Escrito por
Exodo 107 (ener.-febr) 2011
– Autor: Yayo Herrero –
Hace ya más de 30 años, el conocido informe Meadows, publicado por el Club de Roma, constataba la evidente inviabilidad del crecimiento permanente de la población y sus consumos en un planeta que, sin embargo, presenta límites físicos. Alertaba de que si no se revertía la tendencia al crecimiento en el uso de bienes naturales, en la contaminación de aguas, tierra y aire, en la degradación de los ecosistemas y en el incremento demográfico, se incurría en el riesgo de llegar a superar los límites del planeta.
Más de 30 años después, una nueva versión del Informe Meadows , o la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio revelan que la humanidad ha sobrepasado los límites del planeta y se estima que, aproximadamente, las dos terceras partes de los servicios de la naturaleza se están deteriorando ya.
La ignorancia de los límites al crecimiento y la hipertrofia de un sistema económico que se basa en el crecimiento continuo han generado una profunda crisis que presenta múltiples dimensiones: ecológica, social, económica… Más bien, nos situamos ante una crisis de civilización, de la forma en la que los seres humanos habitamos el mundo.
UNA PROFUNDA CRISIS ECOLÓGICA
La crisis ambiental se materializa en una serie de problemas que se encuentran interconectados, se realimentan unos a otros y requieren la misma solución: ajustar con criterios de equidad los sistemas socioeconómicos a las capacidades de la naturaleza.
Nos hallamos ante un cambio global, cuya dimensión más conocida es el cambio climático. Éste está provocado por un aumento enorme y rapidísimo de la presencia de gases de efecto invernadero en la atmósfera.
La consecuencia del incremento del efecto invernadero es un calentamiento significativo de la atmósfera terrestre que provoca cambios en las dinámicas que regulan el clima; una alteración global de los regímenes de precipitaciones (cantidad de lluvias, distribución, fenómenos catastróficos); modifica las dinámicas de las aguas marinas (nivel, temperatura, corrientes); interfiere en las interacciones que se dan en los ecosistemas, además de conducir a una diferente distribución de tierras y mares por el ascenso del nivel del mar.
La subida rápida de la temperatura media del planeta influye en los ciclos de vida de animales y plantas, que, sin tiempo para la readaptación, serán incapaces de alimentarse o de reproducirse. También supone la reaparición de enfermedades ya erradicadas de determinadas latitudes. La alteración del régimen de lluvias implica sequías y lluvias torrenciales que dificultan gravemente la supervivencia de las poblaciones que practican la agricultura y ganadería de subsistencia. El deshielo de los polos derivará en la inundación progresiva de las costas y la pérdida de hábitat de sus pobladores. La reducción de las poblaciones de determinadas especies animales y vegetales repercute en la supervivencia de otras especies dependientes de estas, y la cadena de interdependencias arrastra a todo su ecosistema. Estos cambios pueden evolucionar hacia unas nuevas condiciones de vida diferentes a las que propiciaron la existencia de la especie humana y del resto de especies que coevolucionaron con ella.
Un segundo elemento relevante es el agotamiento de los recursos naturales. Nos encontramos ante lo que hace años Hubbert denominó el “pico del petróleo”, es decir ese momento en el cual se ha llegado al punto de extracción máxima. Una vez alcanzado este pico, la extracción comenzaría a declinar.
La economía occidental ha crecido al “abrigo” de la energía barata y aparentemente inagotable que proporcionaba el petróleo. Este ha servido para mover máquinas e impulsar vehículos de automoción, para producir electricidad, ha permitido que las personas puedan trabajar a decenas de kilómetros de su lugar de residencia y que se nutran a diario con alimentos baratos producidos a grandes distancias. El petróleo es imprescindible en la agricultura intensiva y en la producción de insumos agrícolas, lo es también en la fabricación de ropas, casas, muebles, carreteras, envases… Vivimos en un mundo construido con petróleo y su agotamiento, inevitablemente obliga a replantearse todo el modelo de vida.
Un tercer problema grave es la pérdida de biodiversidad. Se afirma que nos encontramos ante la sexta gran extinción masiva, y la primera provocada por una especie, la humana. La biodiversidad está en la misma base de la vida en la Tierra, y es el principal sustento de nuestra existencia. Esta dependencia permanece oculta e invisible a la lógica económica. No hay reemplazo posible y a nuestro alcance para reconstruir artificialmente la biodiversidad, y su pérdida está afectando ya a ciclos vitales como el del agua o el del carbono.
LA CRISIS SOCIAL
La crisis ecológica se da en un entorno profundamente desigual. El mundo se encuentra polarizado entre un Norte rico y consumista y un Sur empobrecido y con dificultades de acceso a los recursos básicos. Esta polarización económica se manifiesta en todos los indicadores al uso. La relación de riqueza entre la quinta parte más pobre y la quinta parte más rica era de 1 a 30 en 1970, pero aumentó de 1 a 74 en 2004. En 1960, el 70% de los ingresos globales beneficiaban al 20% de los habitantes más ricos; treinta años más tarde ha aumentado al 83%, mientras que la del 20% más pobre ha retrocedido del 2,3% al 1,4%.
La cantidad de cereales destinados al ganado y a la ganadería en los países del Norte es superior en un 25% a los consumidos por las personas en los países del Sur. Las vacas que sobrealimentan a los habitantes ricos del planeta reciben 2¤ diarios de subvenciones, lo cual supone más de lo que reciben 2.700 millones de seres humanos.
Según el informe Planeta Vivo , se calcula que a cada persona le corresponden alrededor de 1,8 hectáreas de terrenos productivos. Pues bien, la media de consumo mundial supera las 2,2 has y este consumo no es homogéneo. Mientras que en muchos países del Sur no se llega a las 0,9, un ciudadano de Estados Unidos consume en promedio 8,6 hectáreas, un canadiense 7,2, y un europeo medio unas 5 has.
CUANDO LA “PRODUCCIÓN” ESTÁ LIGADA A LA DESTRUCCIÓN DE LA VIDA
El paradigma económico que sostiene el modelo capitalista reduce la consideración de valor a lo monetario. Con este criterio de valoración, muchas cosas quedan ocultas a los ojos de la economía convencional. En los indicadores al uso suma positivamente el valor mercantil de lo producido, pero no restan los deterioros asociados o la merma de riqueza natural. Al contabilizarse sólo la dimensión creadora de valor económico y vivir ignorantes de los efectos negativos que comporta esa actividad, se alentó el crecimiento de esa “producción” (en realidad extracción y transformación) de forma ilimitada, cifrándose el progreso de la sociedad en el continuo aumento de los “bienes y servicios” obtenidos y consumidos.
La ceguera de los instrumentos económicos ante los motivos reales de la bonanza económica de los últimos años (el crecimiento excesivo del crédito y la burbuja inmobiliaria, la hipertrofia de determinados sectores o la dependencia de la financiación exterior) pone de manifiesto la necesidad de superar indicadores como el PIB para interpretar el éxito económico y adoptar otros indicadores que consideren otras dimensiones como son los flujos físicos, la apropiación de la producción primaria neta o los tiempos necesarios para las tareas de reproducción social.
En los mercados capitalistas, la obligación de acumular determina las decisiones que se toman sobre qué se produce, cómo y cuánto se produce, acerca de cómo estructurar los tiempos, los espacios o las instituciones legales. Pero desde el punto de vista de la sostenibilidad, la economía debe ser el proceso de satisfacción de las necesidades que permiten el mantenimiento de la vida para todas las personas. Este objetivo no puede compartir la prioridad con el lucro. Si prima la lógica de la acumulación, las personas no son el centro de la economía. El beneficio no se puede conciliar con el desarrollo humano, o es prioritario uno, o lo es el otro y esta opción determina las decisiones que se toman en lo social y en lo económico.
LIBRARNOS DEL CRECIMIENTO: MENOS PARA VIVIR MEJOR
Al mirar el desastre que se avecina, resulta evidente que la humanidad tiene que cambiar para adaptarse a este momento de transformaciones graves y cada vez más aceleradas.
Es urgente afrontar la raíz de la crisis: el conflicto básico entre un planeta Tierra con recursos limitados y finitos y un sistema socioeconómico impulsado por la dinámica de la acumulación del capital que se basa en la expansión continua.
Hoy nos encontramos atrapados en la lógica del crecimiento. Si nuestro sistema económico crece arrasa los sistemas naturales, genera unas enormes desigualdades sociales y pone en riesgo el futuro de los seres humanos, pero si no crece, se desvertebra la sociedad basada en el empleo remunerado, con una enorme conflictividad social y un gran sufrimiento por parte de los sectores más desfavorecidos.
Necesitamos, por tanto, salir de esta lógica absurda. La imposibilidad del crecimiento desbocado en un planeta con límites deja como única opción la reducción radical de la extracción de energía y materiales, así como la generación de residuos, hasta ajustarse a los límites de la biosfera. Mientras no salgamos del fundamentalismo económico del crecimiento, el proceso económico seguirá siendo incompatible con la sostenibilidad y la equidad.
Una razonable reducción de las extracciones de la biosfera obliga a plantear un radical cambio de dirección. Descolonizar el ”imaginario económico” y cambiar la mirada sobre la realidad, promover una cultura de la suficiencia y la autocontención, cambiar los patrones de consumo, reducir drásticamente la extracción de materiales y el consumo de energía, controlar la publicidad, apostar por la organización local y las redes de intercambio de proximidad, restaurar la agricultura campesina, disminuir el transporte y la velocidad y aprender de la sabiduría acumulada en las culturas sostenibles y los trabajos que históricamente han realizado las mujeres, son algunas de las líneas directrices del cambio de la sociedad del crecimiento a una vida humana que se reconozca como parte de la biosfera.
Georgescu-Roegen, ante la pregunta de qué puede hacer la humanidad ante la crisis actual destaca que “no cabe duda de que debemos adoptar un programa de austeridad (…) Además de renunciar a todo tipo de instrumentos para matarnos los unos a los otros, también deberíamos dejar de calentar, enfriar, iluminar, correr en exceso, y así sucesivamente”.
En una economía circunscrita a los límites de la biosfera, la energía fósil deberá tender a desaparecer. Si descartamos la energía nuclear por sus riesgos, sus costes y por estar basada en un recurso no renovable, sólo nos quedan las energías renovables, es decir: la solar, la eólica y, en una pequeña parte, la biomasa e hidráulica. Estos dos últimos recursos, debiendo ser compartidos con otros usos distintos a la producción de energía como la alimentación, necesariamente tienen que ser utilizados a escala limitada.
Podemos vivir con renovables, pero con estilos de vida mucho más sencillos. No dan para una movilidad masiva en coche, para puentes de tres días en la otra punta de Europa, para vacaciones anuales en otro continente, para usar el aire acondicionado a nivel particular o para tener segundas residencias que se ocupan 50 días al año.
La reducción de la extracción es necesaria también para otros minerales, que también se aproximan a su propio pico de extracción o incluso para bienes renovables, como el agua, que ya son escasos, no sólo por problemas de coyuntura, sino por problemas estructurales derivados del enorme incremento de la escala de uso.
En un mundo lleno y progresivamente devastado, no se trata de que la oferta responda a los deseos de las personas, sino de saber cuánto es razonable consumir y gestionar la demanda para que se corresponda con lo que es físicamente posible. Teniendo en cuenta que una gran parte de la población del planeta no tiene acceso a los mínimos de subsistencia, es obvio que son los países, y dentro de ellos las personas que sobreconsumen, quienes deberán reducir significativamente su huella ecológica.
La naturaleza nos proporciona el modelo para una economía sostenible y de alta productividad. La economía de la naturaleza es “cíclica, totalmente renovable y autorreproductiva, sin residuos, y cuya fuente de energía es inagotable en términos humanos: la energía solar en sus diversas manifestaciones (que incluye, por ejemplo, el viento y las olas). En esta economía cíclica natural cada residuo de un proceso se convierte en la materia prima de otro: los ciclos se cierran”.
UN CAMBIO RADICAL EN EL MODELO DE TRABAJO
Ajustarse a los límites del planeta requiere reducir y reconvertir aquellos sectores de actividad que nos abocan al deterioro e impulsar aquellos otros que son compatibles y necesarios para la conservación de los ecosistemas y la reproducción social.
Nuestra sociedad ha identificado el trabajo exclusivamente con el empleo remunerado. Se invisibilizan así los trabajos que se centran en la sostenibilidad de la vida humana (crianza, alimentación, cuidados a personas mayores o enfermas, discapacidad o diversidad funcional) que siendo imprescindibles, no siguen la lógica capitalista. Si los cuidados y la reproducción social siguiesen una lógica de mercado, muchas personas no podrían simplemente sobrevivir.
El sistema capitalista no puede pagar los costes de reproducción social, ni tampoco puede subsistir sin ella, por eso esa inmensa cantidad de trabajo, impregnada de la carga emocional y afectiva que les acompaña, permanecen ocultos y cargados sobre las espaldas de las mujeres. Ni los mercados, ni el Estado, ni los hombres como colectivo se sienten responsables del mantenimiento último de la vida. Son las mujeres, organizadas en torno a redes femeninas en los hogares, las que responden y actúan como reajuste del sistema. Cualquier sociedad que se quiera orientar hacia la sostenibilidad debe reorganizar su modelo de trabajo para incorporar las actividades de cuidados como una preocupación social y política de primer orden.
EL ESPINOSO TEMA DEL EMPLEO
Pero además es necesaria una gran reflexión sobre el mundo del actual empleo remunerado. El gran escollo que se suele plantear al hablar de transición hacia un estilo de vida mucho más austero es el del empleo. Históricamente, la destrucción de empleo ha venido en los momentos de recesión económica. Es evidente que un frenazo en el modelo económico actual termina desembocando en el despido de trabajadores y trabajadoras. Sin embargo, algunas actividades deben decrecer y el mantenimiento de los puestos de trabajo no puede ser el único principio a la hora de valorar productivo. Hay trabajos que no son socialmente deseables, como son la fabricación de armamento, las centrales nucleares, el sector del automóvil o los empleos que se han creado alrededor de las burbujas financiera e inmobiliaria. Las que sí son necesarias son las personas que desempeñan esos trabajos y por tanto, el progresivo desmantelamiento de determinados sectores tendría que ir acompañado por un plan de reestructuración en un marco con fuertes coberturas sociales públicas que protejan el bienestar de trabajadores y trabajadoras.
Una red pública de calidad de servicios básicos como son la educación, la sanidad, la atención a personas mayores, enfermas o con diversidad funcional requiere personas. Igualmente las tareas de rehabilitación, de reparación, las que giran en torno a las energías renovables o a la agricultura ecológica pueden generar empleo; en general, todas las que tengan que ver con la sostenibilidad, necesitan del esfuerzo humano.
IGUALDAD Y DISTRIBUCIÓN DE LA RIQUEZA
Tradicionalmente, se defiende que la distribución está supeditada al crecimiento de la producción. La economía neoclásica presenta una receta mágica para alcanzar el bienestar: incrementar el tamaño de la “tarta”, es decir, crecer, soslayando así la incómoda cuestión del reparto. Sin embargo, hemos visto que el crecimiento contradice las leyes fundamentales de la naturaleza y que no puede tener más que un carácter transitorio y a costa de generar una gran destrucción. Así, el bienestar vuelve a relacionarse con la cuestión esencialmente política de la distribución.
Reducir las desigualdades nos sumerge en el debate sobre la propiedad. Paradójicamente nos encontramos en una sociedad que defiende la igualdad de derechos entre las personas que la componen y que sin embargo asume con toda naturalidad enormes diferencias en los derechos de propiedad. En una cultura de la sostenibilidad habría que diferenciar entre la propiedad ligada al uso de la vivienda o el trabajo de la tierra, de aquellas otras ligadas a la acumulación ya sea en forma de bienes inmuebles o productos financieros y poner coto a estas últimas, ya que suponen situar fuera del alcance de otras personas la posibilidad de satisfacer necesidades básicas.
A fin de limitar la acumulación y reducir gradientes de desigualdad es fundamental modificar el sistema monetario internacional para establecer regulaciones que limiten la expansión financiera globalizada, regular la dimensión de los bancos, controlar su actividad, aumentar el coeficiente de caja, limitar las posibilidades de creación de dinero financiero y dinero bancario y suprimir los paraísos fiscales de modo que no constituyan vías de escape para que los oligarcas sitúen su patrimonio y negocios fuera de las leyes estatales.
Apostar por la redistribución equitativa de la riqueza supone unos servicios públicos fuertes, una fiscalidad progresiva y que la prioridad del gasto público se oriente al bienestar: sanidad, educación, protección y cuidado de la población.