sábado, octubre 12, 2024
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Des-mitificar la imagen de Dios. ¿Silencio de Dios o fin del “Dios teísta”?

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 silencio de Dios y de la ausencia y del castigo

1. ¿Silencio de Dios?

“La palabra de Dios era rara en aquel tiempo y no eran frecuentes las visiones” (1 Sm 3,1). Así empieza en la Biblia la historia de Samuel. Es un niño al servicio del templo de Silo. Es de noche. Los ojos de Elí, sacerdote del templo y tutor del muchacho, están cansados de mirar sin ver al “Dios” imaginado, que en realidad no existe. Pero sigue aferrado a su representación, incapaz de reconocer lo nuevo, lo Real. La lámpara sigue encendida en el corazón del pequeño Samuel. Cuando la Voz le llama, no la conoce, pero responde “Aquí estoy”. Elí la conoce, pero no responde. ¿Será fiel Samuel, cuando crezca, a esa voz de lo más hondo de sí y de todo, más allá del sistema religioso del templo? Silencio de Dios

La historia de Samuel –como casi todo en el “libro revelado”– es leyenda o mito, pero eso no quita en absoluto que, como tantos otros libros fundantes, religiosos o laicos, pueda considerarse revelado y ser de hecho revelador. Es verdadera revelación todo aquello y solo aquello –historia o mito, código o discurso o poema, o música del agua en el manantial– que brota del fondo humano o cósmico y que se vuelve inspirador para quien lo lea, lo escuche o lo contemple. La revelación tiene lugar en el acto de la lectura o la escucha, el recuerdo o la mirada contemplativa, más allá de la forma y de todos los significados. La letra es mero indicio y umbral de lo Indecible.

Los personajes y los hechos narrados se sitúan hacia el 1050 a.C., pero el relato está escrito 500 años más tarde, siglo VI a.C., no para informar sobre el pasado, sino para iluminar el presente. El siglo VI a.C. –en pleno “tiempo axial” (K. Jaspers), entre los siglos VIII y II a.C.– es una época crucial en la historia de Israel y de la redacción de la Biblia: la caída del reino de Judea bajo Babilonia, la pérdida de la libertad, la tierra, la monarquía y el templo, y el exilio de su élite social (570-538 a.C.). ¿Se puede todavía seguir creyendo en el “Dios” omnipotente, creador y señor del mundo y de la historia? Los sacerdotes desterrados en Babilonia escriben las memorias mitologizadas de Israel desde la creación del mundo hasta el Exilio (“historia deuteronomista”), e interpretan todas las desgracias del pueblo elegido, incluido el silencio y el ocultamiento de Dios y el destierro como castigo divino merecido por sus culpas. Cada vez que se arrepienta y se convierta, recuperará el favor divino y cada vez que vuelva a caer volverá a ser castigado. Y así sin fin.

Es la teología del profeta Samuel adulto, a pesar de que, de niño, en la noche de Silo, una misteriosa voz interior quiso revelarle otra cosa. Y es la teología compartida en buena parte por los grandes profetas de la época (Isaías, Jeremías, Ezequiel). Ahí aparece Job, genial obra anónima del mismo siglo VI a.C., y se rebela contra el Dios y la teología del castigo con un argumento irrefutable: hay justos que sufren, y hay destierros e infiernos que ningún ser humano merece, por injusto que sea. Pero la contra-teología de Job fue deformada y absorbida por la teología penalista dominante en la Biblia y en todos los sistemas teístas hasta hace bien poco, incluso hasta hoy.

Tampoco Jesús, de acuerdo al pluriforme relato evangélico, superó del todo la teología del silencio y de la ausencia y del castigo de Dios, aunque apuntó decididamente más allá, frente a la alianza teológico-política del palacio y del templo, al precio de su vida: “Hagamos fiesta, porque este hermano tuyo estaba perdido y lo hemos hallado”, “El sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado”, “misericordia quiero y no sacrificios”, “De los pobres y de los niños es el Reino de Dios”, “Mirad a Dios en los lirios del campo, los pájaros del cielo, el sol que alumbra a justos y pecadores, la lluvia que cae para buenos y malos”…

Pablo ignoró la historia, la vida, las enseñanzas de Jesús sobre el Reino de Dios, y centró toda su doctrina en su muerte en cruz por designio divino para expiar las culpas de la descendencia de Adán. El movimiento de Jesús se estancó muy pronto, se convirtió en religión y en Iglesia clerical, volvió a la lógica del templo y a sus alianzas de poder. La Iglesia se erigió en garante de la presencia y de la palabra de un “Dios” garante de la Iglesia. Y construyó una filosofía garante de la existencia “Dios” como Causa primera, y una teología garante de la revelación y de la verdad divina, de la única religión verdadera y del “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Así acabó Occidente por ocultar y silenciar a Dios. Son las imágenes oscuras las que ocultan a Dios, los conceptos estrechos los que lo silencian.

Hoy, todo ese edificio imaginario y conceptual se ha derrumbado, se está derrumbando. Nietzsche, el adelantado, ya hace 150 años observó lo que estaba ocurriendo y dio su certero diagnóstico: El “Dios” arbitrario que se revela y se oculta, el “Dios” moral de la culpa y del castigo, construido para sostener la finitud y aliviar los miedos humanos, ha dejado de ser pensable y creíble, HA MUERTO en la cultura. Es la gracia y el precio de nuestro tiempo. La gracia de redescubrir el Misterio de lo Real en su hondura infinita, su fuego creador, su aliento vivificador. El precio de padecer la orfandad hasta que se nos abran los ojos y el corazón vuelva a latir.

2. De “Dios” a Dios

“Dios” nació en Sumeria hace unos 7.000 años. Sumeria, cuna de innovaciones culturales decisivas para el futuro de la especie humana sapiens: el sistema de regadío por canales, la rueda, la escritura, la medicina, el sistema sexagesimal, los ladrillos de adobe, la construcción con arcos. Allí se construyeron algunas de las ciudades más antiguas que conocemos. Allí se conservan, entre las ruinas de Nippur, los restos del templo más antiguo que conocemos. Una sociedad urbana compleja y moralizada, concibió la existencia de divinidades especializadas o de una divinidad suprema garante del orden y la moral, el bien y la verdad. Las religiones, como todos los mitos, nacieron y se generalizaron porque respondían a profundas necesidades humanas de supervivencia colectiva, con todas sus ambigüedades.

Pero hoy…, cuando el ser humano, ha de dejado de ser el centro y la cima de la creación, cuando sabemos que somos polvo de antiguas estrellas extintas en un universo o multiverso sin centro o con el centro en todas partes, cuando se vuelve cada vez más verosímil la existencia de vida inteligente en otros planetas de esta galaxia de cientos de miles de millones de estrellas o de billones de otras galaxias, cuando sabemos que hay más diferencia entre un caracol y Yuko, este cachorrito de Labrador, que entre Yuko y nosotros, los humanos, una especie mamífera inacabada, cuando sabemos que antes hubo otras especies humanas y luego –dentro de unos cientos o de miles o de miles de millones de años habrá otras especies (humanas, transhumanas o posthumanas) en este planeta o en otros, cuando se ha vuelto evidente que las emociones, la conciencia, la transcendencia simbólica, todo fenómeno “espiritual” en suma, son emergencias químico-biológico-cerebrales y psico-socio-culturales a la vez, cuando las diversas filosofías y ciencias y las sabidurías místicas se dan la mano para desmentir las milmilenarias categorías dualistas materia-espíritu, cerebro-mente, tiempo-eternidad, exterioridad-interioridad, arriba-abajo, dentro-fuera, inmanencia-transcendencia, natural-sobrenatural… han perdido toda vigencia, entonces la imagen de un “Dios” teísta personal a imagen humana, un “Dios” imaginado como Creador, Señor de lo alto que emite normas e impone castigos en esta u otra vida a quienes no las cumplen, simplemente, ya no es creíble.

reto político, económico, educacional

Así, uno de los grandes retos culturales de hoy –reto político, económico, educacional, espiritual al cabo– es desarrollar medios adecuados que inspiren y aseguren una conducta solidaria, eco-feminista, del Bien Común a todos los niveles. Es una revolución cultural, político-espiritual, a la que hoy nos llama la Vida. ¿Dónde hallaremos las fuentes de agua viva, de aliento creador? Los sistemas religiosos ya no inspiran, a no ser que nos abramos al espíritu inspirador más allá de letra.

El teísmo está agotado, el ateísmo tradicional racionalista y positivista no basta. Queda el Misterio más grande que nosotros, que todo lo visible, tangible y matematizable. Queda lo Real en todas las formas y en su hondura sin fin. Lo podemos llamar Dios, sin comillas ni atributos. Y podemos decir: Después de “Dios” queda Dios. Pero Dios no es ni Algo ni Alguien extrínseco a lo Real, sino su alma y corazón latiente.

La imagen tradicional de “Dios” no nos vale. Es la hora de fundir todas las imágenes, empezando por el becerro de oro, y de descubrir o “reinventar” a Dios en la trama de la vida, en el corazón de la historia y de todo lo real.

Así lo hicieron, en el “tiempo axial”, todas y todos los grandes maestros de la vida buena, sabios, místicos y profetas de todas las tradiciones. Aprendieron simplemente a mirar, a sentir, a ser. La experiencia más profunda de lo Real los movió a superar toda imagen mental e institucional del Absoluto. Confucio y Laozi en China; Buda, Mahavira y los autores de las Upanishads en la India; Parménides, Pitágoras y Heráclito en Grecia… dejaron al “Dios” teísta, sustituyéndolo por el Absoluto irrepresentable: Cielo, Dao, Brahman o Shunyata. Siglos antes, Zoroastro en Persia cambió de Dios, abandonó la representación humana y adoptó el fuego sin forma fija, transformador de toda forma, como única imagen. Y los profetas de Israel formularon como primer mandamiento el “No te harás ninguna imagen de Dios” (Ex 20,4). No podemos prescindir de imágenes y palabras, pero solo valen en la medida en que nos abren más allá, al Absoluto sin imagen y al Misterio sin palabra, en permanente transición.

El teísmo está agotado, el ateísmo tradicional no basta. Queda el Misterio

Solo quedan metáforas y mitos o relatos metafóricos. Jacob, en el vado o paso de Yabok, lucha con su imagen de Dios y la vence, y de ese lance sale herido, pero también bendecido (Gn 32,23-33). Moisés el transgresor, huyendo del poder faraónico, se adentra en el desierto, y allí, en una montaña “pagana”, conoce el Misterio sin nombre en la Zarza Ardiente, solo cuatro consonantes impronunciables (YHWH): “Yo soy quien soy” (y Quién eres y el Ser de cuánto es) (Ex 3). Elías, también fugitivo del poder real y de sus profetas profesionales, pero él mismo, poseído por la ideología del Dios único y omnipotente, ídolo supremo, debió aprender que tal “Dios” no existe, que el Absoluto no es ni viento impetuoso ni terremoto terrible ni fuego devorador, sino un ligero susurro apenas perceptible (1 R 19). Cada vez encontraron a Dios más allá de “Dios”.

Dios no calla ni se oculta. Basta mirar y ver: la realidad está construida en forma de holones (Ken Wilber) o de fractales (Benoît Mandelbrot), en las que cada elemento es un todo formado de partes y una parte de otro todo más grande, y así hasta lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, de los que todavía no sabemos nada, ¡bendita ignorancia!, pero nos revelan el Misterio Uno, Múltiple y Eterno que nos habita y en el que habitamos. El Misterio fontal de creatividad infinita y de bondad simple y feliz. ¿Qué más nos hace falta saber para ser solidarios todos con todos, pues sabemos que somos uno, y que siendo uno seremos plenamente?

3. ¿Qué podemos decir de Dios?

La primera noticia o forma externa que tenemos de Dios en nuestro universo –de otros universos no sabemos nada– es la fluctuación cuántica del vacío, anterior al tiempo y al espacio, en la que, por una oscura ley de probabilidades cuánticas, saltó una chispa de luz. Todo este universo viene de esa chispa de luz. Es luz. Dios significa luz. Es una metáfora, y solo en metáforas –palabras que nos abren más allá de su significado–podemos hablar de estas cosas.

Dios no era la chispa, ni es la Causa exterior primera de otra cosa. No creó el mundo de la nada, sino que es la NADA creadora que anida en todo. No es explicación de nada, sino el nombre del Misterio de luz y de energía de todo, el nombre del puro dinamismo, de la relación universal hecha de eros, filía y ágape que mueve cuanto es, el nombre de la creatividad y de la potencialidad infinita sin forma que anima todas las formas.

Dios no es un Ente, es el Ser. Es el Fondo sin forma de todo ente. No es ente –ni masa ni onda, ni algo ni alguien– ni es sin los entes. El Fondo no es ni antes ni después, ni dentro ni fuera, ni en otro lugar distinto de los entes. Se abre como horizonte en el todo y en cada parte, no como algo, sino como pura vacuidad vibrante.

Dios no se revela solo en algo ni a alguien ni a veces, sino en todo siempre. El “Hijo de Dios” metafísico no se encarnó solo una vez en la historia del universo, hace 2.000 años, en un judío varón, Jesús, como afirma el dogma cristiano, para expiar con su muerte nuestros pecados, pero es legítimo que la vida de Jesús, tal como es narrada por los diversos evangelios, canónicos o no, siga siendo el símbolo particular de la encarnación universal de Dios en toda la realidad.

Dios no creó el mundo de la nada, sino que es la NADA creadora que anida en todo

Dios no es “algo” impersonal, sino infinitamente “más que personal”. No es un Yo frente a un tú, ni un Tú frente a un yo, en relación de dualidad. No es Conciencia de sí frente a otra realidad, ni Conciencia de algo fuera de sí, sino Conciencia absoluta en toda conciencia particular. Es pura relación creativa de todo con todo, sin fusión ni distinción. Todas las formas de amor, reconocimiento, respeto, ternura, relación, compasión, solidaridad y cuidado son epifanía y encarnación de Dios, amado en todo amor.

Dios no se superpone ni juxtapone ni contrapone a nada. Es en todo. Todo se mueve, vive y es en El-Ella-Ello (Hch 17,28). Es Realidad fontal, Fondo o Ser de cuanto es. Por lo tanto, sobrepasa absolutamente las categorías de transcendencia-inmanencia, de espacio-tiempo y de uno-dos (monismo-dualismo). El cardenal Nicolás de Cusa (s. XV) enseñó que Dios no es “relativamente otro”, sino “absolutamente otro” de todo, y por eso es “No Otro”; no es “otro de nada”. Es absolutamente inmanente y absolutamente trascendente, la absoluta trascendencia en la absoluta inmanencia (R. Panikkar). Las místicas y los místicos de las religiones monoteístas padecieron el silencio de “Dios”, aunque en realidad se trataba de la crisis de la imagen teísta de Dios. Pero no lo sabían, e interpretaron el silencio y la ausencia divina en clave teísta como voluntad de “Dios”, como castigo o como prueba purificadora. Solo las mentes más lúcidas y atrevidas (como Eckhart y Juan de la Cruz) llegaron a poner en tela de juicio dicha imagen teísta y enseñaron que solo podemos reconocer a Dios reduciendo a NADA todos los constructos humanos (dogmas y teologías o supuestas revelaciones y visiones), despojándose y despojando a Dios del todo, para dejarlo ser y manifestarse en todo pura presencia y promesa de bondad creativa, y para crearla –más que creerla– en nuestra vida buena y feliz, libre y hermana.

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