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CIUDADANÍA, UN PROYECTO PARA LA DIVERSIDAD

Éxodo 94 (may-jun.’08)
– Autor: Julián Arroyo Pomeda –
 
Cuando sale el tema de la diversidad cultural en las conversaciones entre profesores, no es raro oír que no entienden qué nos sorprende tanto. Al fin y al cabo, diferencias hemos tenido continuamente en las aulas, los niveles culturales se hacen evidentes curso tras curso. Todos nos hemos arreglado siempre para superar las dificultades que esto implica.

Cuenta la gente mayor que lo que sí tenía mérito era contemplar el trabajo cotidiano de los maestros en clases unitarias, en las que uno sólo enseñaba a 60 ó 70 estudiantes de todas las edades y con bases muy distintas. Además, la única enseñanza que recibían era la de la escuela del pueblo en el que vivían: no había

otra posibilidad de cursar un nivel superior de enseñanza. No hablemos de las condiciones para impartirla, porque muestran con rotundidad que cualquier tiempo pasado fue realmente peor.

Según esto no son, pues, nuevas, ni de ahora la diversidad y las diferencias. Acaso tienen muchos años ya en su haber. Sin embargo, es en la actualidad cuando se plantea el problema de la diversidad cultural. ¿Es

correcto semejante proceder? ¿Las diferencias actuales tienen algo que ver con las anteriores? Cambian los tiempos, qué duda cabe.

1. ¿Poner puertas al campo?

No se trata de discutir si ponemos puertas al campo o no lo hacemos, porque no se puede, sencillamente. El campo en que actualmente nos movemos es el de la diversidad cultural, entre otros.

Siempre hubo movimientos migratorios, es verdad. Hoy, en cambio, parece que la emigración se está convirtiendo en un fenómeno universal con el que hay que contar, quiérase o no. Nuestras sociedades han dejado de reflejar un solo color y hoy encontramos en ellas una gama de colores cada vez mayor.

Contemplar algunas cifras y porcentajes de inmigración iluminará la perspectiva de análisis. Aunque los porcentajes no sean todavía excesivos, sí son bastantes los emigrantes, constituyendo ya una realidad de población con cuya diversidad hay que contar necesariamente, porque no existen tantas puertas como para cubrir todo el campo. Veamos un primer gráfico del Instituto Nacional de Estadística, que ha publicado, como avance, el 19 de junio de 2008, en el que se comparan los datos actuales con los del año 2007.

A simple vista, observamos que la población extranjera en nuestro país sobrepasa ya 5,2 millones. Además, se notan diferencias considerables entre las Comunidades, presentándose franjas de entre 3,2 al 20,8 en los porcentajes. Igual pasa en cuanto al número: hay comunidades que absorben más de 1 millón de personas, mientras que otras sólo tienen poco más de 35.000. También ocurre que, aunque la media esté en el 10,0, existen Comunidades que casi la duplican, mientras que otras probablemente no la alcanzarán en mucho tiempo. No se les escapará a los lectores las razones y las causas del fenómeno, sin duda.

Véase igualmente otro gráfico con los lugares de procedencia.

Cabría señalar que, mientras los ciudadanos extranjeros de algunos países vienen para buscar oportunidades y ganarse la vida, otros llegan para pasar la jubilación, atraídos por el clima, el nivel de vida, las gentes del país, su gastronomía y paisajes, etc. Unos quieren disfrutar la propiedad que tienen adquirida, otros vienen con lo puesto, incluso sin un lugar donde vivir y hasta carentes de legalización.

Se da el caso -como está ocurriendo recientemente- que los gobiernos ofrecen a los inmigrantes incentivos económicos para que puedan poner un negocio en su país y regresar a él, pero ocurre frecuentemente que éstos lo rechazan, porque prefieren la seguridad con la que cuentan aquí, a pesar de todas las dificultades que se les echan encima. No sólo no fue posible poner puertas al campo, sino que ni siquiera mediante ofertas económicas se les puede hacer volver, porque no quieren para ellos ni para su familia las condiciones de vida de las que una vez huyeron.

En otros tiempos los emigrantes que iban a un país lo hacían para adquirir recursos económicos, mediante la dedicación al mayor trabajo posible y ahorrando todo lo que podían, porque su objetivo era volver y situarse en el lugar del que salieron y que permanentemente añoraban. Ahora no sucede así: han venido para quedarse, si obtienen la legalización. Procuran que sus hijos adquieran lo antes posible la nacionalidad y se formen de acuerdo con las normas que sigue en el país de acogida. Vienen con el deseo de permanecer.

2. Todo canto hace pared

Consideremos ahora el hecho de que España es uno de los países en los que se da más emigración. No es el momento de analizar los factores que contribuyen a ello, sino de constatar una realidad. Ni los controles marítimos, aéreos y terrestres, ni las expulsiones, ni las leyes de extranjería, ni siquiera los convenios firmados con los gobiernos de los países de donde proceden los flujos parecen disuadir a los que se acercan a nosotros. Resulta angustioso comprobar verano tras verano, con la llegada del buen tiempo, las pésimas condiciones a las que se someten para poder venir.

Ante semejante situación, el país tiene que recibir a la emigración. Cuando llegan a nuestra sociedad, una de las primeras palabras que aprenden es la de ‘trabajo’, porque ciertamente buscan eso, trabajar para comer y poder vivir. Todavía resulta más difícil la situación al venir con hijos, muchas veces de corta edad y, en cualquier caso, con necesidades de escolarización. El Estado tiene que garantizarles este derecho. Por qué ha de hacerlo, se preguntarán algunos. Por ser el de la educación uno de los derechos básicos. Así quedan recogidos en las escuelas hasta que les llega la edad para poder trabajar.

En este momento se produce un importante fenómeno social: los niños se encuentran con los escolares de aquí y conviven con ellos muchas horas al día. Se produce así el contacto con la cultura del país de acogida y, a través del instrumento escolar, también sus padres conocen la forma de vida, las costumbres y los valores de esta su nueva sociedad.

No se puede eludir que la concentración de estudiantes procedentes de la emigración aumenta las dificultades en las escuelas públicas, pero también es cierto que generalmente -con las excepciones que proceda señalar- son bien acogidos y bien tratados. Esto hace que nos encontremos con padres emigrantes agradecidos, cuando ven que a sus hijos se les trata como iguales. Probablemente no ocurra lo mismo con ellos en sus trabajos. Ahora bien, si somos justos, nada se pierde. Cuando se organiza bien el fenómeno de la emigración ganan los centros escolares, que a veces tienen escasez de alumnos por causa del bajo nivel de natalidad. Gana también la caja de la Seguridad Social, pues muchos más trabajadores son lo que cotizan, contribuyendo con sus impuestos al aumento de la riqueza del país.

No puede olvidarse tampoco que los trabajos que consiguen no se encuentran entre los de mayor consideración económica y social. Seamos justos: la mayoría se dedican a aquellos oficios que los autóctonos rechazan expresamente. El dúo nosotros y los otros está necesitado de una conjugación más adecuada. Estos otros no pueden ser excluidos, incluso sin tener en cuenta la idea de la dignidad humana, es que muchas veces se hacen imprescindibles, necesitamos de sus aportaciones. Claro que se dan situaciones hasta de violencia y encontronazos, no lo negaré, pero las fracturas disminuirán cuando se sientan integrados y no excluidos. Cualquier canto hace pared, dice sabiamente el refrán.

Por otra parte, el profesorado se queja de no estar preparado para la diversidad cultural de tantos alumnos como llegan. Las administraciones no puede echar balones fuera, ni seguir aumentando ratios por ahorrar en sus presupuestos, ni continuar con programas que no pisan la tierra. Reconocer esto es una cosa y otra muy distinta, la falta de compromiso con esta diversidad cultural, porque éste es el mejor camino para aumentar las desigualdades. Hay un principio básico en educación, que es el de la justicia social como ha desarrollado Connell. Podría ser una sencilla compensación a las prácticas de actuación, en las que sólo priman los puros intereses económicos (necesitamos quien nos recoja la fruta y las verduras para que no se pierdan; también necesitamos mano de obra barata que cultive la tierra de la que después obtenemos el fruto que pondremos en el mercado), o utilitarios (interesa aumentar los niveles demográficos que emplearemos después en nuestro sistema productivo). Nada se pierde, otra vez, y todos salimos ganando.

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