Escrito por
Éxodo 102 (ener.-febr’10)
– Autor: Esteban Tabares –
Derechos sociales y culturales de las personas inmigrantes
¿PUENTES O FOSOS?
“En primer lugar construyó en las dos orillas, a gran profundidad y en el lugar en donde las aguas son agitadas por los vientos, un muelle… Después reunió barcos y los unió entre sí con cuerdas… Tomó cadenas de hierro y las entrelazó a los barcos hasta que formaron una cadena continua… Tuvo cuidado de tapar las fisuras y calafatearlo; de esta manera, parecía una gran alfombra extendida…”.
Así relata el polígrafo Al-Dimasqui las hazañas del legendario andalusí llamado Du-l-Qarnayn, al que otras mitologías identifican con Alejandro Magno. Se cuenta que Du-l-Qarnayn construyó un largo puente para unir Europa y África por el Estrecho de Gibraltar y se cuenta también que una gran tormenta lo hundió en la profundidad del mar. Nunca más tuvimos la oportunidad de contemplar y vivir semejante experiencia.
La verdad es que nunca existió ese mítico puente. Al contrario, sólo hubo lejanía o invasiones en ambos sentidos. Actualmente, la globalización ya no precisa construir puentes materiales, pues el modelo de Mercado Único salta todas las fronteras. Como contrapartida, ha provocado un desplazamiento imparable de personas que buscan una vida mejor. La respuesta aquí es siempre defensiva: no se facilitan puentes, sino vigilancia, alambradas y leyes de extranjería. Mas la pregunta sigue en pie como desafío permanente: ¿Construiremos los necesarios “puentes mentales” para cambiar las cabezas cerradas y los egoísmos mercantilistas y poder apreciar así que los “otros” no son una amenaza, sino una gran oportunidad de humanización recíproca y de ir avanzando en fraternidad universal?
“Ahora que es posible, es imprescindible movilizar un gran clamor popular a favor de la vida, para construir puentes donde hoy hay brechas, lazos donde hoy hay rencor, animadversión, incomprensión, para que germinen y fructifiquen la justicia y la paz” (Mayor Zaragoza).
HACIA EL DERECHO DE CIUDADANÍA PLENA
A todos los niveles hemos de tomar conciencia de que España es ya un país de inmigración y que las personas inmigrantes no están de paso, sino que han venido para quedarse. Ante tal hecho estructural no son buenas las medidas transitorias o provisionales.
“En los primeros años podría haberse pensado que España era simplemente un lugar de paso hacia otros destinos, o que la inmigración era un fenómeno temporal ligado a problemas económicos, sociales o políticos en los países de origen. Hoy sabemos que la conversión de España en un país de inmigración y su consolidación como país de destino en el mapa migratorio internacional y en el imaginario de muchos inmigrantes es un proceso continuado en el tiempo y que se mantendrá al menos durante varias generaciones”.
Creer que estamos ante algo circunstancial o que puede frenarse cerrando las puertas es querer hacer política con la inmigración en lugar de abordar una política de inmigración integral y estable que armonice con justicia los intereses de todos los implicados. La inmigración es un hecho humano tan profundo y una cuestión estructural tan global que es ingenuo y, peor aún, perverso querer regularla según los intereses políticos o económicos de cada coyuntura social.
De hecho, en todas partes las personas inmigrantes se hallan en situación de exclusión jurídica más o menos dura, puesto que siempre son consideradas dentro de otras categorías diferentes de los nacionales o autóctonos. No gozan de plenitud de derechos en ningún país, aunque sí de deberes. Eso significa una gran contradicción, puesto que dentro de nuestras sociedades modernas (Estado de Derecho, libertad, igualdad, etc.) perviven modelos jurídicos casi grecoromanos (amos-esclavos), o medievales (señores-siervos), dado que hay diferencia de derechos para unos y para otros. Es decir: no vivimos en una sociedad de iguales, aunque así se pregone.
Va naciendo la inaplazable tarea de redefinir quiénes son miembros de pleno derecho en la sociedad, dado que el viejo modelo de pertenencia se ha vuelto inservible por anacrónico e injusto. Ante la inmigración actual –provocada en gran medida por los fenómenos de globalización y el consiguiente empobrecimiento de grandes áreas del mundo–, no hay que discutir cuántos derechos les concedemos o no a los extranjeros que viven aquí, según sea en cada ocasión el umbral de empleabilidad o de tolerancia, o los equilibrios entre las diversas opciones políticas en el poder.
La cuestión a resolver es mucho más profunda y radical. Se trata de afrontar el reconocimiento del derecho de ciudadanía plena, sin rebajas ni recortes. Se trata de que las personas no nacidas aquí disfruten de iguales derechos por ser personas y no por ser naturales (nacionales) del país de llegada. Puesto que “La ciudadanía, o es un proyecto universal, o es una penosa cobertura del privilegio” (Ralf Dahrendorf). Para alcanzar esa lejana meta habrá que lograr en el futuro separar jurídicamente el derecho de ciudadanía de la nacionalidad y vincularlo únicamente a la residencia, de modo que quienes vivan establemente en un país sean plenos ciudadanos de ese país (en nuestro caso, y por extensión, también de la UE), al margen del lugar donde hayan nacido. La historia nos está imponiendo avanzar hacia una ciudadanía transnacional y desterritorializada, que nos lleve a alcanzar algún día para quienes llegaron de fuera el derecho a ser iguales en derechos.
“El acceso a la ciudadanía fue una conquista de los movimientos sociales del siglo XX, que lograron la extensión de los derechos democráticos a capas de población más amplias que la clase burguesa (…). Ahora, diversos colectivos pugnan por constituirse en sujetos de derecho (…) como mecanismo de inserción en la globalización en condiciones que les permitan escapar de la situación de exclusión”.
La presencia de colectivos inmigrantes origina nuevas necesidades sociales y reclama su participación en igualdad en la vida en común: han de ser ciudadanos de pleno derecho, como nuevos vecinos que son. Sin embargo, lo cierto es que generalmente las minorías étnicas o culturales son consideradas en todas partes como ciudadanos de segunda y no se promueven acertadas políticas de integración, a pesar de que “Las personas inmigrantes han pasado ya a formar parte del nosotros común de la sociedad española. Su presencia transformará profundamente, está transformando ya, nuestra sociedad, tanto desde una perspectiva demográfica y económica como cultural y política”..
No obstante, la realidad social en los países de llegada indica que a los inmigrantes “los necesitamos, pero no los queremos” y desde esa posición muy generalizada la convivencia democrática se hace difícil. Las actitudes racistas y xenófobas crecen en la medida en que crece la exclusión. Profundizar en la democracia es aceptar la convivencia dentro del mismo territorio de una pluralidad de colectivos diversos, también los extranjeros. Esto nos exige vivir la libertad al servicio de la inclusión social y vivir la igualdad al servicio de la diferencia. Si no trabajamos en esta dirección podría suceder (¿o ya está aquí?) lo que presagia Rafael Sánchez Ferlosio en este duro poema:
Vendrán más años malos / y nos _ harán más ciegos; _ vendrán más años ciegos / y nos _ harán más malos. _ Vendrán más años tristes / y nos _ harán más fríos _ y nos harán más secos / y nos _ harán más torvos.
¿ESTADO DE DERECHO O ESTADO DE SITIO?