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CARTA ABIERTA AL PAPA BENEDICTO XVI

Escrito por

Visita a Barcelona y Santiago, 6-7 nov. de 2010
 
Apreciado Santo Padre:

Le escribimos en nombre de un amplio colectivo de personas, entidades cristianas y comunidades de base de Galicia y también de otras muchas distribuidas por toda España. Lo hacemos desde nuestra fe, desde el sentirnos plenamente Iglesia y en coherencia con las enseñanzas que de la misma Iglesia hemos recibido. Nuestra Carta de Identidad de Redes está centrada precisamente en dos pilares: el seguimiento de Jesús de Nazaret y la preocupación por los pobres. Desde estos dos referentes, como no podía ser de otra forma, es desde donde le dirigimos nuestras palabras.

Usted sabe que Galicia y Catalunya, a pesar de formar parte del mismo Estado, tienen identidades muy singulares, forjadas a lo largo de los siglos, que se expresan en una lengua y con cultura propias; con tradiciones y santuarios propios -como los que visitará en estos días-, que configuran personalidades colectivas muy ricas y diferentes, con derechos históricos todavía no plenamente reconocidos que siempre hemos pedido a la jerarquía de la Iglesia que reconozca en todas las dimensiones de la vida religiosa, pastoral, litúrgica e institucional. Desearíamos que su visita a estas dos comunidades sirviera para el afianzamiento de estas singularidades, también en el campo religioso.

España entera, y estas dos comunidades en particular, viven hoy sometidas a profundas transformaciones en lo cultural y económico, de las cuales hoy quisiéramos destacar sólo dos: el profundo proceso de secularización y la crisis económica. En el pasado, el cristianismo fue un elemento esencial en la configuración de nuestras identidades en lo personal y familiar y dentro la sociedad civil. Pero hoy ya no es así. Nuestras sociedades han avanzado hacia la autonomía de la moral y de la ciencia, la separación de poderes, el respeto a la conciencia y, en consecuencia, en la capacidad de construir la historia sin acudir a la religión. Los bajísimos índices de cumplimiento religioso indican este cambio de signo, que creemos irreversible. Con motivo de su venida esta observación nos parece particularmente oportuna porque, a pesar de que probablemente en ambas visitas Usted se verá envuelto en masas, sólo se tratará de un fenómeno fugaz y muy mediático, de muy dudosa repercusión en un cambio del comportamiento religioso. Y a la vez porque dado este pluralismo, como dirigente de una de las confesiones religiosas, no puede dirigirse a sus habitantes en general como si todos fueran de su confesión. Ello puede molestar, lógicamente, a los que no lo son.

Finalmente, hoy vivimos de manera particularmente dura los efectos de la crisis económica: cierre de empresas, paro, e índices crecientes de dualidad social; hay también creciente presencia de la inmigración extranjera como exponente de la crisis internacional. Todo ello pone una vez más de manifiesto la debilidad e injusticia de nuestras sociedades y la perversidad del sistema. También esta observación es particularmente oportuna con motivo de su visita: porque en este momento de crisis quisiéramos que su viaje se mantuviera dentro de unos límites de austeridad económica y no diera el más mínimo motivo de crítica. Y al mismo tiempo desearíamos de Usted una palabra de impulso para aquellos colectivos que trabajan por conseguir unas estructuras sociales más justas.

Es hora ya de que la Iglesia de un paso en la dirección de su reconciliación con nuestras sociedades. Si hoy, después de cincuenta años, volviéramos a preguntarnos aquellas dos sencillas y provocadoras preguntas que dieron vida a los documentos del Concilio “Iglesia catalana e iglesia gallega ¿qué dices de ti misma hacia fuera, y qué dices de ti misma hacia dentro, hacia tus mismos fieles?”, lo primero que deberíamos decir es que, contrariamente a lo deseado por el Concilio, la voz de nuestras comunidades ha sido secuestrada por la única voz de una Conferencia Episcopal, que de ninguna manera refleja la riqueza de la diversidad de las iglesias locales ni el pluralismo en los creyentes. En nuestras sociedades, hoy, el divorcio entre la cúpula de los obispos y las iglesias de base es alarmante. El trabajo sacrificado y silencioso de miles y miles de cristianos y cristianas de base no encuentra eco en las declaraciones y actuaciones de la jerarquía. Al contrario, su voz va quedando progresivamente ahogada ante el continuado ruido de los obispos en la calle.

Con respecto del tema de la laicidad y multiculturalidad al que hemos aludido antes, apreciamos la actitud de apertura que Usted puso de manifiesto en sus declaraciones en Belem de Lisboa en el encuentro con intelectuales afirmando “el necesario diálogo con el mundo” y que la adhesión a la verdad que proclama la Iglesia no es incompatible “con el respeto por las otras ‘verdades’, o con la verdad de los demás”. Agradecemos esta observación porque ciertamente, en algunos otros acontecimientos hemos sentido que cuando el único criterio de actuación es la supuesta “Verdad”, en lugar del amor y respeto a las personas, ésta se convierte en inquisición y terror.

Ojala estas expresiones supusieran el final de una etapa postconciliar en la que la Iglesia, recordando antiguas condenas de finales del s. XIX y considerándose única poseedora de la Verdad, se ha construido una barrera con el mundo, viviendo de espaldas y enfrentado a éste en casi todos los campos, científico, moral, teológico, político. Hemos visto cómo, alejada progresivamente de la gente y refugiada en las seguridades del propio grupo, la Iglesia corría el riesgo de convertirse en gueto. Para muchas personas ha dejado de ser el referente moral de la sociedad y a nuestro mismo colectivo en ocasiones le ha hecho sentir extranjero, en exilio en nuestra propia casa.

Por último, unas palabras en relación con la crisis económica y la especial atención a sus víctimas. Las causas y las consecuencias de la crisis que nos sacude tan profundamente deberían tener una consideración muy especial desde la fe y desde la teología. Porque se trata de una inmensa tragedia moral, espiritual y política. A fin de cuentas, al final de los tiempos (Mt. 25, 31-46 y carta de Santiago), ante la historia la cuestión fundamental no será la religión y ni siquiera Dios, sino qué respuesta hemos sido capaces de dar a las víctimas.

Vivimos dentro de unas estructuras económicas perversas y de pecado, que para subsistir necesitan pobreza y de las mayorías: crisis alimentarias provocadas por el aumento abusivo de los precios, la deuda externa de los países pobres, el comercio de armas, la imposición de ventajas comerciales desiguales, paraísos fiscales, el negocio de la droga, la explotación infantil, tráficos de seres humanos, especialmente en mujeres, niños y niñas, el despilfarro de los recursos de la naturaleza, etc. en un sistema que lo convierte todo -necesidades básicas y relaciones personales- en objeto de negocio o de compra-venta. Ante esta estructura de pecado no bastan las apelaciones a la conversión individual.

Como cristianos y cristianas compartimos este trabajo por unas estructuras más justas con amplios sectores no creyentes de la sociedad. Sin embargo hoy, ante la gravedad y dureza de los acontecimientos, nos encontramos todos sin referentes institucionales, políticos, éticos, organizativos. No es fácil encontrar referentes que den confianza, capaces de acoger al o a la que sufre o duda, testimonios del llamado “principio misericordia” en este mundo inmisericorde.

Y es sobre todo en este campo donde echamos en falta la voz profética de la Iglesia, una voz fuerte contra la injusticia en la que los desheredados y desheredadas se sientan comprendidos y comprendidas. La apreciación creciente es que le falta sensibilidad y que ha dejado de ser aquel lugar profético de encuentro y acogida de los pobres. Al contrario, la única voz de Iglesia que se escucha gira casi siempre alrededor de los mismos temas: presión política para alcanzar mayores cotas de poder económico o cultural y en temas de moral, se reduce el necesario discurso de la ética y de los valores al monotema de sexualidad. Desearíamos que la Iglesia apareciera ante nuestras sociedades con otro rostro, continuadora del hacer de Jesucristo ante los poderes de su tiempo.

A pesar de todo esto, o más bien por todo esto, creemos que estamos en un momento propicio. Vivimos en un mundo gravemente enfermo y herido, pero sabemos dónde estamos y hacia dónde queremos ir. Como creyentes en Jesús y miembros de esta Iglesia, con la presente carta queremos colaborar a hacer de nuestras Iglesias locales un señal de fe y un motivo de esperanza.

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