Escrito por
Javier Sánchez
Sociólogo y politólogo
En los últimos años, muchos ciudadanos presenciamos atónitos, e incluso diría impotentes, a la proliferación descontrolada de un bombardeo de información sesgada o deliberadamente falsaria que en buena medida emana del complejo ecosistema de Internet, pero que sin duda atraviesa a buena parte de los medios de comunicación tradicionales, como la radio y la televisión. El debate público acerca del fenómeno de las fake news se ha acrecentado tanto recientemente que el concepto ha llegado incluso a ser incluido en el Diccionario de Oxford como palabra del año en 2016.
Pero al margen de su presencia ya dominante como vocablo habitual del debate público, lo verdaderamente preocupante es la capacidad de influencia de este bombardeo incesante de desinformación sobre los ciudadanos. El denso nubarrón de mentiras y medias verdades que acompañaron procesos políticos como las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos –en las que se proclamó vencedor Donald Trump– o en Brasil en 2018 –que auparon al poder a Jair Bolsonaro–, o que posibilitaron el auge de partidos de extrema derecha en el Viejo Continente -particularmente explícito en nuestro país con el caso de Vox- ha puesto en alerta a muchos analistas políticos e incluso ha generado tímidos intentos políticos de ponerle freno a este fenómeno antidemocrático.
No obstante, lejos de ser algo novedoso, el concepto de fake news en el fondo designa una práctica tan antigua como la humanidad misma. No debería resultarnos ajena la asunción de que la mentira, la calumnia o la media verdad han formado parte de nuestros muy diversos ecosistemas sociales a lo largo de la historia.
Las fake news no son sino una adaptación “2.0”, digital, a la peor de las prácticas propagandísticas y/o pseudoperiodísticas de la historia de la humanidad: lo que definitivamente caracteriza este fenómeno es la disponibilidad de las tecnologías globales de comunicación, basadas en Internet, y el posicionamiento de los diversos actores políticos y sociales, así como de los medios de comunicación tradicionales dentro de este complejo mundo virtual, algo sobre lo que profundizaremos posteriormente.
Por extensión, podemos afirmar que la principal diferencia entre nuestro novedoso concepto de fake news y la tradicional desinformación o propaganda (política), en sus muy diversas formas y grados a nivel de la historia, radica en su existencia en el seno de una sociedad de la información/conocimiento o sociedad red -interconectada, global, virtual y sobreexpuesta a la información-, de una sociedad posmoderna en la que se difuminan las fronteras entre la veracidad y la falsedad.
No en vano, el fenómeno de las fake news se encuentra íntimamente conectado con otro concepto aparentemente novedoso en sus formas como el de la posverdad. En efecto, otra de las condiciones de posibilidad de florecimiento de las fake news se ancla en el cuestionamiento mismo del concepto de verdad y de racionalidad, es decir, en la naturaleza misma de una lógica social más allá de los hechos (postfactual) que pone en jaque el valor y la legitimidad de las grandes narrativas que hasta mediados del s. XX sustentaron y legitimaron las estructuras y la cultura humana.
El fenómeno de las fake news se encuentra íntimamente conectado con otro concepto aparentemente novedoso en sus formas como el de la posverdad
Esa sociedad que encuentra su origen en los distintos desarrollos académicos -más o menos hipertrofiados- de los postulados posmodernos esgrimidos por parte de autores como Feyerabend, Lyotard o Derrida. Precisamente debido a la liquidez (en palabras del sociólogo Zygmunt Bauman) que caracteriza nuestra sociedad actual, establecer una definición precisa sobre el concepto de fake news resulta harto complejo.
En sentido estricto, el concepto se remitiría exclusivamente a información claramente clasificable como falsa que es difundida deliberada y conscientemente, si bien es evidente que bajo este término se incluyen muy diversas formas de (des)información que no deberían ser objeto del mismo tratamiento legislativo ni por parte de la opinión pública. Además, muchas veces hemos sido testigos de la utilización del concepto como una suerte de escudo-excusa para no asumir responsabilidades tanto en el terreno político como empresarial o social.
En definitiva, las fake news constituyen un entramado (des)informativo enormemente complejo que, consideramos, se asemeja a los desarrollados en otros momentos históricos de infame memoria para la humanidad. Por ejemplo, la difusión de discursos de extrema derecha a través de la emisión constante de propaganda y de toda clase de bulos nos revela paralelismos entre procesos políticos contemporáneos como los comentados anteriormente y otros procesos históricos como el asalto pseudodemocrático al poder político por parte de Hitler, en el que la macabra e inhumana inteligencia del ministro Goebbels -puesta al servicio de una maquinaria propagandística constreñida al medio radiofónico y analógico- se antojó imprescindible.
Fíjense lo familiares que nos resultan algunos de los principios de la propaganda nazi a los ciudadanos que, por ejemplo, en España, asistimos espantados al espectáculo circense en que se ha convertido nuestro ecosistema informativo y comunicacional, así como al bochorno institucional al que someten algunas fuerzas o agentes políticos a nuestras instituciones democráticas de gobierno, con Vox como cabeza de lanza de dicho proceso degenerativo y antidemocrático.
- Principio de la exageración y de la desfiguración: consiste en otorgar un mayor peso o capacidad amenazante a alguna anécdota o acto -político o de otra índole- que en realidad no responde a dicha naturaleza.
- Principio de la vulgarización: implica adaptar el mensaje que se pretende difundir al nivel de la capacidad cognitiva o cultural más baja de todo el espectro de población al que potencialmente se puede acceder.
- Principio de orquestación: probablemente el principio más conocido de todos, coloquialmente conocido bajo el lema “una mentira mil veces repetida se convierte en verdad”.
- Principio de renovación: supone un intento de actualizar constantemente el flujo de acusaciones ante los adversarios, cercenando la capacidad de defensa o respuesta de los mismos.
- Principio de verisimilitud: otro de los principios más determinantes a la hora de comprender el fenómeno de las fake news, consistente en difundir una misma noticia a través del mayor número de medios posibles, revistiendo de un aura de falso rigor a la información en cuestión, o bien en camuflar un sesgo informativo evidente en el seno de una noticia cierta.
- Principio de la silenciación: consiste en minimizar el impacto en la opinión pública de los logros del adversario -o de los errores propios- difundiendo a través de medios afines noticias negativas sobre él, ciertas o no.
La capacidad de persuasión de estas perversas estrategias propagandísticas depende de dos grandes factores. Por un lado, en tanto que individuos biológicos, los seres humanos somos en cierta medida presas de una serie de sesgos cognitivos que juegan un papel determinante en la asunción de muchos de los contenidos total o parcialmente falsos que se encuentran en circulación en nuestro entorno (ciber)mediático y social. Dos de los más evidentes son el sesgo de confirmación y el sesgo partidista, que nos impulsan a seleccionar información que de alguna manera confirme nuestras creencias previas o que resultan favorables a nuestro grupo de referencia. Por otro lado, al margen de estas y otras constricciones psico-biológicas, nuestro posicionamiento en el seno de la sociedad híper-informatizada, bien como audiencia pasiva o acrítica, o bien como ciudadanos activos y críticos, determina la influencia que pueden llegar a ejercer las fake news sobre los individuos.
Como hemos expuesto más arriba, el fenómeno de las fake news no es nada novedoso en el fondo: siempre han existido noticias –en mayor o menor medida– falsas fabricadas con el objetivo de legitimar estructuras de poder y posiciones de privilegio socioeconómico o de minimizar el impacto de las potenciales amenazas a las mismas. Este elemento ha sido ampliamente estudiado, por ejemplo, dentro de los análisis marxistas acerca de los medios de comunicación como instrumentos de legitimación del capitalismo al servicio de la burguesía -primero- y de los grandes oligopolios financieros y entidades transnacionales -actualmente-. Ya en el mismo Marx encontramos una crítica explícita de la acumulación capitalista en torno a las industrias culturales, que son reveladas como instrumentos de dominación de clase, así como una denuncia del proceso de fetichización de la mercancía desarrollado en el seno del sistema capitalista.
Desde posiciones neomarxistas, los medios de comunicación fueron analizados y desvelados por la Escuela Crítica de Frankfurt como herramientas de acumulación capitalista e instrumentos de manipulación destinados a defender la ideología dominante e impedir transformaciones sociales. Más recientemente, el polémico filósofo, politólogo y activista Noam Chomsky, con la colaboración de algunos compañeros, ha venido ejerciendo una denuncia muy vehemente del control total o parcial que ejercen las élites capitalistas sobre una mayoría de medios de comunicación, a través de la financiación directa o de la publicidad.
No en vano, desafortunadamente la crítica de Chomsky dista mucho de ser desacertada. En España, por ejemplo, cuatro grupos empresariales controlan el 80% de las audiencias de televisión y radio: RTVE, Mediaset, Atresmedia y CCMA (en televisión), así como PRISA, COPE, Uniprex y Radiocat XXI (en radio). Sin embargo, nuestro país no es una excepción en el continente europeo, como señalaba en 2016 un informe del Centro Europeo para el pluralismo informativo y la libertad de prensa (ECPMF), más de la mitad de los Estados analizados concentraban la propiedad de los medios de comunicación en cuatro o menos empresas o entramados empresariales.
Al margen de esta concentración oligopólica de las empresas de información y comunicación, lo verdaderamente preocupante es la escasa transparencia existente en lo que se refiere a la financiación de estas, es decir, su conexión, por un lado, con los poderes públicos – por ejemplo, a través de contratos con administraciones públicas, publicidad institucional, etc.-, como por otro, con otras entidades privadas, generalmente ubicadas en la élite económica capitalista. Ante este escenario, se dificulta enormemente la capacidad del ciudadano de evaluar crítica y objetivamente la credibilidad y el rigor de los medios y se cercena gravemente la pluralidad informativa.
Ni que decir tiene que el remedio no puede pasar por un dominio político antidemocrático de la información. El ejemplo de la usurpación política de RTVE a manos de la mayoría parlamentaria de turno en nuestro país es más que suficiente para ilustrar los peligros que entrañaría un ecosistema informativo construido en torno a esta lógica. Se hace aquí especialmente pertinente rescatar y poner en valor uno de los elementos más acertados de la mejor tradición del liberalismo clásico (Stuart Mill entre otros) como es la advertencia frente a la grave amenaza a las libertades de prensa y de expresión que entrañaría un escenario así.
En España cuatro grupos empresariales controlan el 80% de las audiencias de televisión y radio
Con la llegada de Internet, este complejo entramado de (des)información y (anti)comunicación se hace más complejo. Teóricamente, la potencial capacidad de Internet de escapar a los intentos de control o censura -por ejemplo, de los Estados- contribuiría a un empoderamiento de la audiencia-ciudadanía, al facilitar el acceso a una diversidad casi absoluta de fuentes informativas y al establecer las condiciones de posibilidad para la transformación de los ciudadanos desde meros receptores a emisores de información de toda clase.
Sin embargo, la utilización masiva de páginas web, blogs y redes sociales que en muchos casos se encuentran bajo el dominio de los mismos agentes que controlan buena parte de los medios tradicionales de comunicación, contribuye a la protección de los intereses de los mismos, legitima los mecanismos de dominación basados en las mismas lógicas capitalistas comerciales/económicas y facilita la capacidad de frustrar los intentos de hacer uso de estas plataformas en favor de causas emancipadoras o de subversión del orden dominante.
La arquitectura de Internet potencialmente puede democratizar el acceso a la difusión de información al margen de los núcleos de poder mediático, político o económico, pero ciertamente resulta muy complicado imaginar un proceso verdaderamente revolucionario o transgresor, capaz de cuestionar o poner en jaque las estructuras y el status quo existente, que sea coordinado (y, por tanto, permitido), por ejemplo, a través del Facebook de Mark Zuckerberg. Y no debemos olvidar que la era de Internet no es sino la era de la globalización (hiper)informatizada e (hiper)conectada, de la sociedad líquida de audiencias pasivas y acríticas y del individualismo exacerbado, a la que ya he dedicado una breve reflexión con anterioridad en este artículo.
La lucha contra las fake news apela definitivamente a nuestra capacidad de empoderamiento como audiencia crítica
¿Qué podemos hacer entonces frente a este escenario? La lucha contra las fake news se dirime, en mi opinión, en dos frentes paralelos. Por un lado, desde un punto de vista político (institucional), urge renovar los mecanismos legislativos y judiciales para prevenir y castigar la difusión deliberada de informaciones falsas. En esta línea se situarían los diversos esfuerzos encaminados a impedir la concentración oligopólica de los medios de comunicación (democratizando el acceso a la parrilla de programas) y a garantizar el pluralismo informativo, a través, por ejemplo, de la creación de reguladores independientes. De la misma manera, la creación y preservación de medios públicos cuyo funcionamiento y organización respondan a principios democráticos, y que estén sujetos a una constante monitorización y rendición de cuentas por parte de la ciudadanía, podría ejercer de contrapeso al ecosistema privado de unos medios masivos en manos de una élite económica o empresarial.
Pero, por otro lado, la lucha contra las fake news apela definitivamente a nuestra capacidad de empoderamiento como audiencia crítica capaz de seleccionar la información de rigor de entre todo el entramado de info-entretenimiento que nos es ofertado. En última instancia, radicaría en nuestra propia voluntad de actuar como ciudadanos activos, y no como audiencias pasivas, no dar carta de naturaleza a lo que ya denunciara en los años 60 el activista por los derechos raciales Malcolm Little (Malcolm X): “si no estás prevenido ante los medios de comunicación, te harán odiar al oprimido y amar al opresor”. Sólo desde esta actitud interior proactiva y desde un activismo social y político encaminado a lograr dicho objetivo podremos construir el grado de pluralismo y reflexión pública que en teoría es inherente a toda sociedad que se defina democrática.