Escrito por
Éxodo 138
– Autor: José Antonio Pérez Tapias –
- “Posverdad” significa mentira cínica
Frente a quien cínicamente acomete la defensa de la “posverdad”, lo primero que hay que hacer es confrontarlo con la verdad factual de nuestro mundo, la cual no es otra que su radical injusticia. La mentira –de eso se trata cuando se utiliza la palabra “posverdad”– es alimentada por todo lo que oculta esa verdad, desde la filosofía a la política, pasando por la economía y la religión.
Si no estuviera tan saturada nuestra capacidad de sorpresa, mayor preocupación se habría mostrado en nuestras sociedades por la consagración en 2016 de “posverdad” como palabra del año, lanzándola al estrellato de las innovaciones culturales. Con tal entronización del término paradójicamente se verifica que, para muchos, culturalmente se deja atrás la verdad como pretensión del discurso político, incluso como valor necesario –por lo menos en algún grado– para la convivencia social. Hablar de “posverdad” en tal sentido es decir que no interesa qué sea verdad. O dicho de otra manera: no importa que nos movamos entre mentiras. Como además eso se asume conscientemente, tal consentimiento con el engaño expresamente promovido es la exaltación más rotunda del cinismo que podamos imaginar. No todo mentir es cínico, pues aún necesita la apariencia de verdad para que la mentira cumpla la función pretendida. Pero ahora, en el tiempo de la “posverdad” la mentira no necesita ocultarse tras lo que pareciera verdad, sino que aspira sin empacho a ser difundida, aceptada, a entrar en el juego del engaño socialmente consentido. La contradicción no se trata de ocultar de ninguna manera, sino que ponerla de relieve y hacer ostentación de ella forma parte del juego. Es un juego perverso y, con él, tendría Borges más materia para su historia de la infamia.
Todos sabemos que este capítulo de la “posverdad” se escribe cuando nos hallamos metidos de lleno en la sociedad informacional, en la que los flujos comunicativos se multiplican sin término, dando pie a que se diluyan las exigencias en cuanto al compromiso de verdad en los mensajes que circulan en un macroentorno de redes, facilitando con ello el surgimiento de nuevos modos para la fabricación de la mentira. Ello no es ajeno al hecho de que la comunicación y la producción tengan lugar en el marco definido por densas redes de poder –no sólo por redes sociales, como es obvio–, sobre todo de un poder económico que extiende sus brazos al campo político, al ámbito social y a la esfera cultural, cuyo horizonte de actuación es ya el «mercado global».
Si la verdad no interesa, sino que el objeto de deseo se sitúa en lograr la aquiescencia a quien esgrime un relato cuyo objetivo no es otro que lograr adhesiones emocionales y, con ellas, el reforzamiento de vínculos identitarios, la verdad de los mismos hechos pasa a ser irrelevante al verse desplazada por una interesada construcción que sobre ellos, inventando al respecto lo que haga falta. Si el resultado encaja bien en los cauces de la espectacularización mediática de lo político, el éxito se considera logrado, por más que haya entrañado el desplazamiento de la inteligencia emocional de la que hablara Goleman a una emotividad irracional puesta al servicio de la ley del más fuerte. Ésta, en definitiva, es la que priva en una sociedad que ve impasible cómo el capitalismo cínico, ni siquiera necesitado de sofisticadas coberturas ideológicas, contamina toda la vida social hasta hacer que la democracia misma se vea corroída por un cinismo político que la destruye.
Es bajo el régimen antidiscursivo y, de suyo, antipolítico de la “posverdad” como el fenómeno Trump ha logrado llevar a la presidencia de EEUU al tipo que encarnaba el más acentuado populismo de derechas, machista y racista a un tiempo, sirviéndose de una demagogia capaz de encandilar a millones de votantes. No hace falta recordar que también se cuenta entre los efectos de la “posverdad” el Brexit, pero no hay que dejar atrás en el cómputo el auge de la demagogia xenófoba y de las narrativas ultranacionalistas que con tanto furor se han desatado en muchos países europeos. Después de todo, no es descabellado pensar que lo que podemos llamar trumpismo es un fenómeno global en el que se reedita a la escala del mundo globalizado aquella patología comunicativa que Orwell diagnosticó como el “doble pensar” de la neolengua. Si el autor de 1984 vio hasta dónde llegaba la perversión de la comunicación bajo un poder totalitario que sacrificaba la verdad en aras de su dominio, el actual papanatismo hacia la “posverdad” vuelve a traer al centro del debate la relación entre verdad y poder. Mucha tinta se ha empleado en desentrañar relación tan estrecha como multiforme, y si de ella se ocuparon clásicos contemporáneos como Nietzsche y Marx, el asunto viene de tan lejos que no dejó de tener presencia en los materiales míticos que nos han llegado como legado de una tradición que los guarda cual tesoros dispuestos a una adecuada interpretación que no mate su verdad. Los conocidos relatos en los que Pilatos, en los textos evangélicos, es figura paradigmática, o en donde Caín, en la literatura veterotestamentaria, es personaje clave, muestran que la problemática de la verdad viene de lejos, y que la hipocresía y el cinismo que encuentran las formas recicladas de la “posverdad” son realidades muy antiguas en la historia de la humanidad.
- Marx y Nietzsche nos pusieron sobre la pista: conocimiento interesado y voluntad de poder tras las pretensiones de verdad
Marx, antecediendo con su “crítica sin contemplaciones” al “filósofo del martillo”, puso de relieve el carácter interesado de lo que quiere pasar por conocimiento verdadero. El poder, socialmente estructurado y políticamente institucionalizado, desde las apoyaturas económicas en que se asienta, induce la producción ideológica necesaria para encubrir, justificar y legitimar la realidad social establecida. Los intereses de quienes ventajosamente están en situación de dominio en el seno de esa realidad son los que ponen a su favor los mecanismos ideológicos que generan la “falsa consciencia”. Lo que se presenta como verdad desde la religión a la política, pasando incluso por la filosofía y la ciencia –no ajenas al encubrimiento ideológico–, no pasa de ser el producto del engaño socialmente organizado en una realidad «alienante» que injustamente gravita sobre la explotación económica, base del dominio de unos hombres por otros. Intereses socialmente articulados no quedan lejos de la voluntad de poder que Nietzsche rastrea tras sus múltiples derroteros.
El posterior eco de Nietzsche llega hasta nosotros. Imposible no escucharlo cuando los adalides de la “posverdad” usan megafonía. El diagnóstico nietzscheano fue que lo que opera tras la voluntad de verdad es la voluntad de poder. De qué verdad se trata en cada caso depende del poder que la promueva. Y si el poder no es unívoco, sino que se ve distorsionado en medio de los conflictos de poderes hasta incluso quedar camuflado tras la impotencia, como poder vuelto contra sí mismo en el hombre que maltrata su humanidad, en la vida que niega sus propias fuerzas invirtiendo su sentido, tampoco la verdad presenta una sola cara. La ambivalencia del poder es la que se expresa en el enmarañamiento de valor y contravalor en torno a la verdad. La verdad y la mentira van juntas, como siamesas que se parasitan, para meternos desde el principio en el juego de las apariencias.
Vista así, la búsqueda de la verdad es continuo sucederse de falsas ilusiones que gravitan sobre el olvido. Pero permite que nuestros errores, necesarios errores, sean ventajosos para la supervivencia. La presunta verdad, que resulta desvelada como «no-verdad» por su carga ilusoria, refuerza su valor supervivencial desde que se vincula al bien y al mal –cuestionarlo radicalmente es colocarse, como propone Nietzsche, “más allá del bien y del mal”–. La voluntad de verdad es ardid de la voluntad de poder. ¿Exageración? Desmesura para no pasar por alto lo que es su fondo de verdad, esto es, que las pretensiones de verdad están vinculadas al poder y que, al hilo de esa vinculación, verdad y mentira van entrelazadas.
Con todo, en el decir nietzscheano se vislumbra una verdad en otro sentido, quizá la verdad del sentido como nuevo significado de una verdad “verdaderamente humana”. Tras poner en duda el valor de la verdad, Nietzsche promueve otro concepto de verdad cuando, suponiendo una voluntad totalmente distinta a la recusable voluntad de lo verdadero, apela a los «hombres verídicos» dispuestos a nuevas posibilidades de vida. Pero, si con la pretensión de verdad va la posibilidad de mentir, ¿cómo y por dónde seguimos, cuando ya hemos sido obligados a reconocerlo? La voluntad de verdad no es ajena a la voluntad de poder: ¿qué nos queda por hacer en torno a la verdad y con el poder? Las pistas nietzscheanas tenemos que aprovecharlas para ir más allá de Nietzsche, tomando pie de sus mismas declaraciones, en una suerte de transmutación de quien proponía la «transmutación de todos los valores». Así, podemos pensar que, efectivamente, tras la voluntad de verdad opera la voluntad de poder, para plantearnos a continuación de qué poder se trata. Esto último es lo que Nietzsche no dejó clarificado –en su concepción del poder, la capacidad quedó absorbida por el dominio, con el que acaba identificando todo poder–.
Si distinguimos entre errores y mentiras en relación a la verdad, podremos avanzar hacia cuál es la verdad que podemos sostener al subsanar nuestros errores y cuál la que debemos mantener para hacer frente a la mentira. Nietzsche percibe que lo verdadero y lo bueno, por más que se distingan sus esferas, no están tan lejos, toda vez que es la misma voluntad de poder la que los afirma como valores. Podemos tomar radicalmente en serio su mensaje para afirmar que voluntad de verdad e intención moral se coimplican, hasta el punto de que “verdad y mentira en sentido extramoral” no es lo último a lo que genealógicamente podemos llegar, sino que a lo sumo es una nihilista estación intermedia hacia la consideración más honda de verdad y mentira en su sentido moral. No hay verdad al margen de exigencias morales, ni moralidad sin compromiso con pretensiones de verdad. La indiferencia moral de la “posverdad” forma parte de su engaño: es inmoral.
- Hipócrita indiferencia ante la verdad: complicidad del poder con la mentira. El «síndrome de Pilatos»
La voluntad de verdad anida en nuestro lenguaje y desde él nos hacemos la pregunta acerca de la verdad misma. A la cuestión de la verdad se accede por muchos caminos, porque la verdad, como el ser –según podemos expresar desde Aristóteles–, se dice de muchas maneras. Sin embargo, no todas las vías de acceso son equivalentes; unas nos sitúan mejor que otras para afrontar una pregunta que nunca deja de estar envenenada.
Si desde hace milenios contamos con indagaciones sobre la verdad, también llegan hasta nosotros narraciones que recogen el problema, así como los modos en que es eludido. Es el caso, por ejemplo, de la escena de Jesús de Nazaret ante Pilatos, en el evangelio de Juan (Jn 18,28-19,16). Pilatos hizo la pregunta que tantas veces nos formulamos: “¿qué es la verdad?”. El relato es significativo por lo que en él se apunta en cuanto a la índole de la verdad, a sus condiciones, a su reverso de mentira, en medio de una situación donde la presencia del poder es patente. Recordemos que, hecha la pregunta, Pilatos, cerrándose a la respuesta, “se lavó las manos”, como relata otro evangelista (cf. Mt 27,24), realizando un gesto de purificación de quien quiere alejar de sí toda culpa, por el que pasa a la historia como figura simbólica de quien se desentiende de lo que le concierne.
“Lavarnos las manos” o “mirar para otro lado” es lo que hacemos cuando no queremos asumir responsabilidades. Es lo que hizo Pilatos ante la escandalosa presencia de un hombre torturado para el que injustamente se pedía pena de muerte. Pilatos entreveía la inocencia del acusado o, como romano habituado a los matices de un derecho muy elaborado, al menos no le constaba que fuera culpable, según subrayan tanto los evangelios sinópticos como el de Juan (cf. Mt 27,18-24; Mc 15,10; Lc 23, 4 y Jn 18,38). Trató de evitar la condena, pero la astuta falsa acusación que le plantearon le puso contra las cuerdas, pues el no aceptarla afectaría a su carrera política. Al final, transige con un asesinato legal, bajo la farsa de un juicio sin garantías. Después de todo se trataba de un conflicto entre judíos que para nada afectaba al poder de Roma, aunque sí pudiera afectar a su poder personal el cómo se resolviera. La razón de Estado aconsejaba evitar tumultos y la particular razón estratégica, no meterse en líos. Para qué dar la cara por una víctima inocente; se podía salvar la “buena conciencia” presentando la alternativa de liberar a Barrabás, revolucionario zelota muy querido por el pueblo. Pilatos, en definitiva, no era ni más malo ni más bueno que otros; simplemente no tuvo el coraje de resistir y se refugió en la indiferencia.
¿Qué pasó, sin embargo, con la pregunta de Pilatos por la verdad? Sencillamente que él no pudo captar la respuesta, la cual no se limita a lo que explícitamente Jesús le dice, sino que implícitamente continúa después –y, en general, en su perspectiva teológica, a esa pregunta quiere responder todo el Cuarto evangelio–. Tal dialéctica de pregunta y respuesta tiene una lectura adecuada: la actitud de Pilatos bloquea la posibilidad de respuesta. Desde la indiferencia hacia el otro se cierra la posibilidad de respuesta, se anula la voluntad de escucha y, con ella, la voluntad de verdad. ¿Qué verdad se puede asumir cuando uno “se lava las manos”? Cualquier verdad se diría en falso y sólo serviría para tapar la vergüenza de quien miente. Y no hace falta que lo haga descarada y groseramente; basta la ficción interesada –como, por ejemplo, la de una cobertura legal–, que induce a error, por más que perjudique a otros, para que estemos metidos en la dinámica de la mentira, a la que tanto recurre el poder –es decir, quienes detentan el poder para ejercerlo como dominio–.
Lo que podemos llamar el “síndrome de Pilatos” es fácil encontrarlo en la historia, entre nosotros mismos. No nos queda lejos ese indiferentismo moral, ni la irresponsabilidad que cierra el paso a la verdad, ni la seducción de un poder que se absolutiza por encima de otros valores y, en especial, por encima de quien es único acreedor a la condición de valor absoluto –inconmensurable con el valor de las cosas traducible en precio, y sólo expresable en términos de dignidad: cada individuo en su humanidad, fin en sí mismo que, como señalara Kant, no debe sacrificarse a nada como medio–. Ése, desgraciadamente, no es el caso bajo el “síndrome de Pilatos”, en el que se evidencia la complicidad del poder con la mentira. Y cuanto más se absolutiza el poder, más se opone a la verdad. No hay nada más falso que esa absolutización que siempre conlleva la mitificación de una realidad humana desquiciada más allá de sus límites –sea de la razón misma, de la ciencia, del Estado, del mercado, de la nación, de la religión…, hasta del mismísimo Dios–, que acaba sirviendo para la justificación de la barbarie. Y si Pilatos estaba instalado en la absolutización del poder y, al amparo de él, en la sacralización de sus propios intereses, los que pedían la muerte del inocente también lo estaban en la absolutización del poder, con el agravante del carácter resentido de quienes se hallan sometidos al poder que legitimaban el Templo y la Ley idolizados –lo que el Nazareno había puesto en cuestión–. El choque con el poder, con las redes de poder de la época, se vio venir y se fue recortando el espacio para la verdad. Cuando se impuso la mentira, el camino quedó expedito para la violencia hasta la muerte.
- Mentira y violencia: urdimbre cínica en el “síndrome de Caín”
¿El poder-dominio ha de acabar siempre con la verdad? ¿Cómo abrir el espacio para la verdad, de forma que no la ahogue el poder de la mentira? Si la humanidad, vista desde Nietzsche, no puede desprenderse de su voluntad de poder, puesto que le es constitutiva, ¿qué hacer? ¿Es posible transformar el poder más allá del dominio, más allá de la mentira? Se acumulan los interrogantes y con ellos se agudizan las sospechas, máxime si nos empeñamos en reflexionar sobre la verdad en sus relaciones con el poder. Porque, ¿se puede ejercer el poder, o simplemente sobrevivir en medio de los conflictos, luchas por el poder, sin entrar en la mentira? El realismo político dice que no. Si no queremos adentrarnos en la más elaborada trama de Hobbes, nos podemos dar por satisfechos con las indicaciones –¿cínicas?– expuestas en El príncipe de Maquiavelo. O dar el salto, siguiendo el rastro al pensamiento político burgués, hasta Max Weber, el cual advierte de que quien se dedique a la política tiene que estar dispuesto a hacer “un pacto con el diablo”, requisito para el ejercicio de la vocación política –¿y, en ese caso, quién llama, si atendemos a la etimología latina de “vocación”, o de qué hacemos «profesión», que en principio se entendía “de fe”, si atendemos a otras connotaciones del vocablo alemán “Beruf”?–.
De nuevo podemos volver sobre el texto del cuarto evangelio y recoger las alusiones que allí se hacen al diablo. No se presenta ubicado en ningún trasmundo o viniendo de un extraño reino del mal, sino que a la figura mítica de Satán se presenta bajo el perfil del “espíritu de la mentira” (cf. Jn 8,44): Satán es, y lo puede ser cualquiera, “el que acusa en falso”, esto es, el que miente sobre otro, difama o calumnia, para destruirle, para aniquilarlo, por más que invoque a Dios –a quien, por cierto, «nadie ha visto jamás» y miente quien dice que le conoce si no ama a quien efectivamente conoce, que es su hermano (cf. 1 Jn 4, 12 ss.)–. Está visto que el colmo de lo satánico se da desde el seno de la religión o convirtiendo en funcionalmente religiosas otras cosas, como la política, de la misma manera que las mayores mentiras no pueden presentarse sino bajo apariencia de verdad. Lo cierto es que la mentira es la puerta de la violencia, y pactar políticamente con la mentira es estar en la antesala de la guerra –lo cual se confirma en todas las guerras–.
No hay que olvidar, por otra parte, que si, negociación tras negociación, vamos asumiendo sin más la necesidad pragmática del mentir diabólico, al final habremos dejado atrás hasta el “síndrome de Pilatos”. Después de todo, éste es la forma liviana de otro síndrome más agudo, más nefasto, más deshumanizante: el «síndrome de Caín», el que entraña la fraternidad rota, la solidaridad imposible, de una humanidad en guerra, en la facticidad humana del matarse unos a otros (cf. Gn 4). Y de nuevo el asesinato, incluso vinculado religiosamente a lo sagrado –a lo que se sacraliza: el éxito sacrificial de Abel suscitó los celos de Caín, que acabó “sacrificando” a su hermano–, va acompañado del engaño, incluido el autoengaño, pues es necesario creerse las propias mentiras: hasta ahí llega la tensión de la verdad. Caín, que tampoco era más malo que otros, asesinó a su hermano y después de nuevo mintió –dijo no saber nada de él–, desentendiéndose irresponsablemente de lo que le concernía –“¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9)–. Con su arrogante indiferencia trató de cubrir la mentira que tapaba su crimen.
Siendo una humanidad cainita puede pensarse que no poco hemos ganado superando el “síndrome de Caín” para quedarnos en el «síndrome de Pilatos»; es más, padecer el segundo quizá nos haya librado del primero, al igual que, según Freud, las más llevaderas neurosis colectivas nos libran de las individuales. Así puede ser en general, salvo excepciones, sean las de los neuróticos o las de los criminales, ¿pero cuantas veces no nos asombramos constatando que «el asesino era un hombre normal»? Afortunadamente también existen excepciones de signo positivo: genios, profetas, santos… Pero el caso es que, como Pilatos, ahí estamos, en la indiferencia, bloqueando la verdad, cerrando el paso a la justicia. Es un equilibrio tan precario que de Pilatos a Caín la distancia es muy corta; cualquiera puede recorrerla. Para no ser cainitas no nos podemos quedar como Pilatos. Necesitamos desbloquear la pregunta por la verdad, primero con los hechos, y para tal desbloqueo es imprescindible un nuevo “giro copernicano”, poniendo la teoría al servicio de la práctica. Para sobrevivir, por dignidad. Es una cuestión de justicia.
- ¿Qué es la verdad? Una cuestión de justicia, en primer lugar.
La pregunta de Pilatos nos ha encaminado a afirmar que donde no hay justicia no cabe la verdad. La vinculación entre verdad y justicia aparece destacando las implicaciones morales de toda pretensión de verdad. La dimensión práctica de la verdad prima sobre su dimensión teórica, siendo la primera condición para la segunda, por más que estemos acostumbrados a considerar la problemática de la verdad sobre todo desde el prisma del conocimiento.
Lo verdadero se contrapone a lo falso, pero la falsedad se presenta en dos figuras distintas: el error y la mentira. La pretensión de verdad emerge en primer lugar como empeño contra la mentira. En un segundo momento nos disponemos a combatir nuestros errores. Éstos, con un conocimiento más «adecuado» de la realidad, se subsanan. El descubrimiento de la mentira, en cambio, es traumático, quebrando la confianza en la que se asentaba la comunicación. En tanto que estamos sumidos en errores no hemos logrado un conocimiento verdadero, pero en la mentira quedan cercenadas condiciones fundamentales para la verdad.
Hoy, precisamente cuando se consolida el tramposo juego que tiene “posverdad” como rótulo, nos damos cuenta de la necesidad, por dignidad y por supervivencia –en peligro por el escamoteo de la verdad de los hechos–, de hacer frente al engaño socialmente organizado. Éste es el que se ofrece al hilo de elaboraciones ideológicas que, desde el encubrimiento de la realidad, pasan a pretender justificarla. Es el mecanismo de la hipocresía social de un sistema que se resiste a mirarse en el espejo que le devuelve la imagen de su deshumanización. Las ideologías, en sentido marxiano, funcionan como un encubrir que guarda las apariencias. Y en la medida en que éstas operan se cae bajo el encantamiento de su fetichismo, como en el fetichismo idolátrico de las religiones y como sucede con el “fetichismo de la mercancía” que opera en el capitalismo y en su religión del mercado. Pilatos encarnaba esa hipocresía que buscó refugio en la ideología de una temprana “razón de Estado” para salvar los propios intereses. El secreto de la indiferencia de Pilatos ante la verdad era su nada indiferente posición respecto a lo que de suyo le interesaba. Confluyendo desde intereses diversos, otros muchos entraron en el juego, creyendo que actuaban en su propio beneficio –eligiendo la libertad de Barrabás, por ejemplo– pero inclinando la balanza hacia un sistema de poder que se imponía a todos como dominio. Vale para tal situación la fórmula que utilizara Marx: “no lo saben, pero lo hacen”.
La dinámica etiquetada como “postverdad” supone en nuestro tiempo una vuelta de tuerca sobre la hipocresía que funciona socialmente desde una ideología dominante. Ya no interesa tanto guardar las apariencias, puesto que la lógica del poder, dada la entidad de los poderes actuantes, conlleva un despliegue de la ley del más fuerte que se presenta al desnudo en la vida social. Con un neoliberalismo culturalmente hegemónico, el capitalismo no gasta energía en cobertura ideológica. Se muestra obscenamente en sus palmarias contradicciones. La “posverdad” que le acompaña es engaño cínico, ficción bajo la cual todo opera sabiendo que lo es, es decir, mentira consentida, a la cual habría que aplicarle una adecuada reformulación del mencionado lema usado por Marx: “lo saben y, a pesar de ello, lo hacen”. Lo ideológico, así, pierde sofisticación, pero gana rotundidad en cuanto a su eficacia. El cinismo no se anda por las ramas. Quien lo practica hace como Caín cuando con su insolencia, sabiendo que se sabía que fue él quien mató a Abel, dijo: “¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. No obstante, si ese cinismo opera conociendo de antemano lo que la crítica de las ideologías ha ido desvelando –puesto de relieve en los análisis de Peter Sloterdijk en su Crítica de la razón cínica–, no por ello deja atrás un fetichismo más sutil –sacado a la luz por Slavoj Žižek en El sublime objeto de la ideología–, el cual conlleva quedar atrapados en el juego perverso de una demagogia encubridora que sigue ocultando el secreto del sistema de poder económico-político en el que estamos inmersos. Es por ese fetichismo por el que, con ignorancia culpable, como diría Kant, nos desentendemos del imperativo moral para decir “¿acaso soy yo el guardián de la justicia debida?”.
Frente a los devaneos en términos de “posverdad”, hay que hacer valer que, efectivamente, la verdad es antes que nada una cuestión de justicia. Todos sabemos que la verdad que nos es necesaria, incluso la verdad teórica que nos es pragmáticamente necesaria, queda torpedeada por la mentira. El problema del error, por tanto, con toda su importancia en cuanto a las pretensiones de verdad del conocimiento teórico, no es ni lo primero ni lo último. Ante él cabe recordar que la razón teórica, como enfáticamente subrayó Kant, se debe a la primacía de la razón práctica, la cual se reconoce una vez establecida la distinción entre ambas, haciendo ver que se trata de la misma razón en la diversidad de sus funciones.
Sin duda, hace falta un nuevo paradigma para reenfocar el problema de la verdad: el paradigma dialógico del lenguaje. La verdad no puede ser sino resultado cooperativo desde la intersubjetividad dialógica, logrado además en la perspectiva de un nosotros abierto, dispuesto incluso a rebasar sus fronteras lingüísticas –la traducción es posible–. No cabe una verdad “sólo para nosotros”, pues el compromiso con la verdad implica el mantener las pretensiones al respecto con razones susceptibles de ser compartidas por todos.
Es cierto que si la pretensión de verdad se reafirma en clave de intersubjetividad dialógica, ésta, como han puesto de relieve Apel y Habermas, entraña la revalorización del acuerdo o el consenso como criterio de verdad. Lo que podamos pretender como verdadero tiene que responder al acuerdo entre quienes interactuamos comunicativamente. Y la verdad, además, como todo lo humano, es histórica. Llevaba Hegel razón en cuanto a que sólo en la historia maduran en cada caso las condiciones que nos permiten ganar lo verdadero. Desde la intersubjetividad no cabe verdad absoluta y ya el pretender alguna verdad concebida en tales términos nos sitúa bajo el “espíritu de la mentira” que cierra el paso para sostener desde nuestra finitud pretensiones de verdad que nos sirvan y nos dignifiquen.
El carácter del consenso como criterio regulativo exige replantear otros, por ejemplo el de la correspondencia, no entendiéndolo como adecuación mecánica del concepto a la cosa, sino como el «ajuste» que logra nuestro pensamiento a la realidad en la que él mismo se ubica, correspondencia simbólicamente mediada. La coherencia también resulta replanteada como consistencia de los enunciados en teorías, o de las máximas y principios en el campo práctico. La evidencia también hay que tenerla en cuenta como apoyatura para lo que estimemos verdadero, pero liberándola de las trabas de una conciencia ingenua proclive al autoengaño. Hasta el rendimiento pragmático de nuestros conocimientos se tiene en cuenta como criterio, pero sin reduccionismo del problema de la verdad a una cuestión de utilidad.
El consenso por sí mismo no hace la verdad, ni ésta se puede identificar sin más con él. Sí es cierto, en cambio, que fuera de su búsqueda no es posible mantener pretensiones de verdad. El consenso es, por ello, el «lugar de la verdad». No sólo se trata de un lugar epistémico, sino que se trata también de un lugar moral. La necesaria búsqueda de acuerdo exige el reconocimiento de todos los demás como interlocutores válidos, respetándolo en la dignidad que implica su derecho a tomar la palabra. El consenso como «lugar de la verdad» se apoya en exigencias incondicionales de reconocimiento de la alteridad.
Puesta de relieve la dimensión práctica de la verdad –nos permite hablar de “verdad moral”– al ver ésta como una cuestión de justicia quedamos obligados al restablecimiento de condiciones de vida digna para todos, que es lo que entraña un objetivo de justicia, para que se abra paso la verdad. Sin atender a exigencias morales de reconocimiento del otro estamos bajo situaciones de dominio en las que los errores palidecen al lado de las mentiras que ponen en marcha los que se hallan en posición de ventaja para la salvaguarda de sus intereses. Propiciar el encubrimiento ideológico implica una quiebra culpable de la voluntad de verdad, la cual llega a lo que hoy denunciamos como trampa de la “posverdad”.
Desde la intrínseca correlación entre verdad y justicia aparece la cuestión radical, tal como la formula Levinas: “¿por qué el bien y no el mal?”. Como dice desde el arranque de su obra Totalidad e infinito, afrontarla supone encarar la cuestión de “saber si la moral es o no una farsa”. Sólo si no lo es, podemos tomarnos en serio la verdad a la vez que nos tomamos en serio la justicia. Para ello tenemos motivos y razones en el espacio para la verdad en que nos sitúa el otro que, desde su alteridad, nos interpela y nos obliga a la responsabilidad.
Para Lévinas, “la verdad supone la justicia”. La exigencia de justicia, como previa y condicionante, nos hace hablar de la verdad de la justicia como la verdad del sentido. Esa verdad que se revela con el otro, porque es revelación del otro, hace posible el conocimiento de las realidades de nuestro mundo. A esta otra dimensión corresponde lo que logra fijarse en lo dicho, mientras que aquella primera se mueve en la onda del decir. Éste se configura como discurso de la verdad que se testimonia, diferente de la verdad de lo dicho (proposiciones, teorías y sistemas), que se verifica, se comprueba, se demuestra… Ese «sentido testimoniado» es el que se vivencia desde la responsabilidad del uno para el otro definitoria de nuestra humanidad, que en verdad nos constituye como sujetos.
En De otro modo que ser, Lévinas insiste en la responsabilidad para con los otros que nace en la relación en que somos interpelados, no se agota en el cara-a-cara. La proximidad se abre a la projimidad por la irrupción del tercero, otro del otro, desde el que la demanda de justicia se hace más densa, recordando que el mismo amor interpersonal entre dos tiene como condición moral a esa justicia a la que apela el tercero. Es éste, y la condición de todos como «terceros», lo que sitúa la socialidad en el orden político, al cual hay que llevar la exigencia de justicia. La organización política de lo social, la búsqueda de la justicia, requiere la representación, el cálculo, el conocimiento objetivo, incluido el del hombre y la sociedad, que podemos considerar verdadero. Todo ello con ese enfoque de la justicia en cuanto exigencia moral que ha de marcar las reglas de un ámbito político, con su legalidad e instituciones, que siempre es nuestra responsabilidad. Así nos situamos en las antípodas de la política que la “posverdad” ampara. Es posible una «política de verdad» con sentido.
- Entre la justicia y el poder: contra la mentira y frente al cinismo, «verificación política» de nuestras democracias
¿Cómo mantener exigencias de justicia en medio de tantos conflictos de intereses? ¿Cómo sostener el empeño a favor de derechos humanos para todo si no es desde el convencimiento de mi previo deber de velar por los derechos del «otro hombre»? Tiene que ser verdad el sentido que en todo ello está en juego, de lo contrario no hay moralmente nada que hacer. ¿Por qué, si no, hemos de tratar de llegar a acuerdos con los demás, como los de la democracia? ¿Por qué, si no, he de renunciar a intereses hasta legítimos –“a quitarme el pan de mi boca”, llega a decir Lévinas– para responder al otro que me interpela?
Sin el sentido de la «verdad moral» nos hundimos en la barbarie. Dicha verdad no se sostiene con los mismos criterios que la verdad en otros sentidos –ni verificación empírica, ni demostración, ni fundamentación deductiva, ni fundamentación trascendental…–. Tiene su condición en la justicia, su criterio en la responsabilidad y su contenido, inseparable de la “humanidad” que se me “revela” desde el otro que me cuestiona. Su sentido no está dado de antemano, ni garantizado; es el sentido que se testimonia, esto es, del que se da fe moralmente, y así se «verifica»: verificación ética y no al modo de la contrastación empírica, puesto que su valor de verdad depende de la praxis que responde a ella y que responde de ella
La «verdad moral» hemos de llevarla a la política para inyectar en nuestras mortecinas democracias, conformistas y alienadas –hay alienación del ciudadano que fácticamente se despoja de esa condición, quedando reducido a consumidor, también consumidor en el mercado político de las ofertas electorales–, la savia moral que puede revitalizarlas. Tomarse la democracia en serio, como dice Paolo Flores, insistiendo en que conlleva tomarse a los individuos en serio, es tarea de los mismos individuos como ciudadanos.
Una política de verdad, esto es, orientada desde el punto de vista moral hacia objetivos de justicia es necesaria empresa paradójica. Se trata de humanizar una política que no deja de organizarse como estructura de poder, mas inyectando la pretensión de hacer avanzar la «civilización» del poder, recortando al máximo su componente de dominio. Sin embargo, la organización política estatal, aun en el más escrupuloso Estado de Derecho implica la coacción que precisamente el derecho supone, lo que Weber enunció como “monopolio de la violencia legítima”. Así, el espacio de la democracia constitucional se delimita entre la justicia como objetivo y el poder como medio.
¿Cómo lograr el equilibrio entre fin y medios, para que los medios no absorban el fin y, luego, de rebote, el fin no justifique los medios? Es ahí donde se inserta el compromiso político moralmente motivado, orientado éticamente si no quiere naufragar en cuanto a su sentido. Una ciudadanía activa, crítica y solidaria es la que puede poner el poder, como capacidad colectiva, al servicio de la justicia. Esa es la verdad de la política: su verdad moral, ciertamente, sin la cual deriva en negocio, como decía Horkheimer, y de la cual podemos decir que es “metapolítica”, puesto que viene de fuera de la política a darle el sentido que la sola dinámica del poder no le confiere.
Esa «verdad moral» relativa a nuestra humanidad es baluarte ético para resistir a la barbarie, a todo lo inhumano que nos deshumaniza. La barbarie necesita de la mentira. El sacrificio de la «verdad factual», tal como se promueve bajo el rótulo de “posverdad”, no hace sino negar los hechos, deformando la historia e imposibilitando la memoria, todo ello como consustancial a la barbarie que se induce, se tolera o se lleva a cabo políticamente. Las experiencias de resistencia, de testimonio de todos los que han arrostrado la lucha desigual frente a la barbarie de los sistemas totalitarios y tantas dictaduras como nuestra humanidad ha conocido, muestran que sin la apoyatura de la «verdad moral», las razones que nutren la propia convicción, no se puede resistir a la mentira organizada. El mensaje a retener, por tanto, es que hay que ser vigilantes frente a las formas livianas de barbarie, como las que alentadas por la demagogia se incuban en sociedades democráticas que entre el consumismo y la tecnocracia descuidan sus instituciones políticas, ahogan el ejercicio de la ciudadanía y asfixian la autonomía de los sujetos, si queremos estar listos para reaccionar frente a las formas brutales en las que la quiebra del derecho conduce a la violencia irrestricta capaz de llevar la negación del otro –y con ella la destrucción de uno mismo– hasta el asesinato. ¡Atención, pues, dado que es fácil reeditar la barbarie de Pilatos y deslizarse desde ella a la barbarie de Caín! Coartadas no faltan. La “posverdad” las sirve en bandeja.