemia que estamos sufriendo. No voy a daros una fórmula, evidentemente. Ni la tengo ni creo que exista. Además, desconfío de las fórmulas. Nos agarramos a ellas, lo comprendo. Muchos de los que las dan se creen en la obligación moral de darlas, y actúan en consecuencia. Pero, antes o después, las fórmulas decepcionan, puesto que la vida no puede encerrarse en una formulación, por hermosa que pueda resultarnos. Por mi parte, ya estoy cansado de fórmulas, la vida me las ha ido desmontando una a una. No sería honesto si os dijera lo que hay que hacer en esta situación, como si yo fuera un sabio y vosotros unos ignorantes.

Para comenzar, quisiera compartir con vosotros esta definición de fe: mantener la esperanza en medio de la incertidumbre. Para mí éstas son aquí y ahora las palabras fundamentales: incertidumbre y esperanza, y sobre ellas quisiera articular mi discurso, Incertidumbre: esto es lo que la pandemia está sembrando en nuestros corazones, y quien no la sienta que tire la primera piedra. Yo siento esa incertidumbre en mi carne y quisiera relatar aquí cómo la estoy trabajando, cómo me está trabajando, cómo doy un paso hacia delante y dos hacia atrás, cómo bailo con ella y doy a menudo un traspiés, o incluso cómo me caigo de bruces y me quedo sin saber cómo reaccionar.

Antes de nada, quisiera decir –y lo afirmo con toda modestia– que me considero una persona contemplativa: no porque sea un gran maestro de contemplación, es evidente, sino simple y llanamente porque abrazo a diario esta disciplina. Ser una persona contemplativa significa para mí sentarse todos los días en silencio y quietud, es decir, practicar la meditación. Pero también procurar tener sobre todo lo que me sucede y sobre todas las personas con quienes me cruzo una mirada amorosa. Ni una cosa ni la otra se improvisan, hay que ejercitarse en ellas. A la mayoría de las personas esto no nos sale naturalmente, sino que hemos de superar una serie de barreras y resistencias.

Meditar me sirve para mirar amorosamente lo que se me pone delante. Mirar amorosamente significa imprimir a tu receptividad interior benevolencia y ternura. Normalmente esto es algo que hacemos en contadas ocasiones. Lo más habitual es que no miremos en absoluto. Lo más habitual es que, si miramos, nos escapemos enseguida de lo mirado, sea resolviéndolo o directamente evitándolo. El contemplativo es quien permanece en el amor y en la oscuridad, es decir, sin saber, sin poseer, sin obtener gratificaciones emocionales, sin comprender. Permanecer en el amor y en la oscuridad es una gracia, o sea, algo que nos es dado desde un lugar que no somos nosotros y, al tiempo, que es lo más nosotros que puede haber.

Hasta hace no muchos años yo tenía la ingenua idea de que la persona espiritual era aquella que, ante la adversidad, se mantenía impasible y ecuánime, capaz de hacer frente al oleaje y a la tempestad de la vida. Esta idea de la iluminación como un estar más allá del bien y del mal ha hecho mucho daño a incontables conciencias. El iluminado es el despierto, esto es, el receptivo o abierto a lo que hay. Y si lo que hay es incertidumbre, miedo y dolor, y el iluminado está abierto a ello, el iluminado es entonces quien más los padece. El iluminado se ilumina precisamente para ser compasivo, es decir, para cargar con el dolor del mundo. Visto desde esta perspectiva, al menos para mí, la iluminación no parece un estado particularmente apetecible.

No digo nada de todo esto porque yo me sienta iluminado –huelga decirlo–, sino sólo para transmitiros que la incertidumbre que reina hoy en el mundo a mí me llega y me hace sufrir. También yo tengo miedo, ansiedad y a veces incluso angustia. También yo vivo mis agonías, es decir, esa lucha entre la carne y el espíritu en que consiste la historia de un alma. No me gusta sufrir, supongo que como a vosotros. Preferiría que eso se me ahorrase, viviría más a gusto. Pero, junto a las penalidades propias del sufrimiento, me llegan dos experiencias que son buenas. Una: el sufrimiento me purifica, me hace mejor persona, menos egocéntrica, aunque no en un primer momento, menos superficial. Y dos: mi sufrimiento me hace comprender mejor el sufrimiento ajeno y, por ello, a compadecer a los otros y a amarles un poco más. Eso es bueno. Es un precio muy caro, pero el resultado es tan hermoso que te hace olvidar y hasta agradecer el precio pagado. Pondré un ejemplo.

Hace pocas semanas, en una sesión de fisioterapia a la que acudo para aliviar mi artrosis facetaria, me sentí tan aliviado por las manos de mi fisioterapeuta, que masajeaba mis lumbares con tanto amor como profesionalidad, que llegué a pensar que todo el dolor de mi espalda merecía la pena para experimentar el placer y la alegría, ambas cosas, que estaba experimentando en aquel instante. Quizá sea que estoy mal de la cabeza, pero creo firmemente que el valor del agua sólo lo apreciamos verdaderamente tras haber padecido la sed. No es que la sed sea buena, pero la alegría del agua la posibilita y compensa con creces.

Lo diré a las bravas: toda experiencia espiritual que no permita que las emociones se expresen es directamente una falacia, un fraude. Muchas espiritualidades son inventos, artilugios mentales, quizá muy bonitos, pero falsos. Toda espiritualidad que reprima los sentimientos humanos es una mentira cochina que ofende a Dios y siembra devastación. No juzgo la intención de quienes viven y hasta proclaman espiritualidades falsas. Sólo les digo que están equivocados y que sean más sinceros consigo mismos. La mayor parte de las llamadas espiritualidades son una caricatura de la verdadera espiritualidad. Pasa como con la literatura. La mayor parte de los libros que se venden como literatura son una ofensa a la literatura, la denigran, la convierten en un producto de consumo, en vez de en una obra de arte.

La espiritualidad existe para desenmascarar nuestras mentiras. El dedo que señala fuera se retuerce y nos señala a nosotros si cultivamos la espiritualidad auténtica. Es agotador estar permanentemente remitido a uno mismo, pero eso es lo que Jesús de Nazaret hace continuamente con sus discípulos: no quiere que le adoren, sino que sean responsables, que respondan a la vida con sus vidas.

Lo que a mí me dice el Espíritu en esta pandemia es vívela. No te escapes, no te escaquees, ya sé que en eso eres muy hábil. Quédate conmigo. Atraviesa con amor esta oscuridad. Lo mejor que podemos hacer con los problemas es vivirlos. Vivirlos es realmente lo que hemos de hacer con los problemas, no simplemente resolverlos y pasar a otra cosa. Aprende de la pandemia, Pablo, me dice el espíritu. No quieras pasar página y que termine lo antes posible. Mira que hay agua tras esta sed, lo has experimentado otras veces, será así también en esta ocasión. Nada de esto es fácil para mí, supongo que tampoco para vosotros. Porque cuando mi corazón secunda a ese dedo que me apunta y me miro, lo que entonces veo no es simplemente belleza y bondad –que también hay–; tampoco solamente egoísmo y vanidad –que abundan–, sino algo infinitamente más difícil de gobernar: paradoja y contradicción. Soy un alma poliédrica, supongo que vuestras almas también son así. Imagino que no tengo la exclusiva, sería más duro vivir esto en soledad. Amo el mundo y amo a Dios, y esa es una síntesis que sólo es fácil en teoría. Vivo como un solitario, pero mi ser clama por un tú. Me deprimo, pero escribo sobre el entusiasmo. Hablo del silencio.

Quizá no sean éstas vuestras paradojas, o quizá sí, puesto que todos somos en el fondo muy parecidos. Pero estas paradojas, que para eso son paradojas, no se pueden resolver, no se deben resolver. Debe uno –eso es lo que me dice el espíritu– vivir en ellas creativamente, serena o desesperadamente, según, sin pactos, sin componendas, corrigiéndonos continuamente cuando nos inclinamos por una pendiente. La contradicción es el criterio de lo real, decía Simone Weil. Y lo real es el ámbito de lo espiritual, el campo de cultivo de la espiritualidad.  

Esto es, en sustancia, lo que puedo transmitir hoy de la espiritualidad ante la pandemia. Ahora me tocaría contaros no ya los grandes principios, sino cómo hago yo para vivir todo esto. A esto quisiera titularlo “propuestas para un monacato secular”, y enlazo aquí con la segunda palabra clave de esta reflexión: esperanza. La esperanza es una virtud, lo que significa que es algo en lo que uno, mal que bien, puede entrenarse. No hay que equivocarla con un carácter optimista o con el mero deseo de bien y el empeño por una visión positiva. Se puede ser pesimista y esperanzado, como es mi caso. Las virtudes trabajan sobre el carácter, pero lo respetan.

Mi propuesta de lo que llamo monacato secular es abierta, pues se dirige a todos los que la sientan como suya. Tal y como yo lo veo, todo camino espiritual exige previamente ser amigo del desierto o, lo que es lo mismo, practicar el silenciamiento. Pero también requiere ser buscador de la montaña, es decir, aspirar a la luz. La luz no sólo es una aspiración legítima, si no necesaria, puesto que todos los seres humanos somos seres de luz: una luz que no excluye la sombra, desde luego, sino que la integra. Pero todo esto nos llevaría muy lejos.

En mi tradición religiosa –pero también en otras– la luz está simbolizada por la montaña, donde el aire es más puro y, en consecuencia, donde respiramos mejor. Necesitamos respirar mejor, es decir, estar en mayor comunión con la naturaleza, qué es lo que somos. La montaña significa subir, tener el vértigo y el éxtasis de la cima, y bajar: las tres cosas. Subir puede ser precioso, pero también costoso. Bajar puede ser una alegría o una pena, o las dos cosas –una tras la otra– o, incluso, al mismo tiempo. Estar en la cima de vez en cuando es necesario para darnos cuenta de que la cima está arriba, abajo, en medio y en todas partes. Pero eso no lo sabemos sin estar arriba.

En mi libro de cabecera hay muchas montañas. Está la montaña de las tentaciones, por ejemplo; pero también la de las bienaventuranzas o la enseñanza. Está el Monte de los Olivos, esto es, el de la agonía; el Gólgota, o sea, el de la pasión. Pero también está el Tabor, dónde la luz y la sombra se unen como en ningún otro. Los discípulos que están ahí igual disfrutan de una transfiguración que se caen de bruces, llenos de espanto. Lo importante es que ahí la luz no es etérea, sino corpórea, carnal; y eso congenia perfectamente con nuestra condición.

Esa contradicción que somos –luz y sombra– necesita ser unificada; por eso hablo de monacato, que es para mí nuestra esperanza. Son los monjes quienes nos pueden salvar. Monje es el que aspira a la unificación y el que la cultiva a diario. Si buscamos unificar o armonizar esa alma poliédrica que tenemos, entonces somos monjes. No monjes en sentido clásico o tradicional, se entiende, sino en tanto que participamos del arquetipo del monje.

¿Qué hacen los monjes? En la tradición benedictina, la más antigua en el cristianismo, se conectan siete veces al día. San Benito se dio cuenta de que la mayor parte del tiempo sus monjes estaban dormidos. De ahí que, para despertarlos, inventó la campana. La campana despertaba a los monjes de su letargo, les sacaba de su ensoñación individualista y los convocaba al coro, donde podían hacer la experiencia de la unidad. Por medio del canto de los salmos, todos los individuos se transformaban ahí en un coro. Sentirse en un coro, como sentirse en una danza colectiva, hace que las personas nos olvidemos de nosotros mismos, de lo particular, y nos entreguemos a la totalidad, a lo universal. Esto nos hace estar bien.

Mi propuesta –y esta es mi respuesta espiritual a la pandemia– es que nos conectemos siete veces al día, si bien no para cantar, sino para volver a nuestro centro, para acompasarnos al ritmo de nuestro corazón, para respirar. Estas son las siete conexiones que propongo:

  1. La conexión silenciosa o meditativa. Es la esencial, sin la que las demás no se sostendrán. Es lo que enseñamos en amigos del desierto: mirar dentro para luego poder mirar fuera desde dentro.
  2. La conexión corporal o física. El cuerpo es la experiencia del alma, como el alma es la experiencia del cuerpo. Si no entramos por ahí, no conoceremos la espiritualidad, solo el idealismo.
  3. La conexión mental. El cuerpo tonificado y la mente vaciada están en condiciones de acoger la palabra. El propósito de la palabra es iluminar, clarificar. Pero para que esto sea posible deben ser pocas palabras, y leídas o pronunciadas con lentitud.
  4. La conexión cordial. La palabra la bajamos al corazón, esa es su morada. Ahí podemos custodiarla; es custodiándola como nos alimenta. El corazón es ardiente o está encendido gracias a la palabra.
  5. La conexión manual. Mucho corazón en las manos es lo que hace falta para que el mundo funcione. El trabajo manual, hecho con atención y devoción, alimenta el alma. La vida espiritual predispone a la obra bien hecha, y hacer las cosas bien predispone a la vida espiritual.
  6. La conexión ritual. Esa interacción creativa con el mundo ha de celebrarse con los otros necesariamente. Toda creación es siempre para los demás, no para guardarla en un cajón. Si todo este camino ascético (este caminar por el desierto y este ascender por la montaña) no es para celebrar al final una fiesta –y eso es un rito–, entonces no sirve para nada más que para alimentar el ego y generar una estúpida y ficticia aristocracia espiritual. Este camino monacal no podemos recorrerlo solos, sino en red. El rito es la celebración de la red. Lo que no se celebra no está acabado. Lo que no afirma la vida de todo y de todos está todavía en proceso. El individualismo es nuestra principal amenaza.
  7. La conexión bendicional o nocturna. Con la experiencia de la vida celebrada –y esta es la última conexión– nos despedimos unos de otros y volvemos a nuestro recogimiento, donde agradecemos y bendecimos lo vivido, disponiéndonos a recuperar fuerzas para estar nuevamente frescos de cara a un nuevo comienzo: una oportunidad más para el crecimiento, para la recreación.

    Toda experiencia espiritual que no permita que las emociones se expresen es directamente una falacia, un fraude.

Poniendo en práctica estas propuestas, la esperanza, en estos tiempos de incertidumbre, no será entonces un simple y bonito deseo, sino una tarea concreta y posible.

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