Escrito por
Éxodo 144
– Autor: Jaime Pastor –
“¡En el 68 tuve la impresión de vivir lo que se había vivido en el 89, durante la Comuna, y también en 1830 y 1848!”, Denise (Nicolas Daum, Mayo del 68: la palabra anónima, Madrid, Acuarela & Machado, 2018, p. 327).
Mucho se ha escrito sobre el 68 con ocasión de conmemoraciones anteriores, pero de nuevo con ocasión de este cincuentenario nos ha llegado otra oleada de publicaciones, procedente sobre todo del país que fue el epicentro de aquel año, Francia. Esta vez, además, la historia oral está siendo especialmente rica en testimonios y vivencias de personas “anónimas”, dejando así en segundo plano a algunas de las que aparecieron como principales líderes durante aquel año y cuya trayectoria posterior es bastante controvertida.
Quizás esta nueva remesa sea una buena muestra de que con la distancia que tenemos hoy respecto a aquel Acontecimiento y a la vista de lo que ha ido transcurriendo después, hay mayor consenso en reconocer la relevancia de unas jornadas que marcaron un momento de discontinuidad radical respecto al largo periodo vivido después del final de la Segunda Guerra Mundial. Un momento histórico cuyo alcance global no es comparable con ningún otro que se haya producido en los decenios posteriores y que, como reclamó Hannah Arendt, recordaba las “revoluciones de 1848”, si bien éstas no salieron del ámbito europeo. Parece ya, pues, incuestionable que, como reivindicaba el amigo Daniel Bensaïd (2008) en el 40 aniversario, por mucho que se esfuercen sus enemigos, el 68 sigue siendo un “caso no archivado” y nunca será posible enterrarlo.
En efecto, “los años 68”, definición empleada por un buen número de historiadores para ampliar el campo de estudio de lo que fue una revuelta global, significaron un momento de ruptura con el consenso vigente –no exento de tensiones– en el mundo de posguerra entre los dos grandes bloques que iba en detrimento de un “Tercer Mundo” que, con Vietnam como referente principal, no dejaba de desafiarlo. Un momento que en el Oeste coincidía con el techo al que estaban llegando las expectativas de mejora del Estado de bienestar, mientras en el Este salían a la luz las contradicciones de unas sociedades y unas economías cuyo telos socialista se veía cada vez más bloqueado por el despotismo burocrático estatal.
Es cierto que el papel protagonista de esa revuelta correspondió a una nueva generación, principalmente estudiantil, dispuesta a ser la fuerza catalizadora del malestar creciente que se estaba extendiendo por el mundo. Con todo, en las protestas participaron otras capas sociales en mayor o menor medida, siendo sin duda en Francia donde alcanzaron su punto álgido mediante la confluencia con un movimiento obrero que llegó a paralizar el país mediante la Huelga General más masiva de su historia.
Junto a Francia, la guerra de Vietnam era sin duda la que más dramáticamente describía el choque entre el nuevo orden de posguerra y las ansias populares de acabar con el colonialismo, mientras que Checoslovaquia representaba la esperanza en un socialismo democrático y autogestionario, finalmente frustrada por la invasión soviética. México mostraría, en fin, la cara brutal del régimen de la “revolución institucionalizada” frente a una protesta estudiantil, a la que no tuvo pudor alguno en reprimir en vísperas de unos Juegos Olímpicos que debían desarrollarse en “paz”.
El “Gran Rechazo” se manifestó en muchos más lugares: en EEUU, en la Alemania occidental, en Italia, en Yugoslavia, en Pakistán, en Egipto, en Argentina, en Japón, en Brasil, en Senegal… Las imágenes de la guerra de Vietnam y del Mayo francés ayudaron a esa rápida difusión a través de ese medio de comunicación de masas que ya era la televisión, y en ellas se sentía representada una nueva subjetividad rebelde global que apostaba por el nuevo internacionalismo que tenía en el Che, asesinado en octubre de 1967 en Bolivia, su figura icónica.
Así ocurrió también en el caso español, especialmente entre una parte significativa del estudiantado universitario: a la identificación con el rechazo a un autoritarismo que bajo la dictadura se mostraba de forma extrema se fueron uniendo el antiimperialismo, el creciente rechazo al “modelo” burocrático de socialismo que representaba la URSS y la búsqueda de otro proyecto de universidad y de sociedad. Las imágenes del concierto de Raimon y de la manifestación posterior el 18 de mayo de 1968 en Madrid han quedado quizás como las más simbólicas expresiones de esa voluntad de sentirse parte de esa revuelta global, bruscamente truncada luego con el asesinato de Enrique Ruano y el estado de excepción de enero de 1969.
El Mayo francés, “como una revolución”
Fue sin duda en Francia donde se vivió un proceso que no llegó a ser una revolución pero sí fue vivido como tal por la gran mayoría de la sociedad, por quienes participaron en él y también por sus enemigos (Boltanski y Chiapello, 2002: 243). La percepción compartida de que “el poder está en la calle”, la “liberación de la palabra” –expresando con ella la disposición a “transformar el mundo” y “cambiar la vida”–, las barricadas, las experiencias de autogestión compartidas, la voluntad, en fin, de “escapar por todos los medios a un orden alienado pero tan fuertemente estructurado e integrado que la simple contestación corre el riesgo siempre de ser puesta a su servicio” (como se decía en un Manifiesto publicado el 9 de mayo, suscrito por Sartre, Lefebvre, Lacan, Blanchot, entre otros), todo ello era muestra del entusiasmo colectivo que se fue manifestando durante esas jornadas .
Sabemos bien que ese proceso no condujo a una revolución y que tampoco la mayoría de sus participantes se planteó la toma del poder estatal. Éste, en cambio, sí se sintió impotente durante unos días frente a la prácticamente total paralización del país, obligando incluso a De Gaulle, que había llegado a la Presidencia de la República gracias a un golpe de estado, a pensar en una posible solución militar. Finalmente, ésta no fue necesaria ya que los Acuerdos de Grenelle alcanzados con las direcciones sindicales y apoyados por el PCF, el principal partido obrero en aquel entonces, consiguieron frenar la dinámica ascendente de la Huelga General y de la autoorganización en los centros de trabajo. De Gaulle conseguiría así revertir la relación de fuerzas a su favor para desviarla hacia la convocatoria de unas elecciones generales a finales de junio que ganaría con holgura. Es cierto que esos Acuerdos significaron conquistas cuantitativas importantes para la clase obrera francesa, pero también lo es que pese a ello las resistencias a la vuelta al trabajo, especialmente en las grandes fábricas, fueron notables y el “retour à la normale” sólo llegó a mediados de junio.
Del “Gran Rechazo” al “Gran Susto”
A pesar del reflujo, eslóganes como “No es más que un comienzo, la lucha continúa” o “Mayo 68, inicio de una lucha prolongada” vinieron a expresar la sensación de fuerza colectiva que se había compartido durante esas jornadas y la aspiración a abrir un nuevo ciclo histórico.
El debate sobre las interpretaciones del Mayo francés comenzó inmediatamente. De Gaulle ya lo había calificado como una “empresa de subversión comunista”, y Raymond Aron, el intelectual de referencia de la derecha francesa, lo definió como un “psicodrama” sin por ello dejar de reconocer que había demostrado la “fragilidad del orden moderno”. No faltaron, como se sabe, análisis que trataron de reducirlo a una simple revuelta estudiantil, la de unos “hijos de la burguesía” que pronto pasarían a formar parte de las nuevas élites empresariales y políticas.
Con todo, el punto de inflexión que significaron Mayo y el 68, en general, no sólo en Francia sino en muchas partes del planeta, fue algo incuestionable tanto entre quienes participaron en aquella experiencia fundadora de una nueva generación como en sus enemigos. Metáforas como “la brecha” o “el subsuelo” ayudaron a entender que ya nada sería como antes y que nuevos movimientos sociales y, con ellos, “nuevas vanguardias” irían emergiendo en los años siguientes al margen de los sindicatos y de los partidos tradicionales de la izquierda.
La voluntad de “transformar el mundo” y “cambiar la vida” (“lo personal es político”), desde un radical antiautoritarismo, permitiría ir ampliando la crítica de las relaciones de poder a todas las esferas, a las distintas instituciones del Estado y a las de toda la sociedad, generando así una diversidad de movimientos sociales –destacando el feminista y el ecologista–, que fueron desvelando las distintas formas de dominación existentes en nuestras sociedades. La “crítica social” de la explotación y la “crítica artista” de la alienación, como resumieron Boltanski y Chiapello (2002), iban entonces de la mano.
En la disociación posterior de ambas críticas jugó un papel clave el temor que desde arriba se fue expresando ante el “Gran Rechazo”. Un “Gran Susto”, como lo describió nuestro amigo Paco Fernández Buey, se fue extendiendo entre las clases dominantes, las cuales, obligadas a su vez por el cambio de ciclo económico que marcaron los años 1971-1974, fueron rediseñando una nueva estrategia. Ésta les exigía ir sentando las bases de un nuevo régimen de acumulación y de gestión empresarial que fuera a su vez capaz de contrarrestar el nuevo ciclo abierto por el 68. Al servicio de esos propósitos fue conformándose un neoliberalismo que no tuvo ningún reparo en convertir en su primer laboratorio a la dictadura de Pinochet en Chile a partir de septiembre de 1973. Igualmente, Informes como el de la Comisión Trilateral de 1975, que alertaba frente a la “sobrecarga de demandas democráticas” y a la “crisis de gobernabilidad” que se estaba extendiendo por el “efecto 68”, contribuirían a la consolidación de una “nueva razón del mundo” (Dardot y Laval, 2013) que iría sustituyendo al “sentido común” que había sido hegemónico hasta el 68 –el compromiso fordista-keynesiano del bienestar– por otro que iría en una dirección contraria a la buscada por aquella revuelta global.
Lo que vino después ya es conocido: mientras el movimiento obrero sufrió sucesivas derrotas a partir, sobre todo, de la llegada de Reagan y Thatcher al poder, los “nuevos” movimientos sociales lograron forzar reformas parciales significativas que, sin embargo, llevarían luego a muchos de sus grupos promotores a una progresiva “oenegeización” e institucionalización en perjuicio de su potencial antisistémico. Tampoco la mayoría de las organizaciones políticas a la izquierda de los partidos tradicionales consiguieron superar su condición de extraparlamentarias, salvo en la RFA, en donde finalmente el Partido Verde acabaría resignándose a la “real politik” en contra incluso de sus principios pacifistas.
El legado
Como analiza muy bien Boris Gobille (2018), los esfuerzos de neutralización del legado del 68 pasaron por contramovilizaciones, batallas políticas y culturales y nuevas estrategias empresariales, a las que se fueron adaptando los grandes sindicatos y la izquierda tradicional y sin que llegara a tiempo un relevo político y sindical alternativo. Fue así como se trató de reinterpretar desde arriba el 68 como una revuelta individualista que acabaría siendo funcional al neoliberalismo, ocultando su profunda dimensión solidaria, antiautoritaria y antisistémica.
¿Qué queda entonces del 68? Lo primero, y sobre todo, haber existido como Acontecimiento que no puede ser borrado, recordándonos así que en la historia transcurren momentos de discontinuidad y de ruptura, de protagonismo de los y las de abajo en la impugnación de lo real como lo único posible. También, que es en esos momentos cuando la cuestión del poder, en su sentido amplio, pasa a primer plano: de su resolución hacia abajo o hacia arriba depende su transformación o no en apertura de procesos que puedan conducir a resultados efectivamente revolucionarios. Finalmente, y sobre todo, su apelación a mantener viva la “melancolía rebelde”, como nos propone Michael Löwy (2017), aquélla que “se diferencia tanto de la resignación como de la ‘compasión’ por las víctimas”. En eso estamos.
Jaime Pastor es politólogo y editor de Viento Sur
Referencias bibliográficas
Bensaïd, D. (2008), “Mayo sí (Caso no archivado)”, en M. Garí, J. Pastor y M. Romero (eds.), 1968. El mundo pudo cambiar de base, Madrid, Catarata-Viento Sur, pp. 19-28.
Boltanski, L., y Chiapello, E. (2002), El nuevo espíritu del capitalismo, Madrid: Akal.
Dardot, P., y Laval, Ch. (2013), La nueva razón del mundo, Barcelona: Gedisa.
Gobille, B. (2018), “Explotación, alienación y división social del trabajo en el movimiento crítico de mayo-junio de 1968 en Francia”, Viento Sur, 17/02/2018. Accesible en www.vientosur.info/spip.php?article13490
Löwy, M. (2017), “Melancolía de izquierda”, Viento Sur, 24/05/2017. Accesible en www.vientosur.info/spip.php?article12631