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EL CENTRO DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA

Éxodo 115 (sept.-oct.) 2012
– Autor: José M. Castillo –
 
UN SILENCIO SOSPECHOSO

En este número de ÉXODO, inteligentemente dedicado a estudiar la relación que hay –o tendría que haber– entre espiritualidad y política, viene como anillo al dedo empezar tomando conciencia de un hecho que da que pensar. Me refiero al silencio de los obispos españoles en cuanto se refiere al doloroso y alarmante asunto que a todos tanto nos preocupa. El asunto de la crisis económica y sus aterradoras consecuencias.

Sin duda, ha habido obispos que, alguna que otra vez, han hecho alusiones a este problema tan preocupante, utilizando referencias más o menos genéricas a la doctrina social de la Iglesia; o también mediante exhortaciones, siempre comedidas para no pillarse los dedos. Pero el hecho es que, después de cuatro años arrastrando un sufrimiento que a casi todos nos afecta de manera creciente y alarmante, ésta es la hora en que nuestros prelados, que tienen la lengua tan suelta cuando se trata de ponderar las maldades del aborto y la homosexualidad, o cuando el problema está en argumentar los derechos que tiene la Iglesia para seguir disfrutando de determinados privilegios económicos, esos mismos prelados no se han puesto todavía de acuerdo para pronunciarse con claridad y contundencia sobre las muchas privaciones que el sistema económico y político les impone a los sectores más débiles de la sociedad, al tiempo que se nos ocultan las asombrosas canalladas económicas y políticas que están cometiendo quienes tienen la sartén por el mango.

Es evidente que este silencio episcopal –censurado severamente desde distintos sectores de la Iglesia y de la sociedad– resulta sospechoso. Porque no es fácil encontrarle una explicación satisfactoria. Y es que, una de dos: o los obispos no tienen nada que decir en este asunto capital; o tienen algo que decir, pero les da miedo decirlo. Como es lógico, ambas cosas son muy sospechosas e incluso alarmantes. No ya porque el silencio episcopal, en este caso y en este asunto, indicaría ignorancia o miedo. Sino por algo mucho más grave y problemático, la adulteración de la vida cristiana y hasta la perversión de la forma de vida, que, en todo caso, los “sucesores de los apóstoles” tienen la obligación grave de enseñar y transmitir.

Pues bien, al llegar a este punto, estamos tocando el nervio del problema. Me refiero, lógicamente, al problema que representa el hecho de una sociedad regida por una economía y una política desprovistas de una espiritualidad sólida y bien planteada, que, por eso mismo, sea capaz de ayudar a recomponer el tejido social y orientar la vida de los ciudadanos de acuerdo con los criterios más básicos de la honradez y la justicia.

ESPIRITUALIDAD Y FORMA DE VIVIR

La espiritualidad, como tantas otras cosas en la vida, entraña sus “peligros”. Peligros, entre comillas. Pero auténticos peligros. Y, por cierto, muy reales. Empezando por lo más elemental y no sé si hasta lo más burdo. Es evidente que resulta peligrosa una espiritualidad que contrapone el “espíritu” y la “materia”, lo “divino” y lo “humano”, lo “sagrado” y lo “profano”, lo “eterno” y lo “temporal”. Cuando se hacen estas contraposiciones, la espiritualidad desplaza de sí misma porciones y dimensiones de nuestra vida que son centrales en la existencia, en la historia y en el comportamiento de los seres humanos, tengan o no tengan creencias religiosas. Una espiritualidad así, además de inútil, es un engaño. Y un engaño peligroso. Porque hace de los “espirituales”, personas auténticamente peligrosas, ya que pueden cometer los mayores disparates con la mejor conciencia del mundo, incluso con la conciencia del deber cumplido. En este sentido, no es ningún despropósito afirmar que la fe religiosa, impulsada por un “espíritu”, o por una “espiritualidad” entusiasta y fanática, puede llegar a convertirse en un serio peligro para la pacífica convivencia entre los pueblos y entre los ciudadanos. ¿Qué entusiasmo religioso, qué fe, qué “espíritu” o qué “espiritualidad” motivaron a todos los violentos que, por defender sus creencias o sus principios, han insultado, han agredido, han torturado y hasta le han quitado la vida al que veían como el “infiel”, el “hereje” o el “pecador” impenitente? La historia de tantas violencias y crueldades, desde los antiguos inquisidores hasta las modernos talibanes, nos obliga a plantearnos esta pregunta.

Esto supuesto, sea cual sea la definición que se le dé a la “espiritualidad cristiana”, lo que importa es que, en cualquier caso, la espiritualidad se entienda como la forma de vivir de aquellas personas que se dejan llevar por el Espíritu de Dios. Lo cual quiere decir que cuando la espiritualidad se entiende y se vive como una serie de prácticas y observancias que se reducen al ámbito de “lo sagrado”, “lo religioso”, la sumisión a “lo ascético” y, en general, a todo ese conjunto de hábitos y costumbres características del mundillo de las sacristías y los conventos, en ese caso y cuando eso sucede, la espiritualidad queda anulada y, además, se convierte en la fuerza que anula a los “espirituales”, que hacen de ella una forma estéril de vivir.

Más aún, eso sería, no sólo una forma estéril de vida, sino sobre todo eso desembocaría derechamente en un estilo de vivir engañado y engañoso, que no sirve sino para recortar la libertad cristiana, como ocurría en la comunidad de Colosas, que se veía amenazada por los principios de la “filosofía colosense” (D. Dettwiler, “La carta a los colosenses”, en D. Marguerat (ed.), Introducción al Nuevo Testamento, Bilbao, Desclée, 2008, 265). Una filosofía y una forma de vida tan equivocada, que, a juicio del autor de la carta a los Colosenses, todas las observancias que se les imponían a los cristianos no vendrían a ser otra cosa que una forma de “vivir sujetos al mundo” (Col 2, 20). Y el autor de la carta a la comunidad de Colosas lo explica con ejemplos muy concretos que, en cualquier caso, se pueden aplicar a tantos y tantos “espirituales”: “No tomes, no pruebes, no toques”, de cosas que son todas para el uso y consumo, según las consabidas prescripciones y enseñanzas humanas. Eso tiene fama de sabiduría por sus voluntarias devociones, humildades y severidad con el cuerpo; no tiene valor ninguno, sirve para cebar el amor propio” (Col 2, 21-23).

Y así es, en efecto. Todo lo que no sea una espiritualidad que reproduce, en la medida de lo posible, el Bios, la “forma de vida” que llevó Jesús, tal como esa forma de vivir quedó reproducida en los evangelios, aceptados y transmitidos por la Iglesia, es una espiritualidad que se convierte en engaño y en peligro. Es más, yo no sé lo que secretamente entraña esa sedicente “espiritualidad”, pero el hecho es que, con demasiada frecuencia, los “espirituales” que cultivan ese extraño estilo de vida, lo que en realidad cultivan es una secreta autosuficiencia y un inconfesable engreimiento, que fomenta en ellos la convicción de que son seres superiores a los demás, que inconscientemente menosprecian a todo el que no vive como ellos. Es el viejo fariseísmo de nuevo cuño, que, por lo visto, encaja bien con las miserias propias de la condición humana.

Y para acabar este apartado, una observación que resulta evidente. A nadie le puede extrañar que este esperpento de espiritualidad tenga cada día menos vigencia. Sólo puede ser motivo de burla o desprecio. Y, desde luego, que a nadie se le ocurra pensar que el tejido social, y menos aún la crisis que nos azota, van a tener solución fomentando ideas, usos y costumbres que sirven, en el mejor de los casos, como argumento para el humor de los anticlericales o la curiosidad de no pocos ciudadanos. Es evidente que con eso nada más no vamos a ninguna parte. Y, en cualquier caso, parece obvio pensar que Jesús no pudo venir a este mundo para satisfacer el humor de unos o la curiosidad de otros. Sin duda alguna, la forma de vida que nos legó Jesús es algo mucho más serio y más determinante de lo que normalmente se suele pensar.

EL CENTRO DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA

Ante todo, debe quedar muy claro que lo central y determinante de la espiritualidad cristiana no está, ni puede estar, en nada que –de la manera que sea– a fin de cuentas, venga a centrar el sujeto en sí mismo. Por tanto, el centro de la espiritualidad cristiana no puede situarse ni en la “salvación”, ni en la “santificación”, ni en la propia “perfección” del sujeto, por más que, al utilizar esas palabras, estemos hablando de la perfección “espiritual”, “ascética” o “religiosa” del individuo o del grupo al que el individuo pertenece. La espiritualidad cristiana no está pensada para hacer santos, aunque bien es cierto que, cuando un ser humano toma en serio y lleva hasta el fin lo central de la espiritualidad, esa persona podrá ser presentada como ejemplo o modelo de lo que hay que ser.

De cualquier manera y en todo caso, la espiritualidad no puede tener como objetivo o finalidad centrar al sujeto en un proyecto que termina siendo el ejercicio más refinado del propio egoísmo. Porque, más bien, el proyecto de la espiritualidad es “descentrar al sujeto de sí mismo”. De forma que el proyecto de la vida de un cristiano no puede ser el interés por lo propio, sino por lo ajeno. Nunca el interés propio, por más “divino”, “espiritual” o “religioso” que pueda ser ese interés. Cuando, según los evangelios, Jesús vivía y hablaba de forma que daba pie a que la gente más religiosa de su tiempo hablara mal de él, hasta pensar y decir que estaba endemoniado, que era un blasfemo o que su conducta era un escándalo, es evidente que Jesús no buscaba ni le importaba su propia perfección, su buena imagen, la ejemplaridad de su vida o cosas por el estilo.

Jesús quebrantó, repetidas veces, las normas religiosas establecidas. Actuó de forma que llegó a preocupar e incluso irritar seriamente a los sacerdotes, a los teólogos y a los dirigentes de la religión de su tiempo. Hasta el punto de que, relativamente pronto, aquellas autoridades tan piadosas y observantes empezaron a pensar seriamente que Jesús era un peligro y había que quitarlo de en medio (Mc 3, 1-6 par). Y la cosa llegó hasta el extremo de que, con motivo de la resurrección de Lázaro, el Sanedrín se reunió de urgencia y decretó matar a Jesús (Jn 11, 47-53). Es evidente que Jesús no vivió centrado en su propia santidad. Ni siquiera en la ejemplaridad religiosa y observante de su vida. Las preocupaciones de Jesús no estuvieron centradas en él, sino en remediar el sufrimiento de los demás y así contagiar felicidad a quienes carecen de ella. Por eso se explica que a Jesús le preocupó tanto la salud de los enfermos, el hambre de los pobres y las buenas relaciones interpersonales de la gente. Estos tres temas son los tres pilares básicos sobre los que se construye el gran relato de los evangelios. Y lo más llamativo es que, precisamente por estas tres grandes preocupaciones de Jesús, por esto es por lo que la religión del templo, de los sacerdotes y de las observancias, no pudo soportar el proyecto de Jesús. Decididamente, la espiritualidad del Evangelio y la espiritualidad que brota de la religión son incompatibles. Por una razón que se comprende enseguida: la religión pone en el centro de su proyecto la “santidad” para la “otra vida”, mientras que el Evangelio centra todo el interés y los afanes del sujeto en la “felicidad” para “esta vida”.

Por esto, que acabo de indicar, se comprende que cuando el Evangelio explica en qué va a consistir el criterio determinante de los que entran o no entran en el reino definitivo y último, todo se reduce a una cosa: los que han aliviado o no han aliviado el sufrimiento humano, los que han dado de comer a los que pasan hambre, los que han vestido a los que no tienen qué ponerse, los que han acompañado a enfermos y encarcelados, los que han acogido a inmigrantes y extranjeros (Mt 25, 31-46), ésos –y sólo ésos– son los que van a encontrar el reino de Dios, es decir, la realización de los anhelos humanos más auténticos, más profundos y los únicos capaces de lograr la plenitud humana, que puede trascender la limitación inherente a lo meramente humano. En definitiva, la espiritualidad cristiana es de aquellos que se afanan por la vida de los demás. Ésos son los auténticos “espirituales”, que encuentran verdaderamente a Dios.

ENCONTRAR A DIOS EN LO HUMANO

Supuesto lo que acabo de explicar, no habrá dificultad en admitir una conclusión que es decisiva en todo este asunto. A Dios lo encontramos en nuestra propia humanidad, de forma que no podemos encontrarlo sino en lo humano. El argumento fundamental, para llegar a esta conclusión, se basa en el hecho –por lo demás elemental –de que los seres humanos no tenemos, ni podemos tener, acceso al ámbito de “lo trascendente”. Por tanto, “lo humano” es lo que constitutivamente somos; es lo que tenemos, es lo que hacemos y es lo que pensamos. El Trascendente es tal precisamente porque trasciende toda capacidad o toda posibilidad de “lo humano”. Dios se sitúa más allá del horizonte último de nuestra capacidad de ser, de hacer o de pensar. Justamente por eso es Dios. De forma que “lo humano” no puede trascender la inmanencia. Dios pertenece a un ámbito de realidad que no está a nuestro alcance, ni siquiera echando mano de la metafísica, que no pasa de ser una elaboración del pensamiento humano.

Esto supuesto, resulta capital tener siempre muy claro que las religiones nunca nos han hablado, ni han podido hablar, de “Dios en sí”. Todas las revelaciones, teofanías y manifestaciones divinas no han sido sino las “representaciones” humanas que los mortales nos hemos hecho del Trascendente. Además, si tomamos esto en serio, caemos en la cuenta de que el “Dios revelado” no es sino una representación proyectiva que los humanos, según las diferentes culturas o situaciones históricas, nos hemos hecho del Trascendente.

Así las cosas, el cristianismo ha encontrado la solución al problema de Dios en el hombre Jesús de Nazaret. El Dios, al que “nadie ha visto jamás” (Jn 1, 18), se encarnó en Jesús. Es decir, se humanizó en Jesús. De forma que, en Jesús, “lo divino” se ha fundido con “lo humano”. Y por eso Jesús pudo decir “lo que hicisteis con uno de éstos, a mí me lo hicisteis”. Jesús es, pues, la “revelación” de Dios, la “encarnación” de Dios (Jn 1, 14), la “imagen” de Dios (Col 1, 15). De ahí que el mismo Jesús pudo asegurar al apóstol que le pedía la revelación de Dios: “Felipe, el que me ve a mí, está viendo a Dios” (Jn 14, 9). Lo que, considerado desde otro punto de vista, nos lleva derechamente a la afirmación sobrecogedora que hace la carta a los Filipenses: “Él, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos” (Fil 2, 6-7). Si recordamos que el texto bíblico utiliza el verbo griego kenóo, y tenemos presente que ese verbo significa literalmente “vaciar”, llegamos a la conclusión según la cual el cristianismo afirma su fe en un “Dios kenótico”. Lo que significa y representa que los creyentes en Jesús hemos puesto nuestra fe en un Dios que se ha vaciado de sí mismo. Y, por lo tanto, nuestra fe tiene como centro un “Dios humanizado”. A Dios, por tanto, nosotros los humanos no podemos encontrarlo sino en lo humano.

POR UNA ESPIRITUALIDAD QUE TOMA EN SERIO LO HUMANO

La espiritualidad cristiana no tiene su centro en “lo santo”, ni en “lo divino”, ni en “lo sagrado”, ni en “lo religioso”. Con esto quiero decir, ante todo, que la espiritualidad cristiana no pretende hacernos ni más santos, ni más consagrados, ni más religiosos. No quiero decir, al afirmar estas cosas, que la espiritualidad cristiana se desentiende de la conducta de las personas. Todo lo contrario. De lo que se trata es de comprender y aceptar que lo central de la espiritualidad de los cristianos es precisamente su “conducta”, no su “religiosidad”, ni su “devoción”, ni las “virtudes” que se canonizan en Roma cuando un santo sube a los altares.

Para entender correctamente todo este asunto, hay que ir más al fondo del problema. Me explico. El gran tema de Dios ha sido siempre gestionado por las religiones. Pero sabemos que las religiones, precisamente para afianzarse y afirmarse a sí mismas, han establecido una contraposición neta entre “lo divino” y “lo humano”. Es más, con demasiada frecuencia, se ha llegado, no sólo a la contraposición, sino incluso a la contradicción entre “lo divino” y “lo humano”. De forma que, de una manera o de otra, las religiones han insistido en la necesidad de mortificar, limitar, mutilar y hasta negar “lo humano” precisamente para poder acceder a “lo divino”.

Seguramente, éste ha sido uno de los peores servicios que las religiones han hecho a la humanidad. De ahí, por poner un ejemplo elocuente y que nos afecta a todos, el daño que se ha hecho anteponiendo unos presuntos “derechos divinos” a los “derechos humanos”. Como es bien sabido, durante todo el s. XIX la jerarquía eclesiástica combatió los derechos del hombre y del ciudadano, que había aprobado la Asamblea Francesa en 1789. En el siglo pasado, el papado (incluido Pío XII) ignoró por completo el tema de los derechos humanos. A partir de Juan XXIII, la Iglesia católica ha defendido y elogiado los derechos humanos de forma genérica. Pero ésta es la hora en que el estado de la Ciudad del Vaticano no ha suscrito los Pactos Internacionales sobre los derechos humanos promovidos por la ONU en diciembre de 1966. Es evidente que una institución, que hoy se comporta de esta manera, por mucho que hable de Dios y de religión, en realidad, demuestra de forma patente un fallo insuperable en su forma de entender, explicar y vivir la fe en el Dios de Jesús. Semejante institución no comunica ni contagia la espiritualidad del Evangelio.

Para concluir: en estos tiempos de cambios tan radicales y de crisis tan profunda, la inmensa desgracia que estamos viviendo es el resultado de dos factores que se han unido con la fuerza brutal del poder más despótico y más canalla. Esos dos factores son: 1) la crisis económica; 2) la corrupción ética. Ambos factores, estrechamente vinculados el uno al otro, se han potenciado mutuamente el uno al otro. Hasta el punto de que el uno sin el otro no habrían sido capaces de provocar la inmensa desgracia que cubre nuestra tierra como un inmenso manto de luto y sufrimiento. Esto es lo que explica la canallada criminal que estamos soportando. No tenemos al alcance de nuestras posibilidades modificar las leyes que nos impone un sistema, el sistema capitalista, que, en sus estertores de muerte, pretende sobrevivir basándose en la corrupción ética y espiritual. De ahí que no es ningún despropósito afirmar que la crisis que padecemos se ha producido y se mantiene gracias a la descomposición ética y a la carencia de una espiritualidad cristiana centrada en lo mismo que Jesús centró su vida, su actividad y sus enseñanzas, en remediar el sufrimiento humano, en hacer más felices a los mortales y, en definitiva, en humanizar este mundo. Como Dios mismo, al encarnarse y hacerse “como uno de tantos”, fue el primero que se humanizó con todas sus consecuencias.

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