domingo, diciembre 8, 2024
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Esperanza paradójica para un tiempo distópico

La categoría simbólica de ÉXODO convoca siempre a la esperanza. El recorrido, existencial para cada una de las personas e histórico para los pueblos y la humanidad en su conjunto, desde la esclavitud a la libertad, desde la opresión a la justicia, desde la guerra a la paz…, no puede acometerse sin la esperanza como afecto movilizador. Sea desde la experiencia de la fe en un Dios liberador, sea desde la convicción acerca de los potenciales humanos para la emancipación -sea desde el entrecruzamiento entre esos dos vectores-, el proceso en el que nuestro mundo se reconfigura de continuo se entreteje con los hilos históricos en los que el sentido de la vida humana fragua en redes de convivencia. Así es en permanente lucha con lo negativo de la misma historia y en ineludible confrontación con nuestros propios límites.

Son muchas las causas de que el sinsentido sea una amenaza constante, tanto más cuanto eso amenazante no es sólo lo malo que nos pueda acaecer, sino el mal que los humanos somos capaces de hacer. La densidad de lo negativo hace dudar del sentido con que podamos vivir nuestras existencias, corroyendo la esperanza en la deriva desde el escepticismo hasta el nihilismo más devorador. La literatura apocalíptica que encontramos en la Biblia fue vía de reconstrucción simbólica por la que recomponer el revelado sentido de una historia en la que se enseñoreaba lo negativo, pero en la que, a pesar de todo, podía confiarse en una salvación futura.

Esperanza paradójica para un tiempo distópico  El Dios que salva podía estar escondido, pero su providencia no dejaba de hacerse presente por caminos inescrutables. Más difícil lo tienen los humanos confiados en sus exclusivas fuerzas, pero no han dejado de buscar en la inmanencia de este mundo los signos, al menos, de la esperanza en el logro de esas metas de las que depende que el devenir de la historia no se hunda en el absurdo. Pero siempre acecha el “último enemigo”, que es como Pablo de Tarso llamó a la muerte, el cual, además, cuando se presenta en el matarse fratricida de unos humanos hacia otros más difícil pone cumplir con la exhortación paulina de mantener la esperanza contra la desesperanza. ¿En qué punto estamos, en nuestro atribulado mundo, cuando las iglesias apenas balbucean su mensaje y el pensamiento desiste incluso del empeño de sostener las esperanzas respecto a la historia, como los filósofos Horkheimer y Adorno aún pudieron plantearse, en lo que a la cultura occidental se refiere, a pesar de una Ilustración muy cuestionada por los propios avatares desencadenados al hilo de su dialéctica?

Agotamiento de la esperanza en una modernidad que llegó a su fin

Al modo de la advertencia –“abandonad toda esperanza”- que en su Divina Comedia nos hace leer Dante a las puertas del infierno, cuando nos adentramos en la tercera década de este siglo XXI podemos tomarnos en serio esta leyenda que bien podría presidirla: “abandonad toda fe en el progreso”. No hay que forzar la paráfrasis, en tanto que esperanza utópica y confianza en el progreso quedaron entrelazadas -en perspectiva eurocéntrica- en los últimos siglos, permaneciendo así hasta que en el siglo XX ambas se vieron radicalmente cuestionadas. A pesar de guerras mundiales, sistemas totalitarios y Holocausto, los humanos –al menos los humanos occidentales- hemos seguido apegados a mitificaciones nuestras, como es aquella con la que se revistió la idea de “un avance hacia lo mejor”, según expresión kantiana. Lo propio de nuestro ahora, tras etapa que volvió a ser optimista –el despliegue tecnológico ha tenido en ello su papel-, es que la esperanza se disipa y la fe en el progreso está por los suelos. Ni siquiera necesitamos ficciones antiutópicas para imaginar futuros que no debieran ser; nuestro mundo es suficientemente distópico como lugar de lo negativo.

El siglo que empezó con el atentado yihadista de las Torres Gemelas como la más brutal variante de terrorismo global, tras pasar por la guerra de Irak, la invasión de Afganistán y otros conflictos sin visos de solución, se ha ido encontrando con sucesivas crisis que, a modo de azotes apocalípticos, han sembrado de zozobra el mundo globalizado en el que nos veníamos moviendo. A la crisis financiera de 2008, a la crisis climática y a la crisis sanitaria provocada por la pandemia de covid-19, se añade la crisis mundial provocada por la invasión rusa de Ucrania. Con la destrucción de ese país, más los efectos de carencias energéticas, hambrunas en otros muchos países, procesos inflacionarios en las economías del mundo y desestructuración de un precario orden global, puesto bajo riesgo de guerra mundial con amenaza nuclear como chantaje ejercido por el presidente Putin, tenemos un cuadro de pavorosos jinetes cabalgando sobre nuestras realidades de modo tal que induce a concluir que nuestro distópico mundo vive un momento apocalíptico. Así es no sólo por las catástrofes hacia las que pueden derivar los acontecimientos, sino por lo que de apocalipsis tiene todo lo que está ocurriendo en tanto que revelación –destacamos ese significado del término en su uso por el griego bíblico- de las fuerzas que determinan los procesos en curso.

El panorama que presenta nuestro mundo queda, pues, lejos de pasadas décadas en las que el florecer de la democracia en países que no lo habían disfrutado, o en los que se vio abortada por dictaduras, permitió pensar en un futuro de derechos humanos y avances políticos. Las crisis en las que estamos sumidos, incluida la crisis de la democracia en tantas latitudes en las que nuevas variantes del fascismo ganan terreno, nos sitúan en un contexto regresivo. Cuando podíamos pensar que nuestro mundo entraba en una fase en la que se abriría paso el cosmopolitismo de un multilateralismo pacífico, en la que el mismo Occidente tomaría conciencia de que no podría seguir con sus pretensiones de hegemonía, en la que un diálogo intercultural a gran escala daría paso a nuevas relaciones entre culturas y pueblos, en la que, en definitiva, se abrirían posibilidades para salvar el abismo entre centros y periferias, como apunta Boaventura de Sousa Santos en términos de nuevas formas y objetivos de justicia…, diríase que todo eso quedó aparcado.

Vale también para el Norte –en el sentido geopolítico de la expresión– lo que Enrique Dussel plantea desde el Sur como necesario paso a una etapa distinta, bajo un nuevo paradigma que deje atrás el de una modernidad llegada a su final con sus rémoras imperialistas y colonialistas –el reverso de su desarrollo capitalista–, dando paso a una transmodernidad como marco para una nueva convivencia a las escalas macro y micro de nuestras sociedades. Éstas están llamadas a ubicarse en una mundialidad distinta –es decir, justa–, superadora de una mundialización que ha dejado a muchos fuera en lo construido como globalización económica, a la vez que ha agravado patologías civilizatorias, como bien las señala Axel Honneth, de sociedades atrapadas entre el nihilismo cultural y el cinismo político, las cuales tanto inciden en lo que diagnosticó Adorno como “vidas dañadas” de los individuos.

Lo propio de nuestro ahora es que la
esperanza se disipa y la fe en el progreso
está por los suelos

¿Es posible reorientar nuestros modos de pensar y nuestras prácticas, a partir de las condiciones reales en que estamos? ¿Dónde y cómo encontrar motivos y razones para una esperanza que pueda alentar las opciones personales y los compromisos colectivos para reconducir un progreso que puede desembocar en desastre?

Para reconstruir la esperanza, repensar el progreso y replantear lo utópico

No es fácil rearmarse de esperanza en estos momentos. Incluso aquel “anhelo de lo totalmente otro”, que para Horkheimer expresaba el deseo de que “la injusticia no sea la última palabra”, se hace difícil de sostener cuando no deja de crecer el siempre escandaloso número de víctimas que injustamente pierden o les es arrebatada la vida. Incluso la fe sostenida desde convicciones religiosas se ve cuestionada cuando la esperanza tiene ante sí el calvario de este mundo como “viernes santo” de cuerpos masacrados, y no meramente del “Espíritu Absoluto” según el modo en el que lo racionalizaba Hegel.

Hay que insistir en que la esperanza no es fuente racionalista de la que
manan certezas

Hay que insistir en que la esperanza –afecto al que la razón crítica kantiana concedió el privilegio de ser irrenunciable para ella– no es fuente racionalista de la que manan certezas. Por ello, hablamos de la razonabilidad de la esperanza, la cual, desde una visión laica, asumible desde una perspectiva teológica crítica, puede definirse como “confianza en lo incierto”, según Erich Fromm la presentó en su Revolución de la esperanza. No es confianza ciega, ni lo incierto se hunde en lo imposible, sino “certidumbre en la realidad de la posibilidad”. Tal comprensión de la esperanza está en la misma onda que la de Ernst Bloch en El principio esperanza, vinculándola como docta spes a la intención que moviliza la praxis hacia lo que se entiende como “posibilidad real” –distinto de lo meramente probable– de lo que podemos pretender en cuanto a objetivos de justicia.

Es verdad que, encontrando en el éxodo bíblico un relato paradigmático –sobre él escribió Bloch para hacer ver la esperanzada y universalizable utopía que late en la experiencia de liberación que es núcleo originario del mesianismo judío–, la esperanza se mueve entre lo ya acontecido y lo todavía no logrado, para impulsar hacia metas susceptibles de una espera activa. Son éstas las que reclaman compromiso moral y alternativas sociopolíticas, incluyendo hoy demandas feministas y proyectos ecológicos para “salvarnos” con la Tierra, recogiendo además el impulso de una memoria que actúa como “chispa” que, al decir del filósofo Walter Benjamin, enciende una esperanza que viene de atrás con el recuerdo de quienes padecieron injusticias que nos llegan como deuda no saldada. De ahí que Herbert Marcuse, al final de su obra El hombre unidimensional, terminara diciendo que “gracias a aquellos sin esperanza –ya no pueden ver cumplidos sus anhelos– nos fue dada la esperanza”.

Si la esperanza es sentir razonable que convoca a la acción moralmente orientada, no por ello deja de ser “esperanza paradójica”, según expresión en la que Fromm no dejó de insistir. Ya es paradójico que esté situada entre la confianza y lo incierto –correlativo a la dialéctica procesual entre lo ya logrado y lo aún no conseguido–, pero a ello se añade que, alejándose del pesimismo, tampoco se lanza a un optimismo ingenuo. En tal sentido una esperanza paradójica está en sintonía con lo que Paul Ricoeur llamó “optimismo trágico”: confianza en que podemos avanzar hacia mayores cotas de libertad, igualdad y reconocimiento recíproco en dignidad –evitando la catástrofe–, sin por otra parte eludir la dimensión trágica de la existencia humana, con la cual nos confrontan los hechos de las tragedias históricas a las que derivan tantos dramas humanos.

   Una esperanza así vivida es incompatible con un progreso mitificado.Una esperanza así vivida es incompatible con un progreso mitificado. Por el contrario, replanteándolo como “progreso disruptivo” en un curso histórico que no se acomoda a una visión continuista del tiempo –cuyos acontecimientos, por lo demás, obligan a tener en cuenta las regresiones, a la vez que a pensar lo universal desde la “pluriversidad” sobre la que tanto hincapié hace Dussel–, si se habla de progreso en algún sentido defendible no es como progreso garantizado. Ningún teleologismo ontológico marca el devenir histórico, siempre abierto según las alternativas que en cada circunstancia se presenten. El sentido de la historia se nos presenta de continuo en su inerradicable fragilidad, tantas veces quebrada por lo negativo de la destructividad de la que los humanos somos capaces. La esperanza en clave teológica levanta la vista hacia una salvación trascendente, pero para la esperanza que la sola razón puede asumir, por más que considere imprescindible ese “punto de vista de la redención” al modo de una idea que ilumina nuestra condición mortal e historia finita contando con un deseo imperecedero, dicho punto de vista no es manejable conceptualmente, como Adorno y otros nos lo recuerdan.

Ni una esperanza paradójica, ni un progreso disruptivo –a lo sumo cabe hablar con Karl-Otto Apel de “progreso postulado”, esto es, el que debe haber, pero sin garantía de cumplimiento– permiten a su vez una utopía mitificada como visión de una sociedad idílica, con reconciliación plena en un mundo sin contradicciones… Dicha visión, propia de concepciones de lo utópico contaminadas por las visiones escatológicas de las que procedían, a causa de una desmitificación mal realizada, resulta insostenible, máxime cuando han dado lugar a muy desafortunadas realizaciones históricas que, pretendiendo el cielo en la tierra, acabaron en verdaderos infiernos. María Zambrano, desde su visión de lo histórico, con acierto critica el “endiosamiento” del ser humano que da lugar a “sueños que producen monstruos” (Goya).

El sentido de la historia se nos presenta
de continuo en su inerradicable fragilidad

Una “utopía reescatologizada” tiene su mala raíz en que éticamente olvida el mal y pasa por encima de la finitud humana. Para rehabilitar lo utópico, al menos como intención utópica que se haga valer en la reflexión crítica y en la acción política, teniendo en cuenta objetivos comunes de justicia y anhelos personales de autorrealización, no cabe más que pensarlo como resultante de un ejercicio desiderativo siempre sometido a crítica, de forma que la herencia mítica que porta no derive a mitificaciones en las que naufraguen las razones que de la esperanza debamos dar.

Y ya al final…, el “aguijón apocalíptico” se hace presente con mensaje insoslayable

Viene bien a una utopía no mitificada dejar sentir en sus carnes –las de los mortales de carne y hueso que somos, dicho al modo de Unamuno– lo que el teólogo Johann-Baptist Metz llamó “el aguijón apocalíptico”, esto es, la memoria que el Apocalipsis neotestamentario sitúa como esperanza de redención de las víctimas que han quedado arrojadas a los márgenes de la historia, cuando no masacradas en su trayecto. Es la memoria que hace presente además, salvando la distancia entre morir y ser matado, lo que significa la muerte para cada cual. La esperanza soteriológica en una trascendencia salvífica es la que se reactualiza en cada celebración de la fe, siempre que, como recuerda Metz, no derive a la falsa ilusión de inmortalidad de quienes mitifican el simbolismo de la resurrección tras devaluar el hecho de la crucifixión. Y si un mensaje de fe coherente y consecuentemente mantenido puede ofrecer a la esperanza un plus celebrativo y comunitariamente consolador, la razón crítica, desde la asunción de la finitud, recuerda constantemente que tampoco la esperanza religiosa deja de ser paradójica: no se la puede confundir con una oferta de seguridad dogmática. El recuerdo del ”abandono de Dios” –paradoja del mesianismo cristiano puesta de relieve por el salmo 22 exclamado por Jesús en la  cruz, a tenor de los relatos evangélicos– es puntal necesario para el reencuentro con nosotros mismos si queremos ser humanos esperanzados sin falsas ilusiones.

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