Escrito por
Éxodo 141
– Autor: Coordinadora de Crentes Galeg@s –
Pues sí, ahora que el siglo xxi se hace mayor de edad, lo declaramos con convicción: soñamos con la igualdad. Tenemos ilusión, no somos ilusas; sabemos de las dificultades, no somos ingenuos. Somos hijos e hijas de una larga tradición humanizadora: la que va desde el profetismo de la antigüedad a los hombres y mujeres revolucionarias de los últimos siglos, la que viene desde el Evangelio hasta la declaración de los Derechos Humanos. Tenemos los pies en la realidad, pero, desde nuestra raíz cristiana, nos convoca y nos moviliza la fe compartida en una humanidad única, aunque no la veamos realizada; nos sentimos llamadas e impulsados por la esperanza en una fraternidad radical, contra toda apariencia, imprudentemente abiertas a un futuro más justo.
Porque la igualdad que soñamos ya está asomando. Es frágil, pero ya está entre nosotros, protegida en el pueblo, en los derechos y en las instituciones históricamente peleadas y conquistadas; está ahí, maravillosamente incompleta. Por eso celebramos –y defendemos– cada pequeña victoria de ese amor en acción que se llama derecho social, sanidad universal, igualdad de género, inclusión del extranjero, coeducación pública o pensión digna.
La igualdad que soñamos la soñamos despiertos porque el avance de los derechos y la igualación en las oportunidades son la expresión política de la ternura, de la ternura de las sociedades y de los pueblos y de las mejores utopías de la humanidad.
La igualdad que soñamos tiene enemigos
Vemos, no obstante, que la igualdad cotiza a la baja. Se llevan más la riqueza impúdica, el marcar las distancias o el defender sin pudor la iniquidad, mantenida con techos y muros de cristal, invisibles. Y también con muros de los otros, obscenos, con concertinas. Tragamos a menudo discursos como que la redistribución de la riqueza, esa que equipara algo a los desiguales y rescata a aquellos que la sociedad desecha, resulta “disfuncional”, un obstáculo para la competitividad y el crecimiento. Y hay quien, instalado en la fortuna o en el enchufismo, elabora finísimos argumentos para distinguir entre pobreza merecida e inmerecida.
Sí, constatamos, con poco margen para la duda, que estamos en tiempos críticos para la igualdad como proyecto colectivo, para seguir soñándola, apretándola, avistándola a pesar de la niebla densa de los discursos y de las propagandas dominantes. Está cuestionada, asediada, despreciada por estudiosos economistas liberales, por modelos sociales agresivos y triunfadores o, incluso, por desgracia, por políticas y movimientos de odio al diferente que resucitan los peores fantasmas de esta vieja Europa.
La igualdad que soñamos sale de la crisis malherida
La recesión y la crisis que vivimos tuvieron mucho de fraude a nuestros sueños colectivos. No admitimos entonces, y no podemos admitir ahora, que salgamos de la crisis mucho más desiguales de lo que entramos. Los indicadores hablan: la diferencia entre la renta media de las familias más ricas y de las familias más pobres se ha disparado; la denominada “intensidad de la pobreza” es mayor, la brecha salarial sigue aumentando. Las mujeres que volvieron a sus hogares con la crisis para cuidar dependientes no están volviendo a ocupar puestos de trabajo y las que lo consiguen es en condiciones más precarias respecto de los hombres. Y, lo que es más significativo, la pobreza se ha incrementado entre los que están en edad de trabajar y entre los jóvenes y se ha feminizado todavía más. Es una constatación unánime: el publicitado crecimiento económico de esta economía “reajustada” no está significando mejoras en la equidad. Es lo que la propia OCDE llama en sus informes “crecimiento en desigualdad”.
Hemos salido de la crisis por la derecha. Los derechos laborales están deturpados, anémicos, se hacen contratos en unas condiciones de precariedad, falsedad e incerteza impensables hace tan sólo quince años. Hoy en día las personas jóvenes, incluso las mejor preparadas, no pueden conducir un proyecto vital con los ingresos y garantías que le ofrece nuestro mercado laboral. Por eso, simplemente, ya no están entre nosotros.
Pagar más de la mitad de tus ingresos para acceder a una vivienda, tener que trabajar los dos miembros de la pareja en turnos imposibles por salarios “híper” mínimos, o trabajar 60 horas para que te coticen media jornada es incompatible con crear una familia. Procrear es una heroicidad que no se compensa con una caja finlandesa, un cheque bienvenida o con propaganda innecesaria en forma de “plan” contratada a empresas amigas sobre la maravillosa experiencia de la maternidad.
La propaganda oficial es especialmente hiriente para las mujeres cuando, en un contexto en el que aguantan despidos improcedentes por embarazo o acoso sexual en el trabajo, siguen percibiendo menos salario por idéntico trabajo; cuando los patrones –nunca mejor dicho– culturales y de comportamiento siguen dando por supuesto que la parentalidad es un trabajo femenino; cuando son ellas, tantas veces en exclusiva, las que cuidan sin reconocimiento ninguno de las personas dependientes, incluso renunciando a su carrera profesional y sin que ese trabajo, una vez “reajustada” la ley, sirva para cotizar a la Seguridad Social. También, más aún, cuando se sigue ejerciendo una violencia machista –alarmantemente vigente en la adolescencia ciberdependiente– sobre las mujeres o cuando se utiliza el cuerpo de las mujeres como mercancía.
La desigualdad, cuando crece, se ceba en los más vulnerables. Creamos bolsas de exclusión porque la integración parece ser un premio para los perfectos, que, curiosamente, acostumbran a ser familia de los poderosos. Sí, aún hay clases. Incluidos y excluidas. Discapacidades, culturas distintas, minorías, enfermedades mentales… y también parados crónicos, fracasadas escolares, habitantes de los márgenes, sobrevivientes en la jungla urbana. La cultura de la pobreza tiende a consolidarse y reproducirse, de padres a hijos, de madres a hijas. Sólo los servicios públicos de calidad y las prestaciones y pensiones son efectivos para paliar, para coser y cicatrizar las grietas sociales.
La solidaridad interna, ese cemento moral de las sociedades, se resiente. Pero la primera víctima son los extraños, los otros, los diferentes. Es como si nos vacunasen contra el sentimiento de vergüenza. Acogemos a una parte mínima, ridícula, de las familias de refugiados sirios que nos comprometemos a acoger, familias con menores que huyen de una guerra infame… y no sentimos culpa ni vergüenza. Incluso montamos argumentarios sobre el terrorismo infiltrado o, en palabras de obispo, sobre que “no todo es trigo limpio”. Pero deberíamos estar avergonzados. Tanto como si nuestros gobernantes admitiesen sobornos en la adjudicación de contratos o fuesen amigos de narcotraficantes. La vergüenza es condición de la dignidad. Van juntas. Nos resistimos a la desvergüenza. Tenemos razones para indignarnos.
La igualdad que soñamos no es barata
Crecer en igualdad no es un sueño etéreo. Tiene concreción ya, tiene expresión social y tiene política económica.
Sabemos que es fácil decirle al cuerpo electoral lo que quiere oír. Por ejemplo, que la igualdad es barata. Pero no es así.
Crecer en igualdad necesita un plan. Y un plan no es una proclama, no son un montón de eslóganes, no es una rabieta opositora. Tampoco es suficiente con tomar la calle, aunque haga falta empujar la historia y contrapesar la tendencia dominante con nuestras indignaciones. Un plan implica saber cómo y de dónde vamos a obtener los recursos financieros para construir la igualdad que queremos, para deconstruir el desorden económico y social. Un plan implica hacer números y propuestas concretas y formular una fiscalidad más eficiente y justa.
Efectivamente, necesitamos una nueva fiscalidad igualadora y una nueva moral fiscal. No puede ser que el impuesto de sociedades pasase de un 21% de la recaudación total en 2013 a tan sólo un 13% en 2015. No puede ser que se les dé un tratamiento tan favorable a las rentas derivadas de los dividendos (con un máximo de tributación del 21%, con independencia de su volumen), comparado con el trato dado a las rentas del trabajo (que pueden alcanzar el 45%). No es admisible que 34 de las 35 empresas que cotizan en el IBEX tengan sedes en paraísos fiscales.
La igualdad que soñamos es una tarea
Nuestra conciencia fiscal ha ido creciendo. Sabemos ahora de la gravedad del fraude fiscal y de la importancia e inconveniencia de tener un 25% de economía en negro. También de hacerle caneos al IVA. Pero no nos ayuda a mejorar nuestra conciencia fiscal la falta de ejemplaridad de los gobernantes, famosos y grandes empresas. Necesitamos una inspección fiscal eficaz e independiente del poder político. Que vaya de arriba a abajo.
Y necesitamos superar fronteras. El capital ya las superó bien superadas. Las normas que lo controlan y regulan van muy por detrás. No son admisibles los paraísos fiscales, ni la incapacidad de las autoridades globales –comenzando por las europeas– para armonizar los tributos que se deben imponer a las grandes corporaciones y para establecer tasas sobre las grandes operaciones especulativas de capitales –como la conocida tasa Tobin– con las que financiar los programas de solidaridad global que nuestro mundo precisa, esos que mitigarían los grandes flujos migratorios de gente hambrienta o desesperada. Los representantes del pueblo deben tener poder sobre las corporaciones multinacionales, y no a la inversa.
Estamos delante de la revolución de la robótica. Los gobiernos y los legisladores deben anticiparse a sus efectos sobre la clase trabajadora y sobre los sistemas de protección, que son los garantes de la igualdad. No podemos permitirnos una masa de excluidos tecnológicos sin futuro ni lugar en la sociedad. Los incrementos de productividad que producen los robots, expulsando mano de obra, deben tener su propia cotización y tributación fiscal. Es tiempo de retomar en serio el debate de la Renta Básica universal e incondicional. Porque el “trabajo” ya no se reduce al “empleo”. Porque esa renta, en Galicia, unida a incentivos inteligentes a la actividad y residencia rural permitiría políticas de reequilibrio demográfico del territorio que son un desafío inaplazable en nuestra tierra.
Hay mucha dignidad y derechos que devolver a la clase trabajadora, comenzando por jornadas y contratos legales y el derecho al descanso: en sectores feminizados como el comercio, ¿que ha sido del derecho intocable al descanso dominical o del fin de semana, en otros momentos defendido por sindicatos e iglesias?
Queremos llamar la atención sobre la necesidad de una clara apuesta por la coeducación, por una educación que no siga reproduciendo los estereotipos de género, que fomente la igualdad y la no violencia, en las familias, en los centros educativos, en los medios de comunicación social o en la Iglesia. La educación necesita un plan, no se puede improvisar.
Habrá más igualdad, armonía e inclusión social si hay una educación pública de calidad, bien dotada en medios, contenidos y métodos, con los mejores funcionarios –seleccionados bajo los principios de igualdad, mérito y capacidad– y motivadora para el alumnado. Esa es la mejor estrategia para romper el fatalismo de la reproducción intergeneracional de la exclusión social y laboral. Es la mejor vacuna contra la desigualdad.
Es necesario que sigamos defendiendo el sistema de sanidad pública que tanto trabajo costó levantar. No es barato. Es, por ejemplo, incompatible con las bolsas de corrupción, con la distracción de millones de euros públicos hacia los bolsillos privados de los partidos y las cuentas corrientes suizas de los gobernantes. No tenemos dinero para sobornos ni mordidas porque hacen falta para quirófanos y doctoras. Necesitamos ser tan rigurosos en el control del gasto sanitario como en el descontrol del fraude fiscal y de la corrupción.
Las pensiones públicas ejercieron durante la crisis el papel de principal herramienta de igualación y compensación de las bancarrotas familiares. Fueron el principal estabilizador anticíclico. Es necesario, efectivamente, un debate sobre la viabilidad del sistema de pensiones, pero no para privatizarlo ni recortarlo, sino para hacerlo fiscalmente viable.
Los servicios sociales públicos son la expresión de nuestra solidaridad colectiva. Junto con la acción generosa, incisiva y eficaz de las organizaciones sociales solidarias tejen una malla de protección para todos aquellos que están en desventaja. No podemos permitirnos un sistema de servicios sociales anémico porque la atención a los menores en riesgo, a las personas con discapacidad, a las dependientes, a los individuos y minorías excluidas por las más diversas razones son el verdadero termómetro de nuestra conciencia social.
No puede haber igualdad si no se hace ya un pacto de estado contra la violencia de género, si no se legisla para erradicar los abusos sobre la mujer. Habrá igualdad cuando las mujeres puedan caminar por la calle sin miedo, cuando todos los niños y niñas se sientan seguros en su hogar, cuando cualquier mujer, independientemente de la ropa que vista o de sus hábitos sociales, se pueda sentir protegida por la justicia.
Por fin, como comunidad de comunidades cristianas, sabemos que la igualdad comienza por la propia casa. Necesitamos construir comunidades eclesiales igualitarias, fraternas, sin discriminación de funciones en función de género, inclusivas con la diversidad social y de identidades y culturas. Esa es la mejor forma, no hay otra, de comunicar la Buena Nueva, haciéndola realidad cada día, desde dentro, desde lo concreto, desde la cocina de nuestra casa común.