Escrito por
Éxodo 89 (may.-jun’07)
– Autor: José Antonio Pérez Tapias –
Hablar de nuestra democracia con Josep Ramoneda es compartir análisis y reflexiones no sólo con un ciudadano cabal, sino con un destacado observador y comentarista de nuestra realidad política. Su rigor informativo y su honestidad intelectual forman parte de su quehacer diario como periodista, el que tantos hemos incorporado a nuestras vidas cotidianas como oyentes de radio o lectores de sus columnas habituales. Su solidez académica y su activismo cultural le llevaron hace años a la dirección del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, el cual es punto de encuentro para las actividades más diversas, lugar de cita para debates abiertos y laboratorio de ideas y experiencias que desde ese foco radicado en Cataluña dinamizan la realidad cultural de nuestro país. En su despacho del CCCB nos recibe para la entrevista que amablemente, con su característica generosidad, nos ha concedido para Éxodo. La entrevista se convirtió en una larga y rica conversación que bien merece la pena que sea compartida con nuestros lectores. Conste desde el inicio nuestro más profundo agradecimiento a Josep Ramoneda.
Desde las primeras elecciones democráticas, tras la dictadura franquista, han pasado 30 años. A lo largo de ellos se han dado procesos y acontecimientos que han ido marcando nuestra trayectoria colectiva. Podemos recordar algunos: aprobación de la Constitución en el 78, pactos de La Moncloa, intento de golpe de Estado en el 81, terrorismo de ETA, victoria electoral del PSOE y legislatura del “cambio” en el 82, referéndum sobre la permanencia en la OTAN, entrada en la UE, huelgas generales, casos de corrupción, proceso en torno al GAL, victoria del PP en el 96, atentado islamista del 11-M en 2004, elecciones del 14-M en las que gana el PSOE con Zapatero, el llamado “proceso de paz” en relación al terrorismo de ETA., hasta el día de hoy. Destaca en la actualidad la ruptura de la tregua por parte de ETA y las apelaciones a la unidad de todos los demócratas para hacer frente al terrorismo. Pero ellas caen en el suelo pedregoso de una política muy crispada, tras una legislatura en la que el PP no ha cesado en su política de confrontación y de intentos de deslegitimación del gobierno de R. Zapatero. Tras este sucinto recorrido por los avatares más significativos de nuestro recorrido democrático, ¿podemos hablar de una democracia “sana” y consolidada en España?
Podemos hablar, ciertamente, de democracia consolidada, pero de democracia “sana” no tanto. Surgen dudas al respecto al leer a determinados articulistas e ideólogos de la derecha, con su insistencia en la amenaza a la unidad de España y ese tipo de cosas. Profundizando en la cuestión, es obligado tener presente factores de nuestro pasado que afectan a la democracia que tenemos.
Por un lado, no hay que olvidar que la democracia en España es también hija de su historia, reconociendo que cuando se recupera tras la dictadura no deja atrás un lastre de partida: falta cultura democrática al inicio de la transición. El franquismo modeló una sociedad con una marcada cultura conformista y de adaptación de los individuos a lo existente.
Por otro, si reparamos en la experiencia política de los partidos que operaban en la clandestinidad contra la dictadura es obligado reconocer que esa acción política no se identificaba sin más con la experiencia democrática.
Algo que sí se realza en relación a la transición de la dictadura a la democracia es el valor del consenso, pero también aquí hay que decir que, siendo el consenso necesario en su momento, ha pasado después a ser objeto de una mitificación excesiva. La búsqueda del consenso político, aparte otros antecedentes, vino a ser el cumplimiento de algo que el PCE ya planteó décadas atrás con su propuesta de “reconciliación nacional”. Luego, siendo útil en su momento, el consenso pasó a verse exagerado como bien absolutamente deseable. Y no hay que perder de vista la otra cara de la democracia, la del conflicto y el disenso.
Hoy nos encontramos precisamente con eso, con un conflicto muy acentuado al haberse dado la ruptura de la lógica del consenso por parte del PP, lo cual se produce de una manera un tanto dramática, aunque viene gestándose desde comienzo de los 90. La premisa de la crispación alimentada por la derecha es que, siendo minoritaria, sólo podía ganar desde cierta sensación de crisis. Y se ha dedicado a cultivarla.
La democracia española tiene sus hitos en cuanto a momentos conflictivos, pudiéndose señalar el intento de golpe de Estado del 81, lo ocurrido en torno al GAL y, después, la tensión en torno a la decisión de entrar en la guerra de Irak. El problema actual es que el PP ha llevado el asunto a una ruptura institucional en torno a la política antiterrorista. Se instala en la negación de acuerdos en cuestiones relativas a instituciones del Estado.
En otro orden de cosas, es insoslayable como herencia del franquismo una tendencia al caudillismo que ha funcionado una y otra vez, suponiendo un fuerte lastre para el juego democrático. El recurso a la figura del líder carismático se encuentra reforzado por la forma como se pretende hacer política democrática en la sociedad de la imagen.
Y puestos a mencionar restos del franquismo hay que subrayar la paradoja que supone que uno de ellos, aunque surgido contra el mismo, siga siendo ETA. Aquí no ha habido “reciclaje”.
¿Qué decir de los liderazgos políticos, a los que acabas de hacer alusión?
En España, una secuencia con ciertos acentos catalanes, es la que representan González, Aznar, Pujol, Maragall, Zapatero, Rajoy, Clos. Montilla…Estoy tentado de decir que ha habido un “salto de calidad” importante, hacia líderes más livianos, aunque no quisiera que esta apreciación se entendiera dicha sólo por motivos de cultura política según razones de edad, es decir, generacionales. Lo cierto es que han cambiado los modos de hacer política, de elaborar el discurso, de formular propuestas, etc. Un caso singular es el de Rajoy, que fue Ministro del Interior, entre otras cosas, con Aznar de Presidente. ¿Cómo puede ser luego candidato con un proyecto político propio? Es difícil. Por la izquierda, la dificultad se centra en la elaboración de un discurso alternativo. Mirando más allá, observemos el caso de Sarkozy, donde encontramos un “producto” creíble como proyecto, de ahí el apoyo electoral obtenido; se trata de un “producto” contradictorio, pero con capacidad de presentarse como proyecto.
Si es difícil lograr proyectos diferenciados, resulta además que la izquierda se asusta a la hora de intentarlo, mientras que la derecha acaba asumiendo políticas cruciales de la izquierda, como las sociales. Mientras que la derecha gana ventaja por ahí, la izquierda se obsesiona inútilmente por la búsqueda del centro. ¡Y en política, el centro no existe! Es otro mito. Por la calle no anda la gente de centro. Es una especie de “limbo político”.
Hablando de esto, recuerdo a Mitterrand, quien sostenía que para ganar había que obtener primero el pleno apoyo de los tuyos y después se podría ganar a los demás. Es decir, no se gana desdibujando la propuesta propia.
En la situación que comentamos nos tropezamos con una paradoja de la comunicación, que viene dada por el debilitamiento de las instituciones sociales intermedias, lo que da paso al monólogo del líder de cada partido, que espera la respuesta a través de los sondeos de opinión. Así, los recursos para la comunicación dan lugar a una mala comunicación. Los partidos quedan como meras “máquinas electorales”, lo cual implica una pérdida.
Si profundizamos filosóficamente en la cuestión, ¿estamos lejos de la tan invocada “democracia deliberativa”?
Lo que se subraya al hablar de “democracia deliberativa”, esto es, la capacidad de argumentar en el espacio público, es una función esencial de la democracia. Pero muchas veces constatamos lo lejos que estamos de una deliberación en serio, antes o después de las decisiones políticas. Quiero hacer mención de algo especialmente llamativo: aquí se suprimió el servicio militar obligatorio sin un minuto de discusión política sobre cuestión tan relevante. No digo que hubiera que mantenerlo, pero de un plumazo desapareció algo que había sido tan nuclear a nuestra concepción política, casi desde los griegos, podemos decir, como es la idea de la ciudadanía en el servicio de las armas. Y ello se produjo además por motivos claramente electoralistas. Otro ejemplo, más de actualidad: recae un fuerte tabú para debatir a fondo cuestiones relativas al Estado de las autonomías. ¿Por qué no es posible hacer un balance serio sobre lo positivo y lo negativo en todo el recorrido que llevamos del Estado de las autonomías? Sólo se plantean las cosas en términos de transferencia de poderes. Encontramos por ahí una versión postmoderna, en el Estado de las autonomías, de los viejos vicios del caciquismo y el clientelismo.
En nuestra trayectoria política colectiva ha sido decisivo el proceso de descentralización política que nos ha conducido, partiendo de la Constitución y concretamente de su art. VIII, al Estado de las autonomías. ¿Puede decirse que la construcción del Estado de las autonomías ha redundado en mayor madurez democrática de las instituciones y en más participación democrática de la ciudadanía? ¿Cómo valorar, desde la perspectiva del camino recorrido, las reformas estatutarias llevadas a cabo a lo largo de esta legislatura? Y al hilo de eso, nacionalismo y democracia, ¿hasta dónde son compatibles –o cuándo empiezan a ser incompatibles?
Nacionalismo y democracia no eran problema en “Estados cerrados”, con una identidad de legitimación compartida por todos, como ha sido históricamente el caso, por ejemplo, de Francia. Son situaciones en las que el nacionalismo coincide con el perímetro del Estado en cuyo seno se desarrolla la democracia. El Estado nacional es el marco y la democracia corresponde a las instituciones. El problema surge cuando se dan varios nacionalismos en un mismo Estado, los cuales colisionan entre sí. Es insoslayable el hecho de que todo nacionalismo tiene en mayor o menor medida un carácter excluyente y, por tanto, dificultades para la inclusión. En Cataluña, sin ir más lejos, hay dificultades para tener en cuenta a los “otros”. Incluso hay gente que se siente molesta por el hecho de que su Presidente haya nacido en Andalucía. Entonces, ¿quiénes somos “nosotros”? Ante ese tipo de cosas creo necesario prescindir de raíces y apostar por la idea de morada, insistiendo en que habitamos un lugar que ya habitaron otros.
Aparte el debate sobre nacionalismo y democracia, es del todo cierto que el Estado de las autonomías ha funcionado, aunque están más satisfechas con el mismo las comunidades menos nacionalistas, dado el nivel de competencias alcanzado. Vistas las cosas con perspectiva histórica, soy de los que piensan que “se forzó la cosa” un tanto a la hora de desarrollar lo apuntado por el artículo VIII de la Constitución. Creo que una anécdota protagonizada por el futbolista Pep Guardiola ilustra la cuestión. Preguntado por su opinión acerca de una posible selección catalana de fútbol, tras mostrarse favorable a la misma, preguntó contra quién jugaría, cómo se llamaría la “otra” selección del resto de España, que ya no sería la española, al menos tal como ha existido hasta ahora, por faltarle Cataluña. La anécdota, en clave de fútbol, plantea un problema político de fondo que subyace a la cuestión territorial que se ha querido abordar a través del Estado de las autonomías: ¿cómo se llama la “otra” parte que queda, descontadas las comunidades llamadas históricas? La carencia de nombre refleja el fondo del problema.
Una pieza fundamental en nuestra vida democrática la constituyen los partidos políticos, reconocidos en la misma Constitución como cauces de participación democrática. La paradoja viene dada por el hecho de que su democracia interna, en general, deja mucho que desear. ¿Es posible que ese déficit se corrija alguna vez?
La problemática de los partidos políticos, en cuanto a su democracia interna, es universal, no es sólo española. Se puede decir que todos los partidos son “leninistas” y, a la vez, que ese modo de funcionar que encontramos en ellos no se reduce sólo a las formaciones políticas. Retomando lo que comentábamos antes, diría que estamos inmersos en un complejo mediático que condiciona todo. Por lo demás, la experiencia es que un partido unido siempre se propone como ejemplo de cohesión y eficacia, necesarias en política, pero al precio del debate interno, que genera situaciones de crisis. Pensemos en el caso del Partido Socialista Francés, con un debate interno siempre muy intenso, y en ese sentido ejemplar, pero teniendo que afrontar siempre todos los problemas que al hilo de ello aparecen. Mas, sin duda, su dinámica de primarias, tendencias, etc., da lugar a una participación mayor y a la incorporación de gente joven. Recordemos sus congresos, vivos gracias a las tendencias organizadas, incluso en época de Mitterrand. Un ejemplo contrario: en el PP, tras aparecer Rodrigo Rato con una propuesta diferenciada, tuvo que abandonar sus intentos de un papel relevante en el mismo. Y por otro lado, miremos la experiencia de los Verdes allá donde han funcionado como partido asambleario. Ese funcionamiento acaba siendo catastrófico para políticas estables. Incurre en ello ERC.
Tras las observaciones anteriores es obligado decir que necesitamos en los partidos mecanismos representativos internos reales y eficaces. No se puede seguir diciendo en la puerta lo que no se dice dentro. Hay que acabar con el paralizante respeto a la pirámide que bloquea la vida interna de los partidos.
Otra vía de democratización vendría dada por las mejoras en el sistema electoral. A ese respecto son referencia siempre los partidos ingleses, en los que el poder del diputado depende directamente del poder de los electores, y no del poder del aparato del partido. Eso explica que internamente se produzcan relevos antes de que en unas votaciones se pierda. El partido se anticipa dado que a los diputados, por ejemplo, les importa la continuidad o el relevo de alguien en tanto que tienen que dar cuenta de ellos a sus propios electores. Por eso el Partido Laborista ya ha producido el cambio de Tony Blair por Gordon Brown. Frente a ello, nos encontramos en España con un sistema electoral muy rígido.
Un Estado democrático de derecho no puede prescindir de las instituciones y procedimientos de la democracia representativa, destacando al respecto todo lo que supone la dinámica parlamentaria de la representación política. ¿Hacia dónde canalizar propuestas de democracia participativa que complementen o refuercen los mecanismos de la democracia representativa?
Como punto de partida de la reflexión hay que poner la velocidad de vértigo a la que se toman decisiones en el mundo actual, sobre todo en el ámbito económico. También la política tiene que ser capaz de decisiones ágiles. De ahí la imposibilidad de una democracia participativa llevada a extremos insostenibles. Son necesarios mecanismos de representación muy ágiles. Pero eso hay que hacerlo compatible con otras medidas alentadoras de la participación. Junto a las propias del sistema electoral, se pueden instaurar formas de consulta dentro de los períodos de mandato de cuatro años. Si distinguimos entre cliente o usuario de servicios y ciudadano, podemos pensar que éste es el interlocutor de quien lleva la agenda política, y se pronuncia mediante el voto a ese respecto, mientras que aquél puede ser consultado sobre políticas concretas o medidas puntuales cada vez que sea necesario, sin que ello ponga en peligro la correlación mayoríaminorías de cada legislatura o mandato.
Para hacer lo que sugiero vuelve a ser decisivo el papel de los medios de comunicación, siendo indispensables medios independientes como lugares del debate público. A este respecto hay que tener en cuenta todas las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, en especial Internet, a pesar de la ambigüedad de lo que supone la red. Pero ahí tenemos, por citar algo reciente, la campaña de Segolene Royal en Francia. Lo que está claro es que es necesario acabar con el alineamiento tan estrecho entre determinados partidos y ciertos medios que se está dando en España.
Una clave fundamental de la convivencia democrática es la capacidad del sistema político para articular la pluralidad de nuestra realidad social. Eso es hoy especialmente relevante en lo que se refiere a la diversidad cultural tan intensa que presenta la sociedad española. ¿Nuestras instituciones democráticas están dando respuesta política eficaz y éticamente orientada en lo que se refiere al pluralismo cultural? Es decir, ¿va siendo nuestra democracia más inclusiva?
Es un hecho que la inmigración está cambiando el perfil y la estructura de nuestra sociedad. Así, fijándonos en el entorno inmediato de este Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, tenemos que en un par de décadas hemos pasado del 2% al 55% de población inmigrada. Hay que subrayar que el cambio se está llevando bien en general. Pero me hago una pregunta crucial de entrada: ¿qué queremos ocultar mitificando la diferencia? El primer principio democrático es la igualdad de derechos de todos los ciudadanos. A eso añado otra segunda cuestión de principio: los derechos se conquistan colectivamente, pero son individuales. Tengo fuertes reservas en lo que se refiere a derechos colectivos. Pienso que hay que verlos, en todo caso, como ampliación del derecho a la libertad de expresión. Si consideramos lo que afecta a la utilización de la lengua propia, lo podremos resolver correctamente desde el prisma de la libertad de expresión, habida cuenta que las diferencias no dan mayor legitimidad. Todo ello hay que verlo como propio de una sociedad plural que reclama una verdadera cultura democrática. Ciertos discursos nacionalistas, de un etnicismo exclusivista, cuando no excluyente, son un obstáculo para ella. El nacionalismo no es automáticamente democrático.
Nuestras realidades políticas no las podemos pensar ya al margen de la Unión Europea. ¿Ha contribuido la integración política en Europa a consolidar la democracia en España, verificando en algún modo el dicho orteguiano de que España era el problema y Europa la solución? Y, por otra parte, ¿qué decir en el momento actual, con el bloqueo sufrido por el proyecto de Tratado para una Constitución europea, del déficit democrático de la UE?
La Unión Europea es el fenómeno político más interesante, noble y atrevido que ha conseguido la humanidad. Se trata de una institución supranacional de países diversos, la cual no tiene parangón. Su legitimidad de origen es muy fuerte: la “voluntad contra la guerra civil”. De ella nace la UE, después de 400 años matándose los europeos, después del infierno de las dos guerras mundiales. La idea de Europa madura desde la convicción de que ya no habrá guerra entre Estados europeos, generándose el “tabú de la guerra civil”.
Lo que acabo de decir no es contradictorio con el reconocimiento de que existe un grave déficit democrático en la UE. Es un proyecto que arranca como iniciativa de las élites, a la vez que se empieza a construir la casa desde abajo, como la unión económica que suponía el Mercado Común. Después se ha ido dando paso a las estructuras políticas, pero en este terreno no se ha sabido movilizar a la ciudadanía. Se le ha consultado tarde y los más respondones han dicho “no”, entre otras cosas por el déficit democrático que es necesario resolver. El “no” en los referendos de Francia y Holanda es reacción al déficit que señalamos.
La cuestión al día de hoy es que hemos avanzado poco. El objetivo del “mini-tratado” del que se está hablando entre Merkel, Zapatero, Sarkozy…, teniendo enfrente a otros como Polonia o República Checa, rotundamente contrarios al Tratado que se ratificó por muchos, es evitar consultar a ciudadanos que ya pasaron factura. Sería un paso importante dotarnos en la UE de un sistema ágil de toma de decisiones, sin que haya grupos que las bloqueen.
En cualquier caso, para España es una suerte extraordinaria participar en la UE. De hecho, ya en la transición política fue fundamental el horizonte europeo, siendo la integración en la Comunidad Económica Europea en 1986 algo así como “la gasolina para el despegue”. El balance es muy positivo.
El impacto cultural de Europa hacia fuera es enorme. Son muchos los países que quieren entrar en la UE. Desde un punto de vista geopolítico, hay que destacar lo que representa Europa para la necesaria multilateralidad del mundo contemporáneo.
Un caso especial es el que representa Turquía en relación a la UE. El que entrara en la Unión significaría que un país de población mayoritariamente musulmana acepta las reglas de juego de la democracia que la misma Europa entiende como no negociables. A este respecto bien vale recordar una posición como la que mantuvo Schroeder y criticar la intolerable cerrazón de Sarkozy. Se trata de mantener abiertas las puertas de la UE siendo exigentes, si bien es verdad que antes hay que resolver mejor la articulación política de Europa.
Cambiando de escala: ¿consideras pertinente hablar de instituciones de una democracia planetaria que contrapesen y “domestiquen” un mercado global? ¿Es un horizonte utópico asumible el de una “ciudadanía mundial”?
Como ya quedó apuntado, la globalización económica es muy rápida; prácticamente está hecha, con el factor añadido de que también se han globalizado el crimen y el terrorismo. Parafraseando a Hegel podemos decir que la política llega aún más tarde que la filosofía.
Es difícil imaginar organismos democráticos internacionales con capacidad suficiente. Ahí tenemos la ONU, con escasa capacidad de coerción. En cuanto a su funcionamiento, ni vale el veto de algunos ni es suficiente el lema un país, un voto. ¿Qué hacer? Aparecen problemas agudos en relación a otros organismos, como la OMC. Lo que sí parece cierto es que la gobernabilidad del mundo hay que resolverla hoy por hoy en el nivel de las relaciones entre Estados, buscando un equilibrio de poderes conforme al número de actores existente, habida cuenta de las efectivas luchas de intereses. Para el futuro será decisiva, por ejemplo, la relación ente EEUU y China.
Por otro lado, hay que manejar un concepto de ciudadanía que comprometa a todos los Estados del mundo, correlativa a derechos humanos. No debemos consentir nada parecido a una escisión entre superhombres y los consiguientes infrahombres: Nietzsche no debe acabar teniendo razón.
Los derechos humanos que pretendemos universales, ¿qué papel han de jugar en la acción política democrática? ¿Puede pensarse y, lo que es más importante, realizarse la democracia sin el horizonte normativo de unos derechos humanos universales?
Se ha dado un uso y abuso de la doctrina de los derechos humanos, especialmente por parte de los EEUU, que ha devaluado el concepto. Así, por parte de otros, democracia y derechos humanos se ven como banderas que tratan de legitimar el dominio, como algo que se instrumentaliza en función de determinados intereses.
Amartya Sen, en uno de sus últimos libros, titulado “Identidad y violencia”, también viene a subrayar todo eso. Coincido con él, y de ahí mis resistencias a hablar de “civilización”, obsesionados por un concepto que obliga a considerar la realidad desde el punto de vista de los factores identitarios. Eso está al fondo de la reducción que ha hecho Occidente del mundo musulmán a los fundamentalistas islámicos. Se da un olvido de la gente abierta, liberal, cosmopolita que hay en el mundo musulmán, por ejemplo, en Irán, aunque tengan que padecer ahora los rigores de su régimen. Occidente cae en la contradicción de no aliarse en el mundo musulmán con los sectores avanzados, sino que busca a los más retrógrados, como ocurrió en Afganistán y como sigue sucediendo con Arabia Saudí.
Es fundamental para la democracia misma la relación que mantenga con la economía, habida cuenta de que nos movemos en un contexto de mercado capitalista. Hoy por hoy, ¿hasta dónde condiciona la economía a la política? A la vista de la erosión a la que se ve sometido el Estado nacional, ¿qué cabe esperar en cuanto a autonomía de la política democrática respecto de los condicionamientos económicos?
Hay un temor reverencial excesivo del poder político hacia el poder económico. Eso se percibe por la gente. La relación entre el poder político y el económico es complicada, cierto, pero se hacen concesiones innecesarias del primero al segundo que dañan a la democracia. Concretamente, la izquierda está cediendo demasiado ante los poderes económicos. Un ejemplo, ¿por qué se suprime el tratamiento fiscal que venían teniendo los grandes patrimonios en el derecho de sucesión? No hablamos de la herencia de pequeños patrimonios familiares, sino del legado que suponen grandes patrimonios muebles e inmuebles. El Consejero de Economía de la Generalitat, Castells, quiere mantener ese impuesto para grandes patrimonios y le va a ser imposible, una vez que se elimine en las demás comunidades autónomas, pues eso facilita las “trampas” o “rodeos” para eludir el tributo de sucesiones en Cataluña.
Está claro que la capacidad de intimidación del dinero es grande. Hoy el capital amenaza a los mismos poderes públicos con las deslocalizaciones, por ejemplo. Pero hay que subrayar que un gobierno tiene capacidad y recursos y debe trabajar para plantear abiertamente la problemática relación con el mundo económico.
Democracia y educación se han considerado a la par desde los griegos. Esa correlación se nos plantea hoy al hilo del debate en torno a la educación para la ciudadanía. Habida cuenta de que el ciudadano no nace, sino que se hace, ¿con qué criterios hay que abordar dicha tarea pedagógica? ¿Cómo ves las reacciones de la derecha española a las propuestas del gobierno, ya recogidas en la recién aprobada LOE?
La educación es central, básica para la democracia. Un proyecto político serio debe movilizar a la ciudadanía en torno a la educación, y más ante la sociedad del conocimiento, en una Europa que debe luchar contra los bajos salarios y a favor de la calidad democrática de sus sociedades e instituciones. Los poderes públicos han de entender que la cultura es un bien de primera necesidad. En ese sentido también hay que trabajar desde otras instituciones y desde la sociedad civil. Es lo que hacemos desde el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona.
En cuanto a la educación para la ciudadanía, son rechazables los argumentos espurios de la derecha política, que se hace eco de apetencias de monopolio en ese terreno por parte de la Iglesia católica, que no quiere renunciar a la exclusiva en cuestiones de moral y costumbres. Pero al lado de eso, dicha Iglesia no ha perdido la batalla de la financiación.
No obstante, la idea de una “asignatura” con ese rótulo no me hace especialmente feliz, pues parece que inevitablemente se le cuela algo de la antigua Formación del Espíritu Nacional. No se trata de impartir doctrina oficial. Hay que movilizar en torno a la educación, insistiendo en la necesidad de educar en hábitos democráticos.
La democracia necesita de una opinión pública viva, crítica, plural, etc. Para ello es decisivo el papel de los medios de comunicación en una sociedad democrática. ¿Contamos en España con una opinión pública vigorosa?
La opinión pública española es poco exigente. Tiende a dejarse arrastrar por ciertos liderazgos comunicativos. En otros países de nuestro entorno no existe ese fervor que lleva a creer ciegamente a determinados personajes. Falta hábito de pensamiento crítico, de preguntar por qué; prima el argumento de autoridad, incluyendo a la autoridad de quien tiene poder mediático. La discusión, el debate, fácilmente se entiende como pelea. Ello forma parte de nuestras carencias en cuanto a tradición democrática. Hace poco, en un periódico de Suecia me encontré una valoración interesante respecto a la larga etapa de gobierno de Felipe González. Con todo lo positivo que había hecho, venía a decir, se echaba en falta que, con la autoridad moral y el poder con que se contó, sobre todo al comienzo, no se hiciera todo lo posible por dotar a España de la cultura democrática que no tenía.
Un punto especialmente candente es el relativo a la laicidad que muchos propugnamos para los espacios públicos y, en especial, para el Estado y el sistema educativo. La laicidad que exige la coherencia de una democracia constitucional no es antirreligiosa, sino contraria a los privilegios confesionalistas. ¿Cómo evalúas la situación actual en España, con una aconfesionalidad del Estado muy condicionada por los acuerdos con la Santa Sede de 1979? Los creyentes se distribuyen por todo el espectro político y, sin embargo, un amplio sector del episcopado católico y del clero en general se decanta hacia posiciones políticas muy conservadoras y, en algunos casos, antidemocráticas por su integrismo: ¿cómo ves la distancia entre esos dos fenómenos?
Sin duda, los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979 deben revisarse. La Iglesia católica es una entre otras. Y el principio de laicidad, fundamental en democracia, implica exigencias tanto para el Estado como para las religiones que no deben soslayarse.
Hay paradojas por todos sitios. Así, en Francia, país laico, el Estado mantiene todos los templos, y en EEUU, cuya sociedad es quizá la más religiosa, el Estado no gasta directamente nada en religión alguna. En España llevamos un retraso notable en estas cuestiones. La Iglesia católica está dando un espectáculo lamentable en nuestro país. La sociedad más laica del mundo se ve constreñida a mantener una Iglesia que pretende seguir estando por encima del poder político, con injerencias constantes en el ámbito legislativo y queriendo imponer sus concepciones valorativas a toda la sociedad. El PSOE no se ha atrevido con todo ello. Sería necesario que en las próximas elecciones generales concurriera ante el electorado con la propuesta de revisión de los acuerdos Iglesia- Estado en su programa.
Remitiéndonos a procesos electorales muy próximos (referéndum sobre el Estatut de Cataluña, sobre el Estatuto de autonomía de Andalucía, elecciones municipales…), ¿cómo interpretar los altos índices de abstención? ¿No responden los partidos a lo que espera la ciudadanía? ¿Vamos, como alguien vaticina, hacia una democracia sin demócratas?
La abstención en las elecciones se valora de muy distintas maneras. Unos la ven como catastrófica; otros dicen que no es tan negativa, pues refleja que la gente está contenta, y que abstenerse de votar es otra forma de manifestarse.
No se puede disimular el problema de la falta de movilización de la ciudadanía y de la escasa empatía entre aparato político-mediático y sociedad. En Cataluña, estudiando todos los datos, puede concluirse que la política se ha dirigido a un 40% de la población, el porcentaje formado por quienes dicen sentirse catalanes o más catalanes que españoles. El resto es el que da la espalda a la política en las últimas convocatorias electorales.
Además, un escenario de crispación como el que tenemos no favorece la participación. Aunque en determinados momentos se haya rentabilizado, desacredita a la política y a los políticos.
¿Qué queda de la “pasión política”? ¿Por dónde detectas vectores con capacidad de transformación política, de articulación de alternativas, de propuestas innovadoras viables?
Es necesaria la recuperación de la política. El apogeo del individualismo en las últimas décadas, así como las presiones del poder económico, se han encontrado con un límite: problemas que la ciudadanía ha de afrontar insoslayablemente, y eso requiere de la política, que necesita siempre de un “pathos” para movilizar y conseguir sus objetivos. Es necesaria la política, y política democrática, para que nuestro mundo no se convierta en un casino global.