La increencia religiosa, el agnosticismo o el denominado ateísmo no son ningún fenómeno nuevo. Como la religión, éste hunde sus raíces en la historia de la humanidad y en la experiencia más íntima de cada persona. No obstante, algunos acontecimientos recientes lo han puesto en el candelero. Aún no se ha apagado la honda impresión que produjo en muchos ambientes la campaña emprendida por el “autobús ateo” con la leyenda: “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”. Por su parte, en la reciente visita que hizo el papa al Reino Unido llegó a señalar al ateísmo no sólo como raíz del laicismo y del relativismo que está desfondando peligrosamente a las sociedades democrático-avanzadas, sino que también fue, a su juicio, origen del nazismo. La respuesta del conocido etólogo Richard Dawking tampoco se hizo esperar afirmando que, en cualquier caso, Hitler había sido católico y que el papa, por haber ocultado la pederastia, se había convertido en “enemigo de la humanidad”. Más cerca de nosotros, se han multiplicado en estos últimos años las declaraciones públicas de “apostasía” de la iglesia católica, hasta el punto de crear oficinas civiles expresamente para poder apostatar oficialmente. ¡Lo nunca visto en estos lares!
En este contexto, se pregunta Éxodo si el actual fenómeno del ateísmo “es un desafío” ontológica y existencialmente serio a la fe del creyente o se puede, más bien, convertir en “oportunidad” para desmitologizar imágenes sospechosas de la divinidad y separar de las creencias religiosas tantas ideologías idolátricas como se le han venido pegando a lo largo de la historia. No se puede ignorar el hecho de que si ciertas manifestaciones del nuevo ateísmo resultan a veces agresivas y reivindicativas (y tienen muy poderosas razones para ello), tampoco la “revancha de Dios” que se está evidenciando tras del actual “revival” de las religiones le va a la zaga. Ambos discursos extremos se han instalado en un fundamentalismo excluyente sin la serenidad necesaria para poder escuchar libremente al contrario. Ambos “creen disponer” de una verdad absoluta que no están dispuestos a dejarla cuestionar.
En esta situación se puede volver a apostar por aquellos “maestros de la sospecha” que, abordando en profundidad las grandes cuestiones que han desafiado siempre al ser humano (¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?), reivindicaban el más serio agnosticismo/ ateísmo en nombre del ser humano y de la fidelidad a la tierra. Tampoco los grandes teólogos de la desmitologización, entendiendo la modernidad como efecto de la secularización exigida por la más genuina fe cristiana, se alejaron de esos nobles propósitos al apostar por un cristianismo superador de la misma religión. Y todo esto porque, como dejó acertadamente dicho E. Bloch, “sólo un ateo puede ser un buen cristiano y solo un cristiano puede ser un buen ateo”.
Éxodo pretende mirar la actual proposición del agnosticismo/ateísmo como una oportunidad no sólo para el debate y el encuentro con otros discursos y sensibilidades, sino también para desfundamentalizar y desidolatrar la propia creencia religiosa. Ya lo señaló acertadamente hace casi cincuenta años el Vaticano II: “en la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de la vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión” (G.S. 19). Cada cual, pues, con su apuesta de sentido de la vida y todos ante la problemática general del mundo (ecologismo, feminismo, opción por la justicia, etc.), tenemos un punto de encuentro en la ortopraxis y una tarea ante el difícil diálogo para la construcción de un mundo más justo y una ética universal conjunta.