lunes, noviembre 11, 2024
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IGLESIA Y CRISTIANISMO

Éxodo 95 (sept.-oct.’08)
– Autor: Fernando Camacho Acosta –
 
Hace unos años un amigo mío envió a la nunciatura de Madrid, en el nombre de un inexistente colectivo de “católicos por el cristianismo”, un telegrama de protesta por la condena de un conocido teólogo que el Vaticano, por medio de la Congregación para la Doctrina de la Fe, había juzgado de heterodoxo. Con él se hacía portavoz de la repulsa que esa condena suscitaba entre aquellos católicos que, por encima de todo, querían mantenerse fieles a su vocación cristiana. De este modo, consciente o inconscientemente, puso el dedo en la llaga sobre la cuestión que nos ocupa, porque dejaba abierta la posibilidad de una escisión entre el hecho de ser católico y el de ser cristiano, es decir, entre la pertenencia a la Iglesia y la fidelidad a Jesús.

¿La Iglesia y el cristianismo son dos realidades diferentes?, ¿pueden existir la una separada del otro o viceversa?, ¿puede darse el caso de una Iglesia que no sea cristiana o de un cristianismo sin Iglesia? En primer lugar, clarifiquemos los conceptos. En el Nuevo Testamento, el término “iglesia” (en griego, ekklêsia) tiene dos acepciones principales: a) el conjunto de los seguidores de Jesús esparcidos por el mundo (iglesia universal) y b) el conjunto de los cristianos que viven en un determinado lugar (iglesia local) o se reúnen periódicamente en una casa particular para celebrar su fe (iglesia doméstica). Por eso, en los textos neotestamentarios se habla de “la iglesia” o “las iglesias”, en sentido local o doméstico (de Jerusalén, Antioquia, Galacia, Macedonia, Roma, etc.), y de “la Iglesia” como totalidad, en sentido universal o general. Cuando aquí hablamos de Iglesia lo hacemos en este último sentido.

En líneas generales, siguiendo los datos del Nuevo Testamento, podemos definir la Iglesia como la comunidad de fieles que, congregada por la fe en Jesucristo y concebida como el nuevo y definitivo pueblo de Dios, tiene por misión continuar la obra de Jesús en la historia, prolongando su presencia en ella hasta el fin de los tiempos.

Por su parte, el término “cristianismo”, acuñado por Ignacio de Antioquia hacia el año 110 d.C., hace referencia al adjetivo “cristiano”, con el que en Antioquia se denominó por primera vez a los seguidores de Jesús, el Cristo (Hch 11,26). El cristianismo designa un fenómeno religioso, histórico y sociológico, distinto del judaísmo (aunque tiene sus raíces en él), cuyo punto de partida y fundamento lo constituye la persona y la obra de Jesús de Nazaret y la fe que sus seguidores tienen en él. Simplificando mucho, podríamos decir que el cristianismo es el movimiento religioso iniciado en la historia por Jesús de Nazaret y continuado por sus seguidores, mientras que la Iglesia es la forma institucionalizada de ese movimiento.

Por consiguiente, la Iglesia y el cristianismo tienen su origen en Cristo; ambos han nacido del mismo tronco y tienen la misma pretensión: ser Iglesia de Cristo y ser el movimiento aglutinador de todos los seguidores de Cristo. Pero este “ser de Cristo” no es una pura abstracción, es algo que tiene que verificarse históricamente. Y aquí precisamente reside el problema: a lo largo de la historia tanto la Iglesia como el cristianismo han traicionado muchas veces sus orígenes cristianos y han velado el rostro de Aquel que estaban llamados a transparentar con su forma de vida y con su actividad. Este hecho nos lleva a plantearnos la cuestión de la esencia de la Iglesia y del cristianismo; es decir, la cuestión de cuáles son los elementos esenciales para que la Iglesia pueda ser considerada de verdad “Iglesia de Cristo” y el cristianismo un verdadero “movimiento cristiano”.

Por lo que respecta a la Iglesia, esos elementos esenciales serían, a mi juicio, los siguientes:

1) La Iglesia está fundada sobre la fe en Jesucristo, reconocido por ella como el rostro humano de Dios (el Hijo de Dios) y el paradigma de lo humano (el Hijo del Hombre). Según esta fe, Jesús es quien confiere a los seres humanos la plenitud de vida (el Salvador), el que los libera de sus limitaciones, sus miedos y sus esclavitudes (el Señor que hace señores, no siervos) y les abre el horizonte de una existencia plena, superadora de la muerte (la vida definitiva o eterna); él es quien los invita a participar de la nueva realidad de un mundo y una humanidad transformada y regida por el amor (el reino o reinado de Dios), implicándolos en la construcción de unas relaciones humanas justas, fraternas y solidarias.

Aunque, en sentido estricto, no puede hablarse de un acto fundacional por parte de Jesús mediante el cual instituyera la Iglesia, es indudable que él, durante su vida pública, convocó en torno a su persona a un grupo de discípulos o seguidores (Mc 1,16-20; 2,14; 3,13-19, etc.). Ellos, tras la experiencia pascual (la muerte y resurrección de Jesús), se constituyeron en una comunidad de fieles suyos que, movida por su Espíritu, se sintió llamada por Dios a continuar en la historia la tarea iniciada por Jesús y a invitar a toda la humanidad al seguimiento de él (Mt 28,16-20; Hch 1,8; 2,1-41, etc.).

Por consiguiente, la Iglesia está formada por todos los creyentes en Jesucristo que han optado personalmente por él y, como consecuencia de esa opción, expresada en el sacramento del bautismo y reafirmada en el de la confirmación, han recibido el Espíritu, la fuerza de vida y amor de Dios mismo, que han de contagiar y transmitir a toda la humanidad.

Es la fe en Jesucristo, común a todos los cristianos, la que crea la unidad de la Iglesia (una); el Espíritu que la anima, el que la hace ser fiel a Dios o a Jesús y le confiere santidad (santa); el compromiso asumido en virtud de esa fe, el que la lleva a la misión universal (católica) y la constituye en la enviada de Jesús al mundo para irlo transformando (apostólica). De ahí, las cuatro notas características de la Iglesia que aparecen en el Credo que recitamos los católicos en cada eucaristía dominical.

2) Creer en Jesucristo implica un “estar en comunión”, por medio del Espíritu, con Dios Padre y con Jesús su Hijo, y, a la vez, un “estar en comunión” con todos los seguidores de Jesús. Por eso, la comunión o koinônia pertenece a la esencia misma de la Iglesia. Ésta no se define, simplemente, como la suma de las diferentes iglesias (como si cada una constituyera una parte y todas juntas formaran el todo), sino que en cada iglesia local o particular se hace presente la Iglesia universal o católica, porque en cada una de ellas se manifiesta la plenitud de dones con que el Espíritu enriquece a la Iglesia. De tal modo, que cada iglesia local es de por sí y en sentido pleno la “Iglesia de Dios” o “de Cristo”. Por eso, el Concilio Vaticano II dirá que en las iglesias y por ellas existe “la única Iglesia católica” (LG 23). Determinar cuál de las dos realidades –la iglesia local y la Iglesia universal– prevalece sobre la otra es prácticamente imposible y llevaría a la minusvaloración de una de las dos. A este respecto, resultan esclarecedoras las palabras de Juan A. Estrada: “No se puede hablar ni de la prioridad de la iglesia universal respecto a cada iglesia local o particular, ni a la inversa, sino que se pertenece a la “Iglesia de Cristo” en una iglesia local, con una pertenencia que es, al mismo tiempo, concreta y universal. La Iglesia es un “niversal concreto”, es decir, sólo existe en cada iglesia local y sin ellas no subsiste”.

Pero, al mismo tiempo, para que cada iglesia local sea toda la Iglesia y no una parte de ella, se requiere que ésta sea integradora y esté abierta a la comunión con las demás iglesias. Esto explica que, prácticamente desde los orígenes del cristianismo, la Iglesia aparezca con una configuración colegial o sinodal, a través de la cual se expresa la comunión o corresponsabilidad de todas las iglesias y se supera el dualismo entre localidad y catolicidad o universalidad.

3) Otro de los elementos esenciales de la Iglesia de Cristo es su pluralidad. La Iglesia está animada por el Espíritu y éste es incompatible con la uniformidad; donde sopla el Espíritu reina la diversidad. Pero, contra lo que pudiera parecer, la diversidad no es ningún obstáculo para la unidad entre los cristianos. El mismo Espíritu que crea y favorece la diversidad, garantiza la unidad (1Cor 12,4). En la Iglesia cada uno ha de conservar su singularidad y ha de expresarse con la “lengua” que el Espíritu le concede (Hch 2,4), pero todos han de contribuir al bien común (1Cor 12,7), han de estar movidos por el mismo propósito de formar un solo cuerpo (1 Cor 12,12-13) y han de preocuparse solidariamente unos de otros, superando las discordias y las discrepancias (1 Cor 12,24b-26).

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