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Número 81 (nov.-dic.’05)
– Autor: Silvia Martínez Cano –
1. Cada tiempo en su contexto
Cuarenta años nos separan del concilio y sin embargo algunos lo recuerdan como si fuera ayer. Recuerdan la sorpresa de la convocatoria de Juan XXIII de un concilio. Y no como concilio apologético, sino como un acercamiento de la Iglesia al siglo veinte después de mucho tiempo de tensiones e incertidumbres. Había detrás de la convocatoria una preocupación pastoral. Un intento de aproximación a los creyentes y a su vida diaria en este mundo que comenzaba a cambiar con más rapidez de lo acostumbrado. Por eso se tardó más en la preparación que en su resolución (44 meses de preparación, 39 el concilio). No era fácil conciliar las realidades y los movimientos que estaban surgiendo con el lento pensar y la estaticidad de una Iglesia que casi no se había modificado en dos siglos. Pablo VI era conciente de las tensiones entre conservadores, progresistas e indecisos. No era un concilio fácil, había que hacer “encaje de bolillos”.
Desde los años 40 fueron creciendo las voces de los pensadores desde dentro de la Iglesia que pedían con tenacidad un lavado de cara de nuestra madre la Iglesia. La situación mundial estaba cambiando. Se extinguía el colonialismo y se revalorizaban a la vez las culturas locales. El mundo se descentralizaba de Europa y caminaba hacia la globalización poco a poco. A esto contribuía una economía de mercado en la que ciencia, técnica e industria crecían simbióticamente de forma vertiginosa. La difusión de la Televisión y de los medios de comunicación repercutía cada vez más en la vida social. Las costumbres cambiaban. Imperaba el modelo urbano de sociedad y eso hacía cambiar las mentalidades de las personas, los modelos de familia y también el comportamiento social. La incorporación de la mujer al trabajo y la vida pública a partir de la segunda guerra mundial, así como la creación de más “necesidades” para las clases medias urbanas provocó que la concepción de la vida fuera cambiando radicalmente. La Iglesia lo sufría también en su interior, porque las masas de creyentes modificaban sus mentalidades y notaban el distanciamiento con una institución rígida, muy centrada en los grandes rituales y las normas eclesiales. Una estricta jerarquía que mantenía a los fieles fuera de las decisiones comunitarias y a las mujeres en la trastienda de las parroquias.
Y sin embargo, esas voces seguían levantándose. Volvían a discutirse temas inconclusos, como la crisis modernista, que había traído de cabeza a la Iglesia del XIX, la renovación de una teología que todavía hablaba en categorías medievales y el acercamiento al mundo moderno como único lugar de salvación del ser humano. Aquellos hombres proclamaban una Iglesia para el mundo y no cerrada al mundo. Evidentemente esto no fue un camino de rosas. H. de Lubac, Daniélou, Chenu, Congar, incluso Theilard de Chardin fueron retirados de sus trabajos, y obligados a callar y a no enseñar públicamente, retirar del ámbito eclesial sus intuiciones sobre la organización de la Iglesia y su misión1.
Al mismo tiempo se publicaba la encíclica “Humanis generis” que volvía a defender la inmutabilidad dogmática del papa, la inerrancia de la Escritura y la validez de la escolástica medieval, sin tener en cuenta la vorágine de los tiempos modernos y manteniendo su postura inflexible ante los descubrimientos de la ciencia en materia de evolucionismo. Mantener esta postura aún a mitad del siglo XX (1950) era demostrar que era evidente la necesidad de un cambio profundo en el modo de mirar y comportarse de la Iglesia en este mundo.
En este tira y afloja constante, el Espíritu iba a soplar por otro lado.