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Éxodo 126
– Autor: Carlos Cruzado Catalán –
A principios de este año, los Técnicos del Ministerio de Hacienda agrupados en Gestha presentamos el informe La economía sumergida pasa factura. El avance del fraude en España durante la crisis, en el que analizamos las causas, el tamaño y el impacto que tiene la economía sumergida en España.
El informe, realizado en colaboración con la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona y dirigido por el profesor Jordi Sardà, concluye con una estimación de economía sumergida en España que equivale al 24,6% del PIB o, lo que es lo mismo, más de 253.000 millones de euros y con un aumento de 60.000 millones durante los años 2008 a 2012. En consecuencia, podemos decir que casi uno de cada cuatro euros de nuestra economía escapa del control de Hacienda y la Seguridad Social, con la sangría que eso supone para las arcas públicas, sumando más de 80.000 millones de euros anuales entre impuestos y cotizaciones sociales.
A la vista de estas cifras, la existencia de un nivel importante de economía sumergida es un problema de primer orden que puede distorsionar los valores de diferentes macromagnitudes (como la renta per cápita, que es la magnitud que se utiliza como referencia para el reparto de fondos de ayuda internacional) y, por lo tanto, puede dificultar el diseño de políticas económicas que están basadas, precisamente, en estas magnitudes. Además, la economía sumergida produce competencia desleal entre empresarios; evasión de impuestos (afecta a los ingresos del Estado y, por lo tanto, le debilita); inexistencia de regulaciones; malas condiciones laborales; escasas o nulas medidas de seguridad en el trabajo; no hay pagos a la Seguridad Social e importantes consecuencias a largo plazo (pensiones, derecho a prestaciones, etc.)
Por qué aumenta la economía sumergida
El importante incremento de la economía sumergida en los últimos años, de unos 15.000 millones anuales, se debe en gran medida al efecto “arrastre” provocado por el “boom” inmobiliario, al menos en los primeros años de la crisis, dada la gran dependencia de la economía española del sector del ladrillo en los años anteriores. Y ello, debido a la tradicional fuerza de la economía sumergida y el fraude fiscal en este sector. Hecho que constituye una de las principales causas de la masiva demanda de billetes de 500 euros en nuestro país –muy utilizados por los defraudadores para saldar operaciones al margen del fisco–, que suponen, por su valor, en torno al 75% del total del efectivo emitido en España y el 14% del total de billetes de 500 en circulación en la zona euro.
Al tsunami del ladrillo se sumaron otras causas que influyeron decididamente en el aumento del nivel de fraude, como fueron el espectacular repunte del paro –triplicándose la tasa de desempleo hasta el 26% de la población activa a finales de 2012–, las subidas de impuestos, que no fueron acompañadas de una mejora en el ya hasta entonces ineficiente control de la Administración tributaria, y la multiplicación de casos de corrupción política y empresarial.
Y es, precisamente, la inclusión del factor “corrupción” –referido tanto al ámbito político como al empresarial–, como causa del incremento del fraude fiscal, lo que distingue este informe de otros estudios anteriores en los que no se valora dicho fenómeno en tal dimensión.
Si analizamos los distintos países de la OCDE, en función de su transparencia –y en este sentido tomamos los datos de la prestigiosa organización Transparencia Internacional– y de su nivel de economía sumergida –atendiendo a los distintos informes internacionales al respecto–, observamos cómo existe una relación explícita y directa entre ambos factores, de manera que los países con mayores niveles de transparencia –y, por tanto, con menor nivel de corrupción– tienen siempre unos menores niveles de economía sumergida que aquellos menos transparentes.
En este análisis España no sale muy bien parada, dado que está más cerca de los países de la OCDE menos transparentes que de aquellos con menos corrupción y menos economía sumergida, y todavía en peor situación si comparamos solo países europeos; habiendo descendido desde que comenzó la crisis 12 puestos de un total de 175 países en la lista de corrupción elaborada por Transparencia Internacional, superándonos solo Siria en cuanto a la peor tendencia en el pasado año. Y en este sentido, hay que recordar que España ha aprobado hace menos de un año una ley de transparencia, que entrará en vigor el próximo 1 de enero, frente a la mayoría de los países europeos, que cuentan desde hace décadas con dichas normas.
La corrupción en Europa
Un mes después de la presentación del informe de GESTHA, la Comisión Europea publicó su primer estudio sobre la corrupción en Europa, en el que España figura en el tercer puesto, detrás de Grecia e Italia y al mismo nivel de Lituania y la República Checa en cuanto a la percepción que los ciudadanos tienen de la extensión de la corrupción en sus respectivos países. Un 95% de los españoles opinan que está muy extendida, frente a una media del 76% en la Unión Europea, y tan solo un 11% opina que los esfuerzos del Gobierno español para combatir la corrupción son eficaces.
Estos datos han sido corroborados, desgraciadamente, por la cantidad creciente de casos de corrupción política y empresarial que han ido saliendo a la luz a lo largo del último año, sin que, tal y como también opina la inmensa mayoría de los ciudadanos, se pueda decir que nuestros gobernantes y legisladores estén respondiendo de forma contundente al desafío que supone la extensión de dicha lacra.
Si ponemos la atención en cualquiera de los casos que, casi a diario, vamos conociendo a través de los medios de comunicación, observamos una constante que se repite en todos ellos, de manera que, junto a los distintos delitos que se imputan a los corruptos –malversación de fondos públicos, apropiación indebida, cohecho, prevaricación, falsedad…– siempre concurre el fraude fiscal, sea como infracción administrativa, si no supera los 120.000 euros, o como delito fiscal si supera tal cuantía.
Según cálculos de la Comisión Europea, el coste que la corrupción tiene para la economía de los países de la Unión gira en torno a los 120.000 millones al año, correspondiendo a España, según datos de Friedrich Schneider, 10.000 millones anuales, lo que supone casi un 1% del PIB.
Pero al margen de este cálculo, que sería el perjuicio económico directo que tendrían las actividades de los corruptos -y que otros autores, como los profesores Carmelo J. León, Jorge E. Araña y Javier de León, de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, elevan hasta los 40.000 millones, incluyendo otros efectos indirectos como el coste reputacional y otros perjuicios intangibles-, desde Gestha destacamos el efecto “no ejemplarizante” y su contribución al bajo nivel de conciencia fiscal de los españoles.
Y, hablando de conciencia fiscal, hay que decir que, más allá de nuestras fronteras, no se entiende cómo una economía tan desarrollada como la española, al margen de los problemas ocasionados por la crisis en los últimos años, tiene un nivel de economía sumergida y fraude fiscal tan elevado. Nivel más cercano al de los países menos desarrollados económicamente y, desde luego, tan alejado del que se da en otros estados de nuestro entorno, a los que, sin duda, deberíamos aproximarnos. Y en este sentido conviene destacar que rebajar ese porcentaje del 24,6% del PIB hasta niveles por debajo del 15%, homologables a dichos países, nos reportaría unos ingresos cercanos a los 40.000 millones anuales, suficientes para pagar los intereses de la deuda presupuestados para 2015 y reponer buena parte de los 8.000 millones que el gobierno acaba de tomar del Fondo de Reserva de las pensiones, para pagar las del mes de diciembre.
Un problema de moralidad
Pero más allá de datos económicos es necesario aceptar que en España hay un grave problema de moralidad en todo lo relacionado con el pago de impuestos, muy enraizado en nuestra cultura e instituciones, como lo demuestra el que casi la mitad de los españoles, según las encuestas realizadas por el Instituto de Estudios Fiscales en los últimos años, justifican de alguna manera el fraude fiscal. Y es, precisamente, entre las causas que generan dicho problema, en donde podemos encuadrar, como una de las más relevantes, la falta de transparencia que ha dominado históricamente nuestra Administración pública en el sentido más amplio, incluyendo al gobierno, a los órganos constitucionales y a las más altas instituciones del Estado.
Tampoco hay que olvidar que detrás de la existencia de un determinado nivel de economía sumergida está lo que una sociedad quiere ser. Se trata, básicamente, de un problema de moralidad. Cuando a una sociedad no le parecen condenables ciertas actitudes relacionadas con la economía sumergida (por ejemplo, no está mal visto no pagar el IVA o intentar defraudar a Hacienda en general) es que esta sociedad está optando por una economía con un elevado índice de economía sumergida y con todas las implicaciones que ello conlleva. Al contrario, cuando una sociedad percibe que este tipo de actitudes y comportamientos perjudica a la colectividad y son condenables es cuando el problema de la economía sumergida se minimiza. Y en este sentido, los múltiples casos judiciales que afectan a las élites política y empresarial son un reflejo de esa cultura permisiva con el fraude y su actitud no incentiva a la ciudadanía a pagar sus impuestos.
La falta de interés ciudadano que año tras año se reproduce en relación con el debate anual de los Presupuestos Generales del Estado y que nos separa de la mayoría de los países con democracias consolidadas históricamente, en las que los contribuyentes sí muestran gran interés por conocer el destino que los responsables políticos dan a los impuestos recaudados, es un claro exponente -y asimismo una rémora para cambiar la situación- de la citada falta de transparencia. Y tiene su causa, seguramente, en la opinión generalizada entre los ciudadanos de que nuestros gestores públicos despilfarran en gran medida los recursos, cuando no caen directamente en actividades ligadas a la corrupción, sin que funcionen los mecanismos de control que deberían prevenir y corregir dicha situación.
Dicha falta de transparencia, con el consiguiente nivel de corrupción que conlleva necesariamente, no puede decirse que sea el mejor aliciente para que los ciudadanos cambien esa forma de pensar respecto al pago de impuestos, que ve con buenos ojos, en muchos casos, el hecho de no pagar el IVA en los servicios o suministros que demanda, o escriturar una vivienda por un valor inferior al realmente pagado, por citar algunos ejemplos que, desgraciadamente, se repiten en el día a día, a pie de calle.
Los ya casi innumerables casos judiciales que afectan a las élites políticas y empresariales son el reflejo de esa cultura permisiva con el fraude, que se ha retroalimentado con ese comportamiento ciudadano de desinterés por conocer y poder influir en el destino que los gestores dan a los fondos recaudados a través de los impuestos. Cultura que, afortunadamente, empieza a cambiar, debido en gran medida a la situación de crisis que afecta, a través del desempleo y de los recortes en políticas sociales, a la mayoría de ciudadanos.
Y es esa falta de ejemplo de muchos políticos y empresarios “ilustres”, unida a la de los partidos y organizaciones en las que se encuadran, que tienden, cuando no a justificar sí a minusvalorar la importancia del delito fiscal –con frases tan poco afortunadas como la de que “las infracciones tributarias son como las de tráfico, y en ese sentido, ¿quién no ha cometido alguna vez una?”, pronunciada por el máximo responsable de la patronal de empresarios; o “solo ha sido condenado por delito fiscal y no por otros más graves” que dijo recientemente un diputado nacional en referencia a un compañero de partido condenado por cuatro delitos fiscales– la que influye directamente en la falta de conciencia fiscal del ciudadano de a pie, que justifica de esa manera su comportamiento elusivo frente al IVA o al pago de otros impuestos.
A este respecto, las élites políticas y empresariales de este país deberían tener muy presente la célebre frase de Albert Einstein: “Dar ejemplo no es la principal manera de influir en los demás, es la única”, tantas veces repetida y tan poco secundada.
Un sistema tributario injusto
Muy relacionado también con el bajo nivel de conciencia fiscal de los españoles, debemos hacer referencia, por último, a la percepción que los ciudadanos tienen respecto de la justicia del sistema fiscal. Según los últimos datos del CIS, a julio de 2013, el 87% de los españoles piensan que los impuestos no se pagan justamente, que no paga más quien más tiene. Percepción que se corresponde con la realidad si analizamos los principios que, según el artículo 31.1 de la Constitución, deben informar nuestro sistema tributario (generalidad, igualdad, progresividad y capacidad económica), hoy en entredicho como consecuencia del fraude fiscal, de las SICAV, de las Entidades de Tenencia de Valores Extranjeros y de otros mecanismos de elusión, de la diferencia entre la tributación de las distintas fuentes de renta, de los menores tipos efectivos pagados por las grandes empresas respecto de los pagados por las pymes, de la amnistía fiscal, del funcionamiento de la Agencia Tributaria, etc.
Por todo ello, consideramos necesario un cambio radical en la actuación de los responsables políticos, tanto del poder ejecutivo como del legislativo, en los distintos niveles territoriales, para sancionar y prevenir los comportamientos ligados a la corrupción, así como reformando la actual situación de falta de equidad del sistema tributario, promoviendo un cambio de la opinión pública sobre los impuestos. Para ello, es condición también necesaria e imprescindible actuar desde las primeras etapas del sistema educativo, destacando el valor de los impuestos como el precio en democracia de los servicios públicos, así como la importante función redistributiva que además conllevan, de manera que cualquier ciudadano tenga claro, en todo momento, que quien defrauda, defrauda a todos.