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Éxodo 97 (ener.-febr.’09)
– Autor: Evaristo Villar –
El fenómeno del “autobús ateo” inició su recorrido en Londres en los primeros días de 2009; desde el 12 de enero comenzó a recorrer las calles de Barcelona y, a partir del 26 del mismo mes, lo ha hecho en Madrid y en otras ciudades de España. El autobús porta la siguiente leyenda: “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”. ¿Oportunidad para una reflexión serena sobre Dios o signo de una sociedad secularizada que está abandonando ya toda referencia a la metafísica?
En una cultura mayoritariamente creyente y católica, sorprende que alguien proclame abiertamente su ateísmo y hasta llegue a hacer propaganda del mismo. Es más, lo que antes se ocultaba porque socialmente no tenía buena prensa, ahora se da publicidad y se crean asociaciones que participan de la misma forma de pensar. En este país no estábamos acostumbrados a tales sobresaltos. Aquí siempre hemos sido mayormente católicos, aunque fuera por decreto, como lo prueban los no muy lejanos tiempos del “nacionalcatolicismo”.
Se me ocurre pensar que lo que hoy está pasando no está lejos, es más, parece análogo a ese otro fenómeno social que, meses atrás, causó honda impresión en la “buena sociedad española”, como fue la homosexualidad. Hasta entonces, aquí todos éramos legalmente heterosexuales. Pero, de la noche a la mañana, se le ocurrió al Parlamento mirar más detenidamente las cosas y descubrir que también en nuestra armónica sociedad existía una polifonía formada por homosexuales, lesbianas, bisexuales, transexuales, etcétera. Y decidió legalizarlos porque también ellos y ellas son ciudadanos, constitucionalmente sujetos y con derechos igualmente reconocidos en nuestro ordenamiento jurídico.
Pues bien, ocurre que cada día esta sociedad nuestra se va manifestando más plural y diversa no sólo en el ámbito de lo público social y político (que nos es más conocido), sino también en el ámbito de lo confesional e ideológico: existen creyentes y no creyentes como existen opciones políticas y sociales de tendencias diversas. Y todas tienen derecho a manifestarse y a ser públicamente reconocidas. En este sentido, como ciudadanos que son, los ateos tienen el mismo derecho a existir y les asiste la misma “libertad de expresión” que la que ampara al resto de ciudadanos. Serán ellos quienes, en el ejercicio de su libertad –como todos los demás que piensan y creen de distinta manera– harán buen o mal uso de este derecho.
Miradas las cosas con ojos de creyente, aunque pueda parecerle escandaloso a ciertas mentes –fácilmente escadalizables–, no deja de manifestarse en todo esto una buena noticia. Me refiero a esa larga, larguísima etapa histórica que supone la apuesta por el ser humano. En este largo y caprichoso camino, no resulta difícil descubrir espacios compartidos en los que tanto el ateo como el creyente pueden marchar juntos, al menos durante un buen trecho. Probablemente en esta opción por el ser humano vamos a coincidir en algunas cosas sustanciales, fundamentalmente y como punto de partida, en el rechazo de todas aquellas justificaciones, vengan desde el ámbito de las creencias o de las ideologías, que alienan y limitan la capacidad expansiva del ser humano. En particular, desde el lado del creyente, esto le forzará a denunciar con mayor coraje los ídolos o dioses falsos que se imponen y le disputan su derecho al “disfrute de la vida”. Y, lo que es peor, que están, según afirma el Vaticano II, en el origen de la “negación de Dios” y del ateísmo moderno, por cuanto “han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios” (GS, 19).
Pues bien, la toma de conciencia de este punto de partida y el rechazo de las deformaciones de la imagen de Dios, dejando que emerja la apuesta limpia por el ser humano, es lo que a mí me parece una buena noticia. Ya lo había advertido en “sentido inverso”, con su particular elocuencia, Nietzsche: “el concepto de Dios fue inventado como antítesis de la vida: concentra en sí, en espantosa unidad, todo lo nocivo, venenoso y difamador, todo el odio contra la vida” (“Ecce homo” 8). Desde esta imagen de dios, el mismo Dios cristiano es necesariamente ateo.
Lo que plenifica en última instancia la opción cristiana por el hombre, además de su conciencia de solidaridad en la humanidad, es justamente la historia de Jesús y su mensaje sobre el Reino de Dios. No es necesario llegar hasta “la encarnación”, desde donde arranca la apuesta original de Dios por la humanidad, basta recorrer los lugares más comunes de su vida y mensaje para verle siempre al lado del hombre y de los más débiles. Es esto tan decisivo que el máximo criterio ético de una vida conforme el plan de Dios, según Jesús, es éste: “Cuanto hicisteis por uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. En definitiva, en la lucha por la dignidad del ser humano, creyentes y ateos podremos estar en la misma trinchera.