Escrito por
Éxodo 96 (nov.-dic.’08)
– Autor: José Antonio Pérez Tapias –
1. PALABRAS SOBRE LA CRISIS: NI FETICHES NI TABÚES
La tozuda realidad nos ha metido de hoz y coz en esa crisis económica en la que no queríamos vernos inmersos. Algunos se resistían a mirarla de frente en su venir acelerado. Asomarse a un torbellino como el que se estaba aproximando producía tanto vértigo que mejor hacer profesiones de fe acerca de la solidez de nuestra economía. Los problemas eran de otros.
Aquella renuencia a utilizar la palabra “crisis” desde la órbita del gobierno, explicable quizá cuando los datos económicos no eran tan apabullantes, se convirtió en un obstáculo para una comunicación exitosa de la política que se diseñaba para hacer frente a tan crítica situación. Ésta no quedaba mejor afrontada recurriendo a términos técnicos de la economía académica para concluir que no era pertinente hablar en rigor de crisis en el discurso político. A pesar de ello, la percepción subjetiva de crisis ganaba la partida al empeño bienintencionado de no utilizar un lenguaje pesimista que acentuara los factores psicológicos reforzadores de aquello que se quería evitar. Mas lo cierto es que, pasado cierto umbral, quedó bloqueada una comunicación eficaz con la ciudadanía para trasladarle confianza y credibilidad, por más vueltas que se diera para calificar y recalificar la desaceleración en curso —haciendo de camino un uso fetichista del término “desaceleración” queriendo ahuyentar la crisis que anunciaba—. Así hasta que el Presidente del Gobierno se decidió a hablar de crisis, para defender de inmediato que había que estar junto a quienes la iban a sufrir con más fuerza. Ciertamente es lo que había que hacer.
Un trance como el descrito me trajo a la memoria un libro del filósofo británico John L. Austin, publicado allá por los setenta del pasado siglo y entonces novedosamente titulado Cómo hacer cosas con palabras. En dicha obra, su autor trataba de clarificar, desde la pragmática del lenguaje, lo que hacemos cuando nos comunicamos unos con otros profiriendo algún tipo de enunciado. Al mostrar lo que conseguimos al hablar, a través de la fuerza con que operan las palabras y frases que utilizamos, ponía de relieve aquello que venimos haciendo desde siempre los hablantes sin ser conscientes de ello. Hizo recordar aquel famoso epigrama de Moratín que narra cómo se admiró un portugués al ver que todos los niños de Francia sabían hablar francés, aunque refiriendo esta vez el asombro a nosotros mismos. Siempre sorprende el descubrir alguna variante de lo que señalaba Marx con su conocida fórmula “no lo saben, pero lo hacen”, lo cual conlleva en el caso que nos ocupa la satisfacción interna de comprobar que no hace falta que seamos gramáticos para hablar correctamente en nuestra lengua.
Lo que ya no es para asombrarse positivamente en este siglo XXI, cuando se ha escrito mucho de filosofía del lenguaje y se ha teorizado aún más sobre comunicación, amén del saber que siglos atrás acumuló la antigua retórica, es la manera con que a veces se hacen cosas con palabras en el ámbito político. Al final —siempre final provisional— se ha reconocido que fue un error el titubeo sobre usar o no la palabra “crisis” ante la situación que se echaba encima. En medio de una confrontación política en torno a la definición de “crisis”, lo que se dejó ver fue un uso del lenguaje poco menos que mágico, como si las palabras por sí mismas produjeran efectos sobre la realidad que nombran por el mero hecho de desear que así sea. Pero nada ocurre de buenas a primeras: esa magia de las palabras se nutre desde concepciones ideológicas que acaban encubriendo la realidad, en vez de favorecer el acercamiento crítico a la misma. Así, los mecanismos ideológicos tanto promueven la utilización de ciertas palabras como fetiches cuanto la consideración de otras como tabúes. Situaciones de ese tipo se dan con frecuencia y el fracaso de tales mágicas pretensiones es indicio de buena salud lingüística de la comunidad de hablantes, así como de buena salud democrática. De una forma u otra queda refutado el cinismo de Humpty Dumpty en A través del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado, de Carroll, al declarar que no importa qué significan las palabras, dado que lo relevante es quién manda. Parece evidenciarse un vínculo profundo entre comunicación lingüística y democracia, que después de todo son ámbitos de soberanía del pueblo.
El constatar durante los pasados meses una resistencia a la palabra “crisis” que hacía de ésta un tabú innombrable, hasta que nos hemos visto liberados de la proscripción que parecía recaer sobre su uso, no es algo relativo a un fenómeno único. Por uno y otro lado del espectro político hallamos palabras que obran como los mencionados fetiches, como si su invocación produjera poco menos que efectos sobrenaturales, y palabras tratadas como tabúes, cuya pronunciación es para algunos, como si violaran alguna prohibición, poco menos que causante de una contaminación de la que hubiera que librarse ritualmente. Este último caso es el que ha representado la misma palabra “capitalismo” durante mucho tiempo, cabe decir las últimas décadas. Costaba trabajo pronunciarla en público para referirse con ella al sistema económico en el que nos movemos, lo cual puede entenderse como parte de la rotunda victoria de la ideología neoliberal que ha sido imperante y que pretendió erigirse en pensamiento único. Ahora, cuando el capitalismo se ve en una crisis sin precedente por sus mismas dimensiones globales, nos atrevemos de nuevo a usar la palabra. Es tan bueno llamar a las cosas por su nombre como sumarnos a aquel niño del tan citado cuento de Ibsen que saltaba gritando lo que nadie decía por no querer ver la realidad como es: “¡El emperador está desnudo!”.
Ante tantos fetiches y tabúes que distorsionan la comunicación veraz que nos debemos, bien puede repararse en lo que dice uno de los personajes del escritor gallego Manuel Rivas, en su obra Los libros arden mal, acerca de “lo endemoniadas que son las palabras”, tan codiciadas por lo demás para mandar a través de ellas. Por eso es necesario utilizarlas con precisión —añade—, a la vez que se logra que “las palabras vean que no les tenemos miedo”, pues cuando eso sucede acaban dominándonos. Ninguno de nosotros es Adán para nombrar las cosas inauguralmente y si, por una parte, no tenemos que dejarnos atrapar por determinados usos lingüísticos que son como ídolos que en la plaza pública producen falsos encantamientos —ya Francis Bacon lo denunciaba en el siglo XVII—, por otra no podemos hacer con el lenguaje lo que arbitrariamente queramos –como decía enfáticamente Wittgenstein, no cabe “un lenguaje privado”—. Es el lenguaje herencia común para comunicarnos y eso es lo que debemos promover también en el debate político si queremos vivir en una democracia que dé pasos hacia objetivos de libertad y justicia como hitos del progreso que cabe perseguir. Por cierto, “progreso” es otra palabra que fácilmente se ve convertida en fetiche y frente a ello también hay que vacunarse para no repetir como farsa la trágica historia de tantos hechos escandalosos justificados en aras del progreso invocado. No cabe duda de que han crecido las dudas en torno a mucho de lo que hemos considerado progreso en los últimos tiempos. ¿Fue progreso vernos arrastrados a los enredos especulativos del capitalismo financiero propiciado por la revolución de la informática y la telemática? Cierto que no, a pesar del progreso tecnológico comportado por las llamadas nuevas tecnologías.
2. “¡ES EL CAPITALISMO!”
En la novela Los demonios, de Dostoievski, el gobernador Lembke gritaba perplejo “¡Es el nihilismo!”, cuando se percató de que ésa era la raíz de la violencia que asolaba Rusia hacia la mitad del siglo XIX. En nuestros días, cualquier persona que repare en lo que supone la crisis económica en que estamos inmersos puede acabar gritando “¡Es el capitalismo!”