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IX-9 El culto cristiano es por su esencia predicación de la buena nueva de Dios a la comunidad, lenguaje comunitario de la Iglesia a Dios, que se mezcla por lo demás con la predicación. La proclamación de lo que Cristo hizo por nosotros en el cenáculo, es a la vez alabanza de Dios que quiso tratarnos así por Cristo; es memoria de los hechos saludables de Dios, por la que nos introducimos en lo acontecido, pero que, como memoria que nosotros celebramos es, a la par, un grito a Dios para que acabe lo entonces comenzado (p. 339: (ver en esta página y la anterior las respuestas a los argumentos de quienes pretenden volver al latín en la liturgia)). La liturgia no tiene por fin llenarnos, entre temor y temblor, del sentimiento de lo santo, sino la de enfrentarnos con la espada tajante de la palabra de Dios: no tiene por fin procurarnos un marco bello y festivo para el recogimiento callado y la meditación, sino introducirnos en le «Nosotros» de hijos de Dios y, con ello, en la kenosis de Dios que descendió hasta lo ordinario… (p. 341). El mero arcaísmo no sirve para nada, y la mera modernización menos todavía (p. 343). El soportarse mutuamente de que habla Pablo, la anchura de la caridad de que habla Agustín, son los únicos medios que pueden crear el espacio en que el culto cristiano madure en verdadera renovación. Porque el culto divino más auténtico de la cristiandad es la caridad (p. 346).