Escrito por
Éxodo 118 (marz.-abril) 2013
– Autor: Leonardo Boff –
LA CRISIS POSCONCILIAR DE LA IGLESIA
No es ninguna sorpresa la agudísima crisis que hemos venido padeciendo en la Iglesia. Se venía cerniendo desde los años 70, cuando progresivamente vimos cómo se iban apagando el espíritu y las propuestas renovadoras del Vaticano II. La sorpresa se convirtió en decepción, pues contra todo lo esperado, en ella volvían a aposentarse paradigmas doctrinales del pasado. Quedaban, es cierto, los documentos conciliares y la experiencia renovadora aplicada, pero el vendaval de la involución arrancaba o paralizaba la siembra posconciliar y agravaba el malestar.
Parecía que el concilio saldaba la hostilidad con la modernidad, sacaba a la Iglesia de su atraso y enclaustramiento y la lanzaba a situarse en medio del mundo con una actitud nueva de respeto, apertura, diálogo y colaboración, afrontando con humildad los retos del ecumenismo, del diálogo interreligioso, de la autonomía de la ciencia y de las realidades terrenales y sociales y del compromiso profético contra la desigualdad, la injusticia, la pobreza, el hambre, la tiranía de los imperios y la explotación de unos pueblos por otros. Era un florecer primaveral, rejuvenecedor, que nos llenó de optimismo.
Por eso, el parón en esos momentos hizo la crisis más aguda y llevó a muchos a decaer, frustrarse, como si la renovación fuera imposible.
La crisis posconciliar restauracionista arrastraba en su cabalgar la muerte infligida a miríadas de conciencias reilusionadas por el nuevo espíritu del concilio. Aquel cabalgar no era posible sino porque quienes lo animaban contaban con el soporte, la estructura y la inercia de una cristiandad por siglos cohesionada en otro modelo y pautas de comportamiento.
La sacudida del concilio fue enorme hacia dentro y fuera de la Iglesia, pero en el transcurso de unos pocos años vimos hasta dónde llegaba el arraigo terrible de la transformación sufrida por la Iglesia, en tiempos del papa Gregorio VII en 1077. Para defender sus derechos y la libertad de la iglesiainstitución contra los reyes y príncipes que la manipulaban, publicó un decreto bajo el significativo título “Dictatus Papae” ,“La dictadura del Papa”, por el que asumía todos los poderes, pudiendo juzgar a todos sin ser juzgado por nadie. Jean-Yves Congar, el gran historiador de las ideas eclesiológicas, consideraba ésta como la mayor revolución que ha habido en la Iglesia.
Y, en realidad de verdad, esa es la comprensión reflejada en el canon 331 del Derecho Canónico: “En virtud de su oficio, el Papa tiene el poder ordinario, supremo, pleno, inmediato y universal” y en algunos casos específicos, “infalible”. El mismo Congar escribió (La Croix, 9-8-1984): “El carisma del poder central es no tener ninguna duda. Pero no tener dudas acerca de uno mismo es, a la vez, magnífico y terrible. Es magnífico porque el carisma del centro es precisamente mantenerse firme cuando todo vacila a su alrededor. Y es terrible, porque los hombres que están en Roma tienen límites, límites en su inteligencia, límites en su vocabulario, límites en sus referencias, límites en su ángulo de visión”.
JOSEPH RATZINGER EN LA CRESTA DE LA CRISIS BAJO SU TRIPLE PAPEL DE TEÓLOGO, PREFECTO Y PAPAJ
OSEPH RATZINGER, TEÓLOGO RESTAURACIONISTA MEDIEVAL
Ratzinger, antes que Prefecto y Papa, era teólogo y habremos de ver cómo actuaron en el interior de su personalidad estas tres facetas.
Yo conocí a Benedicto XVI primero de todo como teólogo, en Alemania, en mis años de doctorado, años 1965- 1970. Pude escuchar muchas de sus conferencias. Hablando con él, se interesó por mi tesis doctoral “El lugar de la Iglesia en un mundo secularizado”, hasta el punto que me buscó una editorial para publicarla –un tocho de 500 páginas– y pagarme él mismo la edición. Después, durante los años 1975-1980, trabajamos juntos en la revista internacional Concilium, cuyos directores se reunían todos los años en la semana de Pentecostés en algún lugar de Europa, siendo yo el responsable de la edición en portugués. Con esta ocasión, mientras los otros hacían la siesta, él y yo paseábamos y conversábamos sobre temas de teología, sobre San Buenaventura y San Agustín, autores en los que él era especialista, sobre la fe en América latina…
Todo esto hizo que cuando en 1984 fue nombrado presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, yo me sintiera sumamente feliz, pensando que al fin había un teólogo al frente de dicha institución. Le escribí, pero mi contento duró poco tiempo, pues no habían pasado ni 20 días y ya me llegó una carta suya en la que me decía que, en la Congregación que él presidía, había varios asuntos relacionados conmigo, que había que resolver. Se refería, en especial, a mi libro “Iglesia: carisma y poder” (Vozes 1981; Sal Terrae 1982).
La noticia no es que me sorprendiera, pues sabía que por la publicación de mis libros, obispos del Brasil conservadores y perseguidores de teólogos de la liberación escribían a Roma expresando sus quejas y comentando el daño que mi teología podía hacer a los fieles. Y, tal como temí, esta táctica comenzó a producir un efecto de contaminación en el nuevo Prefecto. Los que le rodeaban le presionaban acendrando el peligro y escándalo de mi doctrina y él, sin verificarlo directamente, los creía y de esa manera aumentaba la predisposición contra mí.
Digo esto porque, con ocasión del libro citado, lo tuve como juez, juntamente con 13 cardenales más. Todos opinaron y decidieron en contra, excepto él, que fue discrepante de la mayoría. Él conocía otros libros míos, me había expresado que le gustaban e incluso delante del Papa Juan Pablo II me había apoyado y elogiado. Por otra parte, él fue testigo de cómo la presidencia de la Conferencia Episcopal Brasileña y dos de sus cardenales, Aloysio Lorscheider y Paulo Evaristo Arns, me defendieron y le pusieron en aprietos asegurándole que las críticas que él había hecho contra la teología de la liberación eran eco de sus detractores y no un análisis objetivo. Los tuvo en cuenta y aceptó la idea de un nuevo documento positivo. Yo mismo y mi hermano Clodovis fuimos invitados a presentar un esquema. En un día y una noche lo hicimos y lo entregamos.
A pesar de todo, me sometió a un tiempo de “silencio obsequioso”, tuve que dejar la cátedra y me fue prohibido publicar cualquier cosa. Nunca dejé la Iglesia, aunque sí dejé, dentro de ella, la función de presbítero.
A pesar de todo lo ocurrido, sigo pensando que Benedicto XVI fue un eminente teólogo, pero un teólogo nostálgico de la síntesis medieval. Su visión era restauracionista. Sus ídolos teológicos eran San Agustín y San Buenaventura, que mantuvieron siempre una gran desconfianza de todo lo que venía del mundo, contaminado por el pecado y necesitado de ser rescatado por la Iglesia. Es una de las razones que explican su oposición a la modernidad a la que ve bajo la influencia del secularismo y el relativismo y fuera del ámbito de influencia del cristianismo, que ayudó a formar Europa.
JOSEP RATZINGER, GUARDIÁN DE LA ORTODOXIA
El Prefecto Ratzinger estaba y actuaba dentro de la lógica de un sistema cerrado y autoritario, que no cultiva el diálogo y el intercambio. Quien no se alineaba plenamente con tal sistema, era natural que se sintiera vigilado y controlado. De acuerdo con esa lógica, el Prefecto Ratzinger condenó, silenció, depuso de la cátedra o transfirió a más de cien teólogos. Es triste tener que admitirlo, pero quienes están dentro de ese sistema se sienten condenados a hacer lo que hacen con la mayor buena voluntad. Pero como Blaise Pascal dijo: “Nunca se hace el mal tan perfectamente como cuando se hace con buena voluntad”. Sólo que esta buena voluntad no es buena, pues crea víctimas. A pesar de ello, no me queda más sentimiento para quienes se mueven dentro de la lógica de este sistema que la compasión y misericordia. Dicha lógica está a añosluz de la práctica de Jesús.
JOSEPH RATZINGER, UN PAPA FRUSTRADO
Desde que lo conocí, tuve la impresión de que a Ratzinger le venía grande la responsabilidad de ser Papa. Él era un profesor hecho para el estudio, la investigación y la docencia, no un pastor. Es fácil entender que enfrentarlo a otras tareas de gestión y gobierno, de relación con la gente, de solución de problemas y de conflictos, de trato con entidades de todo tipo, no era lo suyo, le hacían sentirse como forzado. Desde su timidez, yo imaginaba el esfuerzo que debía hacer para saludar al pueblo, abrazar a las personas, besar a los niños. No tenía el carisma de dirección y animación de la comunidad, como lo tenía Juan Pablo II. Entendí que, aun siendo un papa autoritario, no estaba apegado al cargo de papa.
Sin embargo, y pese a su timidez, reintrodujo la misa en latín, escogió vestimentas de los papas renacentistas y de otros tiempos pasados, mantuvo los hábitos y ceremoniales palaciegos, a quien iba a comulgar le ofrecía primero el anillo papal para que lo besase y luego le daba la hostia, cosa que ya no se hacía. Su visión era restauracionista y es un nostálgico de una síntesis entre cultura y fe que existe en su Baviera natal.
Benedicto XVI frenó la renovación de la Iglesia incentivada por el Concilio Vaticano II. No acepta que haya rupturas en la Iglesia, así que prefirió un punto de vista lineal, reforzando la tradición. Sucede que la tradición del siglo XVIII y XIX se opuso a todos los logros modernos, de la democracia, de la libertad religiosa y otros derechos. Él ha tratado de reducir las Iglesia a una fortaleza para defenderse de estas modernidades y veía el Vaticano como un caballo de Troya a través del cual podían entrar.
Desgraciadamente, pasará a la historia como el Papa que criticó fuertemente la teología de la liberación, interpretada a través de sus detractores y no a través de las prácticas pastorales y libertadoras de obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que hicieron una opción seria por los pobres contra la pobreza y a favor de la vida y la libertad. Por esta causa justa y noble fueron mal interpretados por sus hermanos en la fe y muchos de ellos detenidos, torturados y asesinados por los órganos de seguridad del estado militar: así, el obispo Angelelli, el arzobispo Oscar Romero, Dom Helder Cámara (el mártir que no mataron) y tantos otros más. No negó el Vaticano II, pero lo interpretó a la luz del Concilio Vaticano I, que está centrado en la figura del Papa con poder monárquico, absoluto e infalible.
Así que se produjo una gran centralización de todo en Roma, bajo la dirección del papa que, ¡pobre! tiene que conducir una población católica del tamaño de la China.
LOS ESCÁNDALOS ESTA VEZ -PROVIDENCIAL VATILEAKSSE HAN HECHO PÚBLICOS Y HAN HECHO ESTALLAR LA INDIGNACIÓN DEL PAPA Y DE LA MAYORÍA DE LOS CRISTIANOS
LA IGLESIA SIEMPRE FUE CASTA MERETRIX, SANTA Y PECADORA
Las noticias se fueron sucediendo y fueron apareciendo los informes de pedofilia en tantas diócesis, de un ambiente de promiscuidad y de una red de homosexualidad gay en el Vaticano, de luchas de poder entre “monsignori”, de una atmósfera interna de sospechas, de creación de grupos enfrentados con acusaciones de relativismo y magisterio paralelo, de instalación de privilegios, hábitos, costumbres políticas palaciegas y principescas, de resistencia y oposición que prácticamente impidieron todos los intentos de reforma.
Ciertamente, quien conoce un poco de historia de la Iglesia no se escandaliza por esto. Ha habido momentos de verdadero desastre del Pontificado con Papas adúlteros, asesinos y traficantes.
Siempre se dice que la Iglesia es “santa y pecadora” y debe ser “reformada siempre”. Pero eso no es lo que sucedió durante siglos, ni siquiera después del explícito deseo del Concilio Vaticano II y del Papa Benedicto XVI.
El vicio del meretricio de la Iglesia está presente en la teología, lo aborda en detalle el teólogo Hans Urs von Balthasar (ver Sponsa Verbi, Einsiedeln 1971, 203-305). Lo critican duramente los Santos Padres y también los Santos, por ejemplo, san Antonio de Padua que escribe: “Los obispos son perros sin ninguna vergüenza”, “monos en el tejado, presidiendo desde ahí el pueblo de Dios”, “el obispo de la Iglesia es un esclavo que pretende reinar, príncipe inicuo, león rugiente, oso hambriento de presa que despoja a los pobres” (Sermones,2 vol., Lisboa, 1895, pp. 278,348).
Benedicto XVI comenta, al referirse a este tipo de denuncias: “El sentido de la profecía en realidad reside menos en algunas predicciones que en la protesta profética: protesta contra la autosatisfacción de las instituciones, que sustituye la moral por el rito y la conversión por las ceremonias”. Y refiriéndose a Pedro, ve cómo se da en él la tensión entre la traición y la fidelidad, “Pedro sigue siendo las dos cosas: piedra y escándalo” (El nuevo pueblo de Dios, 1972). Todo esto nos hace reconocer que la institución de papas, obispos y sacerdotes se compone de hombres que pueden traicionar, negar y hacer del poder religioso negocio e instrumento de autosatisfacción. Reconocer esto es terapéutico pues nos cura de una ideología idólatra en torno a la figura del papa, considerado prácticamente infalible. Hay movimientos y grupos conservadores y fundamentalistas que alimentan esta papolatría, que el Papa Benedicto XVI trató siempre de evitar.
LOS ESCÁNDALOS CONSECUENCIA DE LA CENTRALIZACIÓN ABSOLUTISTA DEL PAPADO
Todo lo dicho nos lleva a poder afirmar que el rechazo u olvido de la reforma era y es consecuencia de una causa principal: la centralización absolutista del poder papal, de un poder que hace a todos vasallos, sumisos, ávidos de estar físicamente cerca del portador del poder supremo, el Papa. Un poder absoluto limita y hasta niega la libertad de los demás, favorece la creación de grupos anti-poder, camarillas de burócratas de lo sagrado unas contra otras, practica la simonía, que es la compra y venta de favores, hace problemática la observancia del celibato dentro de la curia vaticana, promueve la adulación y destruye los mecanismos de transparencia. En el fondo, todos desconfían de todos. Y cada uno busca su satisfacción personal como puede.
Mientras este poder no se descentralice y no dé más participación a todos los sectores del pueblo de Dios, hombres y mujeres, en la conducción de los caminos de la Iglesia, el cáncer que causa esta enfermedad perdurará.
¿LA RENUNCIA DE BENEDICTO XVI DEVIENE PROFÉTICA?
Y hago está crítica como la hacen cuantos aman a la Iglesia, con un amor que no nos hace indiferentes, pues sabemos que por muchos y malos que hayan sido los errores y equivocaciones históricas, la Iglesiainstitución guarda la memoria sagrada de Jesús y la gramática de los Evangelios. Ella predica la liberación, sabiendo que son otros los que se liberan y no ella.
Pues bien, todo esto, esa gravísima madeja de vicios y pasiones, abusos e irregularidades, justo cuando parecía decidido a sanear, poner orden y emprender reformas en el Vaticano, le estalla al Papa Benedicto XVI. Y le estalla a sus 86 años, sin que antes hubiera calibrado tan de cerca la ciénaga de tanta suciedad y el escalofrío de quienes, a su sombra, urdían intereses propios y se combatían secreta e inmisericordemente.
Es aquí, creo, donde surge la renuncia íntima e inapelable del Papa. No es raro que, en estos momentos, pensara “Jamás pensé encontrarme con esto”, “dónde me he metido, Dios mío” y, abrumado y apenado, con humildad y acuerdo interior, decidiera confesar su propia impotencia, anteponer el bien de la Iglesia a su propio bien y devolverle la misión para la que no se consideraba capacitado, física ni espiritualmente.
Y, a la vez, rasgaba el velo sagrado de la omnipotencia del Papa y del Papado, lo denunciaba como causante de una situación tan desmesuradamente extraña e inhumana, tan poco evangélica, y exigía desoír cuantas falsas razones se venían dando para temer o huir de las necesarias e inaplazables reformas.
¿Sería el momento de que otros muchos abrieran su conciencia a una reforma, y reformas, humana y evangélicamente inaplazables?