Escrito por
La evolución política de este país plantea para unos la conveniencia de saber de dónde venimos –los acuerdos de la transición política y la Constitución del 78– mientras que para otros resulta totalmente improcedente investigar nuestro pasado reciente. Para los segundos la Constitución vigente se presenta como una realidad ahistórica, dada de una vez por todas, aunque quepan algunos ajustes modernizantes[1].
Los acuerdos de la transición, territorio agotado
El orden político español actual no parte de un acto constituyente expresamente democrático nacido de una expresión de voluntad popular, sino de un pacto entre las élites procedentes del franquismo y las direcciones políticas de los partidos democráticos mayoritarios de entonces, con una presencia prácticamente nula de los representantes del movimiento social y sindical. La Constitución de 1978 es el resultado de este pacto desigual y asimétrico, mientras la calle vivía huelgas, protestas y movilizaciones duramente reprimidas por las fuerzas policiales procedentes del franquismo.
La actual Constitución española parte de una base preconstitucional al aceptar la Ley de Reforma Política (Ley 1/1977 de 4 de enero), que, entre otras cosas, definió el esquema de una participación electoral desigual, incorporada sin debate alguno posteriormente en el texto constitucional. “Llegamos a la Constitución –escribe Pérez Royo- no a través de un proceso constituyente genuino, sino a través del atajo de la Transición. Con ello se evitó el choque con el sistema de poder del general Franco. Pero se aceptó a cambio un déficit de legitimidad democrática importante en la definición constitucional del Estado”. [2]
De manera que si, por un lado, durante la transición se amplió el gasto social como consecuencia de las demandas de la población y de la modernización capitalista de la economía española, por otro, se precarizó el mercado laboral, segmentándose rápidamente, al tiempo que se acentuaba la polarización social. La incorporación dependiente de España a la UE supuso la apertura sin defensas de una economía más débil de mucha menor productividad, la entrada especulativa de capital, la desindustrialización parcial y la privatización de los sectores estratégicos de la economía, junto a una enajenación masiva de todas las empresas y del aparato público construido con el esfuerzo de la sociedad. La Política Agraria Común dio paso a la agroindustria, en detrimento del campesinado tradicional, con una gran disminución de la población agraria ocupada.
El modelo de producción de este período disparó el consumo y la dependencia energética de España, lo que provocó que las emisiones de CO2 se incrementaran tres veces más de lo comprometido en el protocolo de Kioto. Estos procesos dieron lugar a una sociedad cada vez más desigual y con un medio ambiente más nocivo para la salud, la biodiversidad o el cambio climático.
Rupturas
A pesar de las luchas obreras y sindicales que se opusieron al desmantelamiento industrial, triunfó la idea de un acuerdo tácito entre el capital y el trabajo, por el que éste no entorpecía el proceso de acumulación del capital ni el enriquecimiento fácil, casi un derecho protegido constitucionalmente (el ministro Solchaga presumía públicamente de ello). A cambio, se esperaba un trabajo y un salario digno, el acceso a la propiedad de la vivienda, la salud y la educación, dando paso a una amplia clase media acoplada a la sociedad de consumo. Estas expectativas venían dadas por el predominio de la contratación fija, niveles de desempleo no muy elevados, estabilidad laboral y una tendencia al estrechamiento del abanico salarial junto a un crecimiento paralelo de la productividad del trabajo y de los salarios reales. Todo ello parecía el legado para la generación siguiente que iba a disfrutar de un cómodo y soleado lugar en el mundo.
Pero la realidad caminaba en otro sentido. Entre las consecuencias más destacadas de la evolución del mercado laboral hay que mencionar la terciarización de la economía, el progresivo aumento de un paro estructural y la informalización del mercado de trabajo, su creciente regulación unilateral por parte del capital y la también creciente polarización social. Procesos todos ellos que se agrandarían en el caso español por la entrada en el Euro y la llegada de capitales de todo el mundo, atraídos por la progresiva liberalización de la economía española. Esto último debido sobre todo a dos motivos: el primero, a que el Euro se erige en moneda refugio de capitales de monedas más débiles; y otro, a que las oportunidades de inversión especulativa rentable se abrían en España.
Además, los desequilibrios estructurales entre los países de la Zona Euro alimentaron los procesos de crisis que actualmente vivimos — como las crisis de deuda en los países del Sur de Europa—, debido a que países como Alemania convirtieron su superávit en deuda externa que era vendida a los países del Sur para la adquisición de bienes de un alto valor añadido (Alberto Montero, 2014) producidos en Alemania, o para la inversión especulativa en la construcción.
Estos procesos convergieron en un vertiginoso aumento del desempleo y en un creciente incremento del endeudamiento público, pero particularmente privado. El paro se mantendría para los años sucesivos en cifras muy superiores a la media comunitaria, llegando a alcanzar casi el 23% de la población activa en 1995. Tras un intenso aumento del empleo en los años de la burbuja inmobiliaria, el paro volverá a alcanzar un pico máximo del 27% en el año 2013, y un 65% para el paro juvenil.
Para cuando estalló la crisis internacional, las consecuencias de los procesos descritos se habían dejado notar en numerosos ámbitos laborales, sociales y también políticos. El paro y el deterioro de las condiciones laborales no han sido por tanto un paréntesis en la crisis, sino que venían de atrás. Con la crisis se agudizó el ataque del capital, rompiendo los precarios equilibrios anteriores, vaciando a los trabajadores de derechos y hasta de dignidad. Basta recordar algunas de las declaraciones y recomendaciones que han venido haciendo algunos de los dirigentes empresariales en estos años (algunos de ellos encarcelados y procesados posteriormente por corrupción, por cierto) para darnos cuenta del verdadero significado de sus palabras y de su ideología –como cuando el expresidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán, afirmaba en el año 2012 que, para salir de la crisis, no cabía otra cosa que “trabajar más y cobrar menos”; mientras, en esos mismos años, él estaba expoliando y robando a empresas y trabajadores por lo que ahora está en prisión. O como, cuando el asesor de Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid, Pedro Schwarzt, afirmaba en 2013 que “el que tenga un trabajo debe dar las gracias y no exigir tanto”–. Son testimonios vergonzosos de un empresariado que, apoyado por el poder político, ha venido actuando con absoluta impunidad en España.
Su “nicho competitivo” de inserción en Europa, a costa de bajos costos productivos más el reclamo del dinero fácil y rápido, ha exigido mercados laborales precarizados con exigencia de mano de obra barata, alto porcentaje de economía de temporada y sumergida, entre otros rasgos que están en la base de su más que endeble situación actual. Este proceso contrasta fuertemente con el dinero y crédito rápido que suscitaron el afán especulador en amplias capas de la sociedad, aceptando la corrupción intrínseca a esa forma de “crecimiento” o, cuanto menos, su desentendimiento respecto de lo que estaba pasando (complicidad pasiva con aquélla).
La calle lo entendió así cuando gritaba en las manifestaciones “no es una crisis, es una estafa”. Este grito refleja cómo se hundía la legitimación social en la que se había basado el modelo de acumulación capitalista. El futuro prometido no existía, el solar patrio ya no era un lugar cómodo y soleado.
Con el movimiento 15M comenzó el fin del bipartidismo, que se completó con el resultado electoral del mes de Diciembre del 2015. Quiebra la gobernanza del Estado, confiada a la sucesión periódica de los dos grandes partidos PP / PSOE –con la anuencia del poder económico, tanto monta, monta tanto–, y se inaugura una época marcada por la ascensión de otros dos nuevos: Podemos y Ciudadanos. Estos cambios en el mapa político español son el reflejo más visible y mediático de que la arquitectura institucional, salida de la Transición, se desmorona.
En efecto, todo el orden institucional, bastante erosionado desde años atrás, revienta en poco tiempo, entrando en crisis su legitimidad a los ojos de la ciudadanía. Puertas giratorias, politización del poder judicial, degradación del poder local, aforamientos y privilegios, amalgamados con una corrupción insoportable presente en todos los niveles del Estado y de sus instituciones, son una amenaza a la estabilidad del régimen del 78.
Sin olvidar la lucha por la recuperación de la Memoria Histórica de lo sucedido en la guerra y posterior dictadura. Los acuerdos de la Transición fueron también una lobotomía intelectual, pues afianzaron el relato de la historia hecho por los vencedores; relato que, al final del período, ya no se sostiene cuando salen a la luz las fosas donde fueron arrojados más de 100.000 represaliados.
La crisis económica y social eclosiona como crisis sistémica, también política e institucional, con todos los vientos en contra: un nuevo mapa político que se superpone al trasnochado mapa territorial autonómico, las tensiones independentistas en auge, el prestigio de la monarquía en declive y, como mar de fondo, la precarización laboral y el empobrecimiento de la clase media (tal como se autoclasifican la pequeña burguesía urbana y la mayor parte de los trabajadores).
Urge así una llamada al orden a través de un proceso de cosmética constitucional: la reforma del Estado, la regeneración democrática, la recuperación de la legitimidad perdida; todos los partidos hablaban de la reforma de la Constitución. Pero los acontecimientos de Cataluña, la ruptura real con la etapa de construcción del Estado de las Autonomía y la desafección política aconseja al PP cerrar la puerta a cualquier cambio, pues cabría entender que plantear hoy, por la presión de la sociedad catalana, un cambio constitucional podría desembocar no en una reforma cosmética, sino en el incio de un proceso constituyente.
Un proceso constituyente será la forma política de una creciente conciencia crítica, solo viable si hay un poderoso movimiento político social que lo ponga en marcha. La reforma de la Constitución forma parte del continuismo, mientras que el proceso constituyente -con lo que supone de ruptura con el statu quo- entra en el ámbito de la transformación social.
[1] El texto de José Ramón González Parada es una recopilación y adaptación del libro “Llamamiento a un proyecto constituyente” del cual ya se hizo eco Éxodo en el pasado número 139, de Junio de 2017.
[2] Javier Pérez Royo (2015) La reforma constitucional inviable. La Catarata. Madrid